Para Ángel Remis,
que nunca escribirá como Roberto Bolaño.
Todo buen escritor es un escritor malogrado, piensa Ángel Remis. Mexicano, militar retirado y él mismo escritor malogrado, Remis es ya, a sus treinta y ocho años, un nuevo Bartleby: desde que publicó su primera novela, hace más de una década, no ha vuelto a escribir una sola letra. Ahora cree que en Barcelona, donde acaba de llegar huyendo de la justicia de México DF y se hace llamar Ángel Muriano, encontrará -solo él sabe cómo y porqué- esa inspiración que se le resiste. Pero antes, hace solo unos días, se encontró por casualidad con su idolatrado Roberto Bolaño.
Recién aterrizado de Venezuela, el escritor chileno venía de recibir el premio Rómulo Gallegos. Caminaba despacio por la calle Muntaner mientras miraba concentrado los números de los portales. Muriano había leído su intervención en la entrega del premio y le habia parecido una medianía -Muriano adora esta palabra-. Se acercó a él. Vaya basura de discurso has dado, le dijo. Bolaño lo miró entre sorprendido y avergonzado. Siento que no te gustara, le respondió desviando la mirada al suelo, donde se topó con un chicle pegado al suelo condal. ¿Cómo se te ocurrió la gilipollez esa de confundir Colombia con Venezuela? le preguntó. Silencio. Bolaño miró una libreta que llevaba en la mano izquierda, y se hizo a un lado para seguir su camino. Muriano le tapó el paso. Para reivindicar como una sola a Hispanoamérica -Muriano prefiere este término a los de América latina o Latinoamérica, mucho más afeminado uno y chabacano el otro- no hacía falta hacerse el listo. Desperdiciar un tercio del discurso en semejante gilipollez me parece absurdo. Aunque no tan idiota como la historia del número once y el jugador de fútbol. Y estoy seguro que andas buscando la casa de Rómulo Gallegos. Porque no la has visto en tu vida. Lo del número once es rebuscado, pedante y artificial.
Desde que comenzara a hablarle, Bolaño no dejó de enfocar al chicle, del que no se atrevería a decir el sabor que algún día lo impregnó. Sin embargo, sentía que su forma imitaba la del mapa de su país natal. Nunca me gusto Rómulo Gallegos, dijo de repente. Y la tradición literaria latinoamericana tampoco. Y odio a Cervantes. Pero, ¿qué querías que hiciera? preguntó. Yo hubiera hecho lo mismo, respondió Muriano. Desvariar con una unidad latinoamericana fictica; inventarme una anécdota falsa; e invocar la figura de Cervantes. Es tan previsible que hubiera hecho lo mismo, sí. De hecho ya lo hice. Justamente cuando recibí el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona a mi gran novela La misma sangre. Aquel sí que fue un gran discurso.
No he tenido el placer de leerlo, dijo Bolaño. Deberías, le aconsejó Muriano. Y mi novela también. Lo haré, pero ¿tampoco te gustó la reivindicación de la literatura como patria? ¿Y de la escritura como militancia? Lo de la literatura como patria está muy visto. Se lo copiaste, entre otros, a Fernando Pessoa. Pero también a Fernando Aramburu, David Grossman y Leo Messi. El problema es que ni tú mismo te crees eso. Tu patria es tu vida. Tu vida de mierda y tu orgullo hipócrita de escritor endiosado. ¿O no es falsa modestia eso de decir que escribir es un acto peligroso? dijo. Y sentenció. Estoy cansado de hablar de la patria. Me la suda si la verdadera patria es la lengua, la infancia, la memoria, la vida, o una alcantarilla apestosa. Y la próxima vez que digas que escribir es peligroso hazlo en la valla fronteriza de Melilla; o en un mercado del centro de Kiev; o en un barrio de Michoacán.
Tienes razón, dijo Bolaño cabizbajo. ¿Y lo de que tu única riqueza es tu honra? le preguntó ahora Muriano. Presuntuoso, ¿verdad? respondió. Una subnormalidad. Lo sabes mejor que yo, dijo. Tú única riqueza siempre fue tu pie izquierdo. Nunca deberías de haber dejado el fútbol. Ni de escribir con ese pie. Lo hacías mejor que con tu mano derecha. Por lo menos, ya no lo harás con tu hígado. Espero que la novela premiada sea mejor que tu discurso.
A Bolaño, anclado en la visión del chicle-mapa, se le escapó una lágrima. Disculpa si he sido tan duro, le dijo Muriano con fingido arrepentimiento. Tú también te pasaste con Octavio Paz y todavía se te rie la gracia. Así que acepta mis disculpas y anímate. Y lo cogió del brazo para acompañarlo hasta la esquina de Muntaner con Londres. A la casa donde vivió Rómulo Gallegos. Muriano sí la conocía.