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El oficio de escribir (1): Los peligros de una bala disparada al aire

choras porque a cegueira é voraz.
choras porque o espelho não reflecte
a tua vontade.
a nuvem acinzentou-se
por sobre ti,
o revólver está pronto.

Ondjaki (escritor angoleño), de su poemario Acto sanguíneo.

 

Resulta casi imposible predecir el punto exacto donde caerá una bala disparada al aire. Conocer desde donde se ha liberado con violencia podría ser más sencillo. Prever la reacción de uno mismo al presenciar la detonación sería, de nuevo, imposible. En el momento en que dispararon aquella bala tenía yo treinta y un años. Un tanto mayor para ese bautismo de fuego si consideramos que me encontraba en República Centroafricana y que muchos niños en ese país ya han presenciado más de un tiro incluso antes de recibir cualquier agua purificadora.

Eran las seis de la mañana cuando salía del Hospital Distrital de Ndélé, localidad situada cerca de la frontera con Chad. Volvía a pie, tras salir de guardia, a la base de la organización humanitaria para la que trabajaba. No recomendaban hacerlo, pero, en contra de lo que uno pueda esperar, uno llega a relajarse hasta en un contexto de guerra e inseguridad. Hasta que vuelves a escuchar una descarga atronadora. Esta vez, a tan solo unos metros.

La calle principal de Ndélé es de arena pura, flanqueada de casas a medio construir y de mangos infinitos que parecen perderse en las alturas. A mediodía, esa arena es de una temperatura abrasadora. Poco después del amanecer, de una frescura relajante. No creo que los tres militares (¿eran tres?) sentados en la puerta de una de las casas la sintiera en ese momento. Por lo menos, sus botas negras les ayudarían a no quemarse los pies durante el resto del día. Cuando pasé delante de ellos miré al suelo. Siempre lo hacía al cruzarme con un soldado. Así que, más allá de las botas, no pude fijar ningún otro detalle con nitidez. Ni siquiera, si hubiera sabido algo de munición, el tipo de arma que usaron. Me conformaba con mirar mis pies sucios de polvo y tratar de intuir lo que pasaría a continuación.

Cualquiera puede adivinar en qué momentos su corazón se acelerará. Si no tenemos una crisis de ansiedad inesperada, podemos esperarlo cuando corremos, vemos un partido de fútbol o se nos cuela alguien en una cola cualquiera. Ahora sé que cuando disparan detrás de ti, también. Dónde caería aquella bala lo desconocía por completo. Todo el mundo en torno a ella me era extraño. Sin embargo, ahora también sé que en su caída puede alcanzar más de sesenta metros por segundo y que a esa velocidad puede atravesar fácilmente un cráneo. Siendo así, quizá mi reacción no fuera tan ridícula como siempre he creído. Pensé en tirarme al suelo, en correr hacia la puerta abierta de una casa cercana, o seguir caminando hacia delante como si nada. Todo a la vez. O todo seguido en una ráfaga de tiempo micrométrica (desde entonces, si alguien dice que un instante se le hizo eterno, no dudo en darle la razón). Pero no hice nada de eso.

Me quedé petrificado donde estaba, con los ojos todavía clavados en el suelo y cubriendo mi cabeza con la palma de mi mano derecha. En la izquierda llevaba unos bollos que había comprado para desayunar en un tenderete de enfrente del hospital. Pensaría, quizá, que una barrera de huesos, por pequeños que fueran, debía de ser mejor protección que una masa de harina y azúcar. El tiempo que pasé en aquella posición habría que preguntárselo a los militares. El porqué se reían a carcajadas, también. Nunca vi esa bala caer, pero durante los siguientes meses me sobrevolaron muchos más tiros. Y si al principio los oía, dejé poco a poco de escucharlos. Ninguno me alcanzó (o eso creo). Y empecé a escribir. No era la primera vez, pero sí la primera que lo hacía con cierta constancia y dedicación.

Cada domingo, en el único día de descanso semanal que tenía, me encerraba a escribir. El resultado fue un libro de cuentos titulado El Embudo (Andrómina, 2014) que nada tiene que ver con República Centroafricana, ni con ninguna de las cosas que viví durante aquel tiempo. Una serie de sórdidas historias ambientadas en un chiringuito de la costa española que, según reza la solapa, “es un conjunto de relatos que de alguna manera se conectan con un hálito y escenario comunes: el sexo, una playa, un chiringuito, la soledad. El desasosiego del que nos impregna conforma un mundo entre el afuera y el yo del narrador sin solución de continuidad”. Quién sabe, pero leyendo estas palabras ahora, puede que ese hálito estuviera más relacionado con aquella experiencia de lo que yo pensaba.

Foto: calle custodiada por enormes mangos en Ndélé, República Centroafricana.

