Resucito unas horas. No sé bien cuántas. No las he contado, pero han sido intensas. Me introduzco en una presentación de una colección de relatos de un autor cacereño, José Antonio Leal Canales. El lugar es agradable: una librería moderna y luminosa de esa ciudad. El presentador, un profesor universitario del que ahora no recuerdo el nombre, desmenuza la obra. ¿Por qué tanta obsesión en guiar la lectura como si el lector fuera un niño al que instruir y orientar? A mí nunca me han caído muy simpáticos los críticos literarios, porque jamás he creído en su objetividad. Y ahora más, desde que decidí dedicarme al oficio de escritor una vez que conseguí voluntariamente morirme.
Mientras el presentador machaconamente destripa los misterios que hay detrás de la pluma del autor aprovecho para leer en diagonal dos de los textos en mi opinión ingeniosos y bellos. El primero, A contratiempo, arranca con una cita de Julio Cortázar: «Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos por encontrarnos». Un hombre y una mujer se sienten atraídos desde la juventud hasta la vejez pero jamás consuman su amor. «Una tarde la vio en el jardín. Ya no era la misma mujer con la que había soñado tantas veces, idealizándola a través de una memoria improbable. Pero supo que era ella. Los dos se miraron un instante entonces. Y enseguida supieron que aquellos ojos con que se miraban eran los que se habían buscado, sin encontrarse, durante toda la vida».
El segundo, La importancia de los nombres, me despierta hilaridad. Es una sátira de los premios literarios. Tantos y tan viciados. El protagonista resulta ser el ganador de uno de ellos. En el momento de la entrega y cuando los invitados aguardan el discurso de agradecimiento del vencedor fingiendo atención, éste sufre de amnesia: «Estoy muy orgulloso de haber ganado este premio… Llegó hasta ahí. Y quiso decir el nombre del premio que había ganado para destacar su importancia. Pero se le había olvidado. No recordaba el nombre del certamen , y debía decirlo porque todos los demás lo habían hecho, y no le perdonarían que no lo dijera».
Muchas veces me pregunto qué sentido tiene la escritura. ¿Para quién escribe uno que se dedica a la pluma? ¿Quién lo entiende? ¿Es universal la literatura? Es verdad que la buena escritura trasciende fronteras pero no estoy plenamente convencido de que pueda entenderse por igual entre gentes bien diversas. Puedo aceptar que Dostoievski, Balzac, Flaubert o Proust sean entendidos, pero siempre me he preguntado por qué, por ejemplo, Cervantes sea un autor universal cuando su pluma es tan hispana. Y aún menos el realismo mágico de García Márquez o del mismo Vargas Llosa.
En la presentación a la que asisto «de cuerpo entero» escucho algo del autor Leal Canales con lo que me identifico. «No me gusta el mundo literario. No me siento cómodo». Casi estoy a punto de interrumpir y exclamar. ¡¡Y a mí tampoco me gusta!!» No es un ambiente limpio. El escritor por lo general es demasiado egocéntrico y vanidoso. Hace gala de no leer a sus contemporáneos, porque ya no hay nada nuevo que ofrecer salvo, por supuesto, lo que él escribe. Muchas veces ese comportamiento esconde una gran inseguridad de que lo suyo es mucho peor que lo del otro. Lo del rival, porque de rivalidad se trata.
Me viene a la memoria ahora esa escena desternillante de la película de Woody Allen, Midnight in Paris, cuando Hemingway le previene al joven autor norteamericano de no contar a un colega de qué va lo último que está escribiendo o dejarle el manuscrito para recabar un juicio. A buen seguro le dirá que no vale nada, que está mal escrito, que le falta pulso a mitad y que, además, esa historia ya ha sido más o menos escrita por otro literato. ¡Y mejor contada!
Nadie le asegura al desilusionado autor que toda esa rotundidad negativa, capaz de derrumbar hasta una estatua de mármol, sea exacta. El mundo de la literatura, y del arte en general, está lleno de fracasos, de injustos fracasos, de buenos creadores que no han tenido la suerte, los medios y sobre todo los contactos para ver una de sus obras publicadas. Y obviamente no pocos de ellos desisten del empeño de seguir desarrollando la vocación.
La directora de la editora regional de Extremadura cuenta en la presentación que no tienen medios para leer tantos manuscritos que les llegan a diario. Explica que en el mes de febrero recibieron al menos uno por día. La crisis ha agudizado aún más las dificultades de la industria editorial. Cierran publicaciones; otras se venden a precio de saldo y el sector se monopoliza cada vez más. Resulta heroico hoy en día poner en marcha una editorial.
No logro dar con la respuesta. A ver si me ayuda quien haya llegado hasta aquí en mi artículo. ¿Por qué somos tantos los que nos dedicamos a escribir sin importar de qué vamos a escribir y si somos capaces de hacerlo? ¿Por qué en España hay una hiperinflación anual de títulos cuando apenas se lee? ¿Tantas cosas tenemos en la cabeza, tengo yo en mi cabeza, como para ponernos, ponerme, delante del ordenador y empezar a teclear?
Si así fuera, si fuéramos realmente un país rico de ideas e imaginación, cargado de experiencias vividas y sentidas, una sociedad que se enorgullece por su riqueza de lenguaje y su claridad y transparencia en la comunicación, España sin duda sería hoy una nación que envidiaría todo el planeta.
A lo mejor nos admiran y yo, al estar muerto y, claro, enterarme menos, no me he dado cuenta de ello. Si es así procuraré enmendarme. Me dedicaré exclusivamente a escribir para mis dos perros, que no hablan pero son mucho más inteligentes que tantos y tantos con los que me solía topar cuando estaba vivo. La estupidez insiste siempre, parafraseando a Albert Camus.