Un ojo que lo observa todo, que entra en vuestras mentes, en vuestras almas, que conoce vuestros pensamientos, que decide qué vas a votar, qué vas a decir, qué vas a consumir. Te otorga el nombre, el número (“¡No soy un número!” gritaba nº6), tu pareja e incluso los descendientes. No, no es una pesadilla sacada de George Orwell, ni tampoco una imagen de la ciencia ficción de los 50. Es, como el aficionado sabe, uno de los emblemas de la “masonería”; sociedad “discreta” que ha hecho por las conspiraciones lo que ni miles de programas de Iker Jiménez han podido hacer.
El gran arquitecto te observa
La masonería como primera “conspiración” de época contemporánea es síntoma de un orden que cambia fugazmente. Los reaccionarios en la monarquía francesa, sorprendidos por la revolución, construyeron el mito de una sociedad que vigilaba todos los estamentos de Francia. Esta explicación simple, sencilla, remitía a tiempos felices donde los perfiles estaban claros y permitían una verticalidad que iría desde el primer grado al último. Tipos encerrados en un castillo gótico adorando al diablo, rodeados de adolescentes desnudas (los Orleans, esa familia de crápulas), mientras controlaban con su puño de hierro todos los clubes jacobinos. La pregunta evidente sería ¿Dónde sacarían el tiempo entre tanto desenfreno erótico para controlar los desmanes del Incorruptible?
«¿Qué opinas del diablo? No es por mi, es por un amigo…»
Esta idea de las conspiraciones como organigrama sencillo, propio de sociedades mucho más rústicas, ha revivido debido a los cambios drásticos estos últimos años. Cualquiera que entre en una página de antivacunas encontrará el mismo sistema vertical, los mismos súper señores, y la palabra masonería sustituida por expresiones como “Big Pharma” o “Elite Globalista”. Más aún, las industrias y andanzas de un “yuppie” sórdido y cutre como Jeffrey Epstein, protagonista tipo de Oliver Stone, llevaron a un delirio llamado “Pizzagate” donde todos los partidos estadounidenses estaban implicados en una red de trata.
Las explicaciones sencillas, de bien y mal (tiene razón Vallín en que se vota por “ficciones”, mal que me pese), movilizan electorados que son incapaces de comprender respuestas obscuras a problemas espinosos. Una estadística con supervivientes a la vacuna no tiene, no puede tener, el impacto del meme que avisa de miles de “muertes repentinas” por la tercera dosis. Más aún, la propaganda conspirativa fue clave en el ascenso de los fascismos europeos, como lo sabe cualquiera que lea sobre el caso italiano o alemán. Vende la respuesta fácil, “los judíos”, “la casta”, “la podemia” o “Ayuso” y la creación por los periódicos de malos del inspector Gadget decidiendo cual será el color de tus cortinas mientras acarician a un gato.
«Jejejeje, hoy voy a poner microchip a toda la provincia de Huelva para…para…para…dominar ALGO…»
Todos estos creyentes en conspiraciones buscan un mundo ordenado, simple, donde cada nivel preceda al otro en una cosmogonía entendible. Y, siempre, en la cúspide de esa organización, un ojo sin párpados, diabólico, que nos vigila: no otra cosa que la nostalgia de Dios.