«Así somos los escritores de provincias, éstos que de haber sido comidos por los piojos, llegamos a entender a Shakespeare, a Rimbaud, a Poe, a Quevedo, pero no el Ulises«
José María Arguedas, Primer diario: 17 de mayo, El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Regresamos al libro y a los personajes. El mundo es caótico. El personaje «Pirata» cuida sus bananas con intensidad, como si se tratara de aquel militar que siembra napalm mientras corre olas en Vietnam en Apocalypse Now. La ciencia y la magia conviven en las páginas del libro, intercaladas con canciones, poemas, que plantan estrofas de flores, mientras se nos insta a que no perdamos de vista que hay un desorden: el universo podría ser una broma.
Pronto llega la escena de la tundra: como alguna de esas imágenes magníficas de Dersu Uzala, esa pintura de Kurosawa. Por allí corre un caballo asesino que está a la espera del momento para matar. Un viaje: el prodigio de la aventura en un globo que llega hasta Berlín mientras los norteamericanos lo siguen. Nos perdemos entre las aventuras de Rocketman. Hay un aprendiz de hechicero en la familia de Slothrop, cuyo rastro se puede trazar hasta la época de las cacerías de brujas organizadas por los puritanos: riverrun, past Eve and Adam’s, from swerve of shore to bend of bay (Finnegans Wake).
Al final todos resultamos marionetas de algún teatro, martillamos sobre clavos que no sabemos a quién terminarán clavando.
Misión del escritor: Intentar ver el futuro. Sentados en el presente, rastrearemos los rastros, alguna vena abierta. Fumigaremos la lógica y nos equivocaremos (una y otra vez). Las reglas de la ficción se enrostran sobre alguna trampa: dudamos de la palabra y el sonido de la palabra, del efecto de la palabra sobre los hombres. Porque aquél «Amén» que me conmovía a los 15, hoy no retumba igual. La palabra «virgen» y esa línea de bofetadas en el horizonte que convocaba a mis deseos adolescentes, jamás es la misma. Los ojos transitan sobre las mismas letras y aquellas ya no me hablan.
Algunos queremos escribir para que las cosas no desaparezcan. Queremos sostener el mundo sobre un colchón de palabras.
Intentos (ejemplo): no se puede entender el final del siglo 19 en Dublín, y en gran parte de Europa, sin leer: his soul swooned slowly as he heard the snow falling faintly through the universe and faintly falling, like the descent of their last end, upon all the living and the dead. (The Dead).
Sin embargo, es indispensable que al colchón de palabras se le añada un corazón musical. Lo podemos llamar rima, lo podemos llamar imágenes que hablan. Se trata de una combinación de ambas. Imagen, letras y sonido de las letras combinadas para intentar afectar a los sentidos de un modo tridimensional.
¿Así podríamos entender el suicidio de Arguedas?¿Saber que el mundo peruano es mucho más que la combinación de zorros que se entrecruzan en dos niveles? ¿Que podrían haber sido solo dos zorros, pero que ambos juntos significan más? ¿Que los discursos descansarán sobre los sonidos, que las imágenes provendrán de las palabras y que los intérpretes malentenderán, lo mirarán a Arguedas como un aculturado? No somos nada: meros poetas.
Vuelvo a mirar en dónde estoy parado. El frío neoyorquino siempre me regresa a una imagen: la vuelta de Ayacucho por Semana Santa, en un autobús, rodeado de amigos. Entre los recuerdos con los que monté hacia Lima estaban los gemidos de una muchacha, natural de Satipo: una prostituta semidormida que tal vez pretendía no pecar aquel sagrado domingo. Quiero suponer que mi dinero sirvió para un propósito más alto.
Ese frío y la nieve que caía por la carretera hacia la capital se despertaron años más tarde: ya no era un graduado sino un inmigrante. Fueron unas imagenes filmadas por Bergman, aquellas en que Alexander camina por las calles de Uppsala tapadas por la nieve y su padre, el actor que interpretará durante todo el filme al rey asesinado de Hamlet, se dirige hacia su encuentro con la muerte. Desde entonces la nieve y yo nos hicimos muy amigos.
La gravedad del arco iris –de lo que pretende tratar este breve ensayo autobiográfico– vuelve despiadada hacia mi frente, como una piedra disparada por una honda. Creo saber que viene impulsada por alguna línea de Los ríos profundos. Golpea derecho y brotan (como si fueran sangre) mis memorias: leyendo al Paco Yunque ilustrado, tirado sobre la cama, leyendo El hablador de Vargas Llosa, agachado en la fría y triste biblioteca de la Universidad de Lima; también escuchando a un profesor al que se le pegaba la saliva entre los labios cuando nos explicaba, en un aula del Bronx, la grandeza de Great Expectations y la intensa normalidad (que él explicaba con fervor docente) de ciertos versos de T.S. Eliot.
A Saul Bellow lo leí como cazador. ¿Qué habría dicho Arguedas de aquél ejercicio de lectura y de mi pobre cŕitica responsable? Ese Arguedas que en Los ríos siempre menciona pueblos (Cora Cora, Puquio, Pauza) que yo sé que quedan a poca distancia de los caminos que mi abuelo recorría desde su chacra, entre los cerros, mascando coca, acampando en las noches del valle de Acaville, llevando su ganado hacia los pastizales de Ayacucho?
Suelo pensar (bastante seguido) que aquí en este objetivo no nos interesa la distancia, que tal como ofrece Borges, la tradición a la que tiene derecho el escritor sudamericano es la de occidente.
Otra veces, pegado a las imágenes que me golpean la frente, unido a las voces que me dieron la vida y que me ayudaron a crecer; ese concierto de voces con el que vivo hoy me suena tan ajeno como ese arco iris gravitatorio al cual me he metido, embarrándome los zapatos en el intento.
Shakespeare escribió entre los suyos y Cervantes se murió rodeado de sus libros. Suelo pedir de vez en cuando que tiren mis cenizas por allá por Arequipa. Algunas veces creo que es un sinsentido terrible que mi mundo aparezca tan terriblemente ancho y que yo sea tan poco. Otras veces, claro, cuando me sonríe algún genio y desaparece la duda, me asalta la belleza y tiemblo ante la expectativa.
Tal vez de eso se trata El arco iris de gravedad: de las bajadas y subidas de las tareas literarias. La vida del escritor también se trata de sobrevivir en la distancia como un extranjero salvaje, ilustrándose en tierras remotas; en ser lazarillo de uno mismo; o vuelta de tuerca de tus padres: libre para seguir caminando lejos de casa, una y otra vez en círculos.