Hoy que comienza la Feria del Libro en el Parque del Retiro de Madrid, quería compartir con vosotros el libro que estoy leyendo: ‘El olvido que seremos’, de Héctor Abad Faciolince, que me cayó del cielo, de manos de un generoso amigo, en mi reciente visita a Medellín. Aunque llevo leídas apenas 70 páginas, ya da para hacerse una idea y haber señalado párrafos memorables. Párrafos en los que me detuve a pensar en cómo, tantas veces, la maldad humana parece imponerse tozudamente sobre la bondad; y, sin embargo, aunque lo mataran los paramilitares, aunque volviera a imponerse la barbarie, el médico y ensayista Héctor Abad Gómez, recordado con ternura y devoción en estas páginas, sigue siendo una luz que sobrevive a ese olvido que todos seremos. Párrafos, también, en los que reconocí los problemas seculares que encontré en las comunidades de Antioquia y en las favelas de Brasil; en los que se describe con tanta lucidez cómo los poderosos -y entre ellos, la Iglesia católica- se resisten a perder sus privilegios a base de criticar -llamando de comunistas, y queriendo decir estalinistas, claro- a todos los hombres de bien que quieren corregir la pobreza y, con ello, de paso, recordarles a los pobres su condición y -piensan ellos- agitarles ideas revolucionarias…
Esos párrafos marcados, físicamente en las páginas de la novela y también grabados ya en la memoria, son los que quería compartir con vosotros, en estos tiempos que corren en 2011, en estos tiempos acelerados de cambio que nos van dejando ver resquicios a la esperanza… Os dejo con Faciolince:
«(Mi padre, Héctor Abad Gómez) parecía un loco, un exaltado, cuenta mi hermana, pues ante casi todos los pacientes se detenía y preguntaba: ‘¿Qué tiene este niño?’ Y él mismo contestaba: ‘Hambre’. Y un poco más adelante: ‘¿Qué tiene este niño?’ ‘Hambre’. ‘¿Qué tiene este niño? Lo mismo: hambre’ ‘¿Y este otro? Nada: hambre. ¡Todos estos niños lo único que tienen es hambre, y bastaría un huevo y un vaso de leche diarios para que no estuvieran aquí. Pero ni eso somos capaces de darles: un huevo y un vaso de leche! ¡Ni eso, ni eso! ¡Es el colmo!»
«Decía que la sola medida de dar agua potable y leche limpia salvaba más vidas que la medicina curativa individual, que era la única que querían practicar la mayoría de sus colegas, en parte para enriquecerse y en parte para aumentar su prestigio de magos de la tribu. Decía que los quirófanos, las grandes cirugías, las técnicas de diagnóstico más sofisticadas (a las que sólo tenían acceso unas pocas personas), los especialistas de cualquier índole o los mismos antibióticos -por maravillosos que fueran-, salvaban menos vidas que el agua limpia. Defendía la idea elemental -pero revolucionaria, ya que era a favor de todo el mundo y no de unos pocos- de que lo primero es el agua y no deberían gastarse recursos en otras cosas hasta que todos los pobladores tuvieran asegurado el acceso al agua potable (…)
A los más ricos les parecía que, con su manía de la igualdad y la conciencia social, estaba organizando a los pobres para que hicieran la revolución. Cuando iba a las veredas y hablaba con los campesinos para que hicieran obras por acción comunal, les hablaba demasiado de derechos, y muy poco de deberes, decían sus críticos de la ciudad. ¿Cuándo se había visto que los pobres reclamaran en voz alta?»
«Siempre había encontrado curas sensatos y compasivos con los problemas de su comunidad, curas buenos (malos para la Iglesia), sobre todo en los barrios populares a donde íbamos los fines de semana, y mi papá citaba siempre como ejemplo al padre Gabriel Díaz que era, ese sí, un alma de Dios, más bueno que el pan, y por eso los obispos no lo dejaban trabajar en paz y lo trasladaban de un lado a otro cuando empezaba a ser demasiado querido y seguido por sus parroquianos. Todo el que hiciera despertar y participar a los pobres era considerado un activista peligroso y ponía en riesgo el imperturbable orden de la Iglesia y de la sociedad. Cuando, pocos años después, los barrios de Medellín se convirtieron en un hervidero de matanzas y en un caldo de cultivo de matones y sicarios, la Iglesia ya había perdido contacto con esos sitios, al igual que el Estado. Habían pensado que dejarlos solos era lo mejor, y abandonados a su suerte se convirtieron en sitios, donde, como maleza, surgían hordas salvajes de asesinos.»
Casi 25 años después de que los paracos mataran en Colombia a este incómodo personaje,25.000 niños mueren de hambre en el mundo cada día, porque este sistema, que se pretende el mejor de los posibles, no ha sabido darles un huevo y un vaso de leche. Y, como el agua potable sigue siendo un lujo, un privilegio para ricos, uno de cada cinco niños menores de 5 años mueren cada año de diarrea: millón y medio de niños sacrificados cada año por una enfermedad que podría prevenirse apenas con higiene, buena alimentación y agua potable. Mientras, millones de dólares y euros y pesos se gastan en armas, coches, pastillas y tantas otras cosas prescindibles. Sinsentidos del mundo al revés.
* Gracias a dos amigos ‘paisas’, León Freddy y Simón, por haberme llevado a Faciolince y, sobre todo, por ayudarme a entender, siquiera un poquito, ese país complejo y fascinante que es Colombia, que es Antioquia.