Hay veces en que exploto e invoco el argumento de autoridad y puedo acabar con el “no sabe usted con quién está hablando”. Mi contrincante no perderá un solo instante en reprochármelo con el aplauso de la concurrencia, que no tolera el menor asomo de superioridad. Es posible que todo el proceso que ha precedido a esa invocación por mi parte incorpore (si bien creo que de forma secundaria) la irritación causada por el menosprecio manifiesto del que uno estaba siendo objeto. Que el otro se permita ignorar premeditadamente mi mejor saber acerca de las cuestiones en liza puede engendrar, sin duda, un sentimiento de humillación o de vanidad herida. Aceptémoslo, pero no por eso debería dejar de calificarse como sintomático del mediocre espíritu vigente y de no sé cuántas cosas más.
Quizá lo más interesante estriba en determinar si sólo soy yo el que recurro a ese argumento de autoridad o también recurre mi interlocutor, aunque a otra autoridad. Y, en este caso, si ambas autoridades a las que respectivamente recurrimos son comparables, se neutralizan entre sí o, como podría probarse sin esfuerzo, la una se alza en puro resentimiento contra la otra. Quiero decir que hay un recurso inconsciente a la autoridad de la mayoría, un apoyo tan natural en lo que mi adversario toma por obvio porque es lo dado por supuesto entre los suyos (siendo los suyos distintas especies de grupos humanos)…, que ése habla con la mayor de las seguridades. En realidad, habla desde aquella autoridad que le parece mucho más incontestable que la mía.
Esa autoridad de la mayoría es inconsciente. De hecho nace precisamente como negación de la autoridad, con el propósito de erigirse en la única voz posible en los temas en que no hay proposiciones científicas indubitables. Para desmontar esa autoridad general de la mayoría como tal habría que mostrar esas otras situaciones en que esta autoridad se desvanece o no cuenta, en las que la gente concede enseguida su ignorancia y el saber ajeno: allí donde comparece algún técnico o profesional. Si hablan los “expertos”, a los demás nos toca callar. En todos lo demás saberes, donde no hay inferencia, exactitud o universalidad, cada cual ostenta la misma autoridad que los demás, puede decir lo que se le antoje y reivindica el mismo reconocimiento que se presta a los demás. Este es el terreno de la filosofía, la ética, la política, la teoría de la educación y otras ocupaciones menores. El lugar del “todas las opiniones son respetables” y del “no pretenderá usted convencerme”. La ocasión en la que se proclama el derecho a la libre expresión como si fuera un derecho al valor de verdad de lo expresado y como si no hubiera ningún deber de argumentar eso que expresamos. Demasiados necios lo confunden todavía con el talante democrático o con un espíritu rebosante de tolerancia. Claro que el fenómeno al que apunto no se reduce a eso, sino que encierra varias dimensiones más. Desde luego, la presencia de la mentalidad igualitarista y resentida del “usted no es más que yo”, “usted a mí no me da lecciones”, etc. El antiinlectualismo, sin duda, ronda bien cerca.
Pero, por muchos argumentos y exámenes que se le propongan, será difícil que el otro admita nada. No sólo por orgullo, por sus pronunciamientos anteriores y porque le va la vida en ello. Sino porque todos los demás le siguen dando la razón.