Con la calma y la perspectiva que dan el paso del tiempo (si es que eso lo da el paso del tiempo), he vuelto a pensar en la historia de la bala mientras me interrogaba por el porqué de escribir y sobre cuándo o cómo surgió mi vocación. Podía haber escogido muchos momentos para configurar ese mito de origen como escritor: mi casa siempre ha estado llena de libros; recuerdo leer con ansia desde niño; en mi familia hay una fuerte tradición literaria (mi padre es escritor y mi madre es editora, entre otros); y yo mismo he fundado una revista y unas tertulias literarias en Córdoba, mi ciudad natal. Desde luego, no había descubierto la literatura en el corazón de las tinieblas. Pero, ¿cómo renunciar a una bala perdida? No es solo por la bala en sí, es que de verdad me parece una buena historia. Y mejor metáfora. Una metáfora del miedo: empezar a escribir para esquivar una bala, para espantar el miedo. Porque lo notara o no, lo reconociera o no, estaba asustado. Eso, visto desde hoy, parece un hecho evidente.

El tiempo que trabajé en Ndélé, en aquella caótica guerra civil durante la primera mitad del año 2013, lo pasé aterrorizado. Podría haberme vuelto de aquel sitio. O quedarme para siempre. O podría haberme dedicado a hacer cualquier otra actividad: emborracharme a la mínima oportunidad cuando, esporádicamente, hubiera alcohol; escuchar una y otra vez el mismo disco de The National (Trouble Will find me, no podría ser otro); intentar hablar desesperado con mi pareja y mi familia fuera cual fuera la impracticable vía de comunicación disponible (¡cuanto aguantaron!); hacer deporte sin energía; o intentar leer desfallecido antes de dormir (algo de todo eso intenté, he de reconocerlo). Pero me dio por escribir un libro de cuentos que tenía en mente desde hacía años. Empezado a gestar en una época también cargada de miedos. Pensándolo fríamente, no recuerdo ninguna que haya estado libre de ellos.

Lo que diferencia esas etapas es la dificultad para identificarlos. Y lo que parece evidente es que es mucho más fácil hacerlo cuando uno está fuera de lugar y se convierte en un ser fronterizo. O haciendo un ejercicio de modernidad, en algo que podríamos llamar un outsider: «a person who is not involved with a particular group of people or organization or who does not live in a particular place», según el Cambridge Dictionary. «Un híbrido de clase, etnicidad, religión, orientación sexual y nacionalidad, de exilio interior y exterior», según la revista Granta. En una persona «desconocida que compite y que tiene pocas posibilidades de ganar», según el Merriam-Webster Dictionary. En mi caso en particular, entre otras cosas, un blanco en el África negra, un ateo de creencias fervorosas, un pesimista intoxicado de optimismo, un escritor que dice ejercer la medicina, o un pediatra que asegura que escribe. Una especie de centauro que no sabe qué mitad, si la humana o la equina, le provoca mayor frustración. En definitiva, un personaje perdido en demasiadas batallas ajenas, imposibles, por numerosas y variadas, de llegar a vencer. Y repleto de miedos.

Puede que esa tierra de nadie sea una buena posición desde la que escribir. Quizá sea allí donde aterrizan las balas perdidas. No estoy del todo seguro, pero lo que me resulta incuestionable es que el miedo sí es un lugar adecuado. Para escribir, quiero decir. El miedo pues como habitación propia. Y como estímulo para la escritura. Pueden ser diferentes tipos de miedos, claro, todos ellos válidos (cada uno puede buscar el suyo): miedo a los militares, miedo a la soledad, miedo al dolor, miedo a hacer daño a quién dejas detrás, miedo a la intranscendencia, miedo a la muerte, miedo a la eternidad, miedo a la infancia, miedo a la altura, miedo a la guerra, miedo a uno mismo, miedo a equivocarse, miedo a un secuestro, miedo al ridículo, miedo a la enfermedad, miedo a los otros, miedo a la mediocridad, miedo a pasar miedo… Existe una lista innumerable de miedos, como el miedo a las balas, por supuesto.

Sinceramente, pienso que no es un mal relato como mito de origen para un escritor. Lo de una bala perdida que cae fuera de lugar, me refiero. Aterrizando ahí su principal peligro sería, obviamente, que la escritura se convirtiese en un nuevo revólver dispuesto a disparar al aire. Aunque bien pensado, una bala que se pierde en un sitio como ese, perdido y desconocido, no debería tener ningún riesgo. Tendré que recapacitar, entonces. Volver a pensar sobre porqué, para qué y para quién escribo. Si el miedo me deja hacerlo, claro. Si consigo no vencerlo, lo haré y seguiré escribiendo.

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