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El oficio de escribir (8): Un mango que cae

A mi madre Elena

en el dia de su cumpleaños.

Dicen que por una madre se haria cualquier cosa. Incluso aventurarse a escribir un poema. Aunque no se haya hecho antes. Y con el riesgo que eso conlleva: pisar todos los lugares comunes habidos y por haber. Además, por supuesto, de tener que soportar  el pudor y la vergüenza que eso genera. Sin embargo, si ese es el precio a pagar por todo lo que uno debe habrá que asumirlo. Por lo menos en mi caso, seguro que compensa todo lo que ya he recibido. Y lo que seguiré recibiendo.

Mi hermana Elena, mi madre y yo en una visita al patio de los naranjos de la Mezquita de Córdoba en el año 1990.

Cuentan de Elena, mi madre, que llegó a este mundo, aproximadamente, el mismo día en que nació: el trece de abril de mil novecientos sesenta y uno. Y que desde hace sesenta y un años, ha actuado de hija, hermana y madre; de administrativa y activista; de editora, escritora y, más aún, de agitadora. Entre otras cosas. Porque se rumorea que también ha sido musa poética (también es ella misma, si no lo saben ya, poeta). Y que desde hace solo unos meses se está convirtiendo en el gran referente de una nieta, tal y como lo ha sido conmigo (por lo menos, eso es lo que espera el padre de esa nieta). Pero sobre todo aseguran que durante todo ese tiempo ha ejercido de Elena. A través, entre otras cosas, de su mirada infinitamente curiosa, de una cabeza voraz y de una lengua infatigable. Por medio de una naturalidad franca y una empatía desinteresada. Y de una sonrisa que se dibuja a carcajadas. Sin miedo a deambular por cualquier camino o, mejor aún, sin permitir que ningún miedo le robe lo más mínimo de su entusiasmo. Inundando su alrededor con el enérgico y reconfortante manantial de su persona. De ahí bebe este poema y quien redacta estos versos, creados a camino entre una visita al sur de Mozambique bajo las frutas de un jardín tropical y a la espera de cada una de las visitas venideras. Porque solo puede convertirse en poesía lo que, como una fuente de agua natural, nunca se da por agotado. Como todo aquello que, en espera de poder expresarse, llega a experimentarse por una madre en cada uno de los sentidos:

Un mango que cae

Oído

Tiempo después de haberte marchado,

un mango cae solitario sobre el césped del jardín,

y su ruido cóncavo, sordo pero suave,

amplifica el eco sanador de tu presencia.

 Vista

Ese mango emana la luz que nos une

y despeja el puente que, desde Córdoba hasta Manhiça,

te trae evaporando las fronteras que nos alejan

en el  instante justo de los encuentros.

Tacto

Este mango mantendrá en futuras bienvenidas

el tacto de tus manos, tímidas concavidades

que ofrecen incondicionales, solo así sabes hacerlo,

toda la seguridad de tu consuelo.

Mi madre y yo atravesando el rio Inkomati durante una visita a Manhiça (Mozambique), en el año 2016.

Olfato

Este mango se olvida de su aroma para guardar el tuyo,

la fragancia de una Ariadna,

que al otro lado del hilo,

se resiste a lo inevitable de mis extravíos.

Gusto

Este mango guardará el almíbar de tu compañía,

el sabor dulce de los adioses

que desde que surgí de tu interior,

me han devuelto, una y otra vez hasta ti,

como las mareas de un océano.

Tánger-Rabat, Abril 2021-Abril 2022

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