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Mientras tantoEl otro lado de Mariana Enriquez

El otro lado de Mariana Enriquez

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

Para nadie resulta una novedad que la literatura que destacan y promueven las viejas editoriales españolas de la gauche divine, especialmente las que todavía creen, algunos de sus autores incluidos, en una alcurnia y un prestigio hace demasiado tiempo perdidos, han perdido lustre y ganado en rendimientos decrecientes, sea por el exceso de títulos no precisamente interesantes, la mejor curaduría de las editoriales más pequeñas —ojo: sigo hablando estrictamente de España, y un poco de lo que rebota a México, Colombia, Perú y Argentina por efectos a veces no planeados de los distribuidores de esas pequeñas pero impecables casas editoriales— y, el que me parece el factor más importante, la compulsión a seguir traduciendo, a seguir publicando escritores nacionales ya conocidos y con formulita conocida, todo con tal de no perder mercado.

En semejantes circunstancias, buena suerte a todo el mundo. Sin embargo, en momentos muy específicos, el exterior, me refiero a autores provenientes del orbe latinoamericano, han tomado el mando y salvado del naufragio anticipado, el mismo que ya está en operación, a los otrora editores de la gauche divine.

Dicho lo anterior, no me cuesta ningún trabajo afirmar que, por ejemplo, el premio Herralde de Novela pudo sobrevivir dos décadas, veinte años completitos montado en los libros de un chileno, Roberto Bolaño con Los detectives salvajes (premio 1998) y de la argentina Mariana Enríquez con Nuestra parte de noche (premio 2019).

Acerca de todo lo que existe entre esos dos premios Herralde hay poco de qué hablar. El año 2022 se declaró desierto, quizá el acto de mayor honestidad de la editorial en todos sus años de existencia. Si alguien tiene algo muy convincente qué decir de, por ejemplo, Karnaval, de Juan Francisco Ferré (2012); de Últimas noticias de nuestro mundo, de Alejandro Gándara (2001); de Cien noches, de Luisgé Martín (2020), o bien de la “súperstar” que gasta entre una a dos novelas por año, quién sabe cómo le hace, Marta Sanz y Farándula (2015), que ella o él, me refiero a los entusiastas de estas malas comedias, que hablen ahora o que callen para siempre.

He comenzado por mencionar —para quien todavía se lo cree, sospecho que son muchos— los Golden Globes desinflados del premio Herralde entre 1998 y 2019. Sin embargo, ello no me va a llevar a hablar ni a sermonear acerca de ambas novelas, que me parecen, insisto por si hiciera falta, las dos piezas que sostienen el puzzle entero, pero sin las cuales todo el numerito se vendría abajo. No sería la primera vez en la historia de los premios ni de la literatura. No me viene en gana buscar falsos paralelismos, aplicar aceptadas teorías literarias de bajo octanaje académico, dignas de idiotas mayúsculos, para hablar de Los detectives salvajes y de Nuestra parte de noche. Basta con decir que ambas novelas tratan de dos infiernos muy similares y también muy distintos, pero dos infiernos al fin y al cabo, dos infiernos muy reconocibles, actuales no por su temporalidad sino por su autenticidad.

Todo este decurso, muy probablemente innecesario pero qué se le va a hacer, así escribo yo, sin un plan, sin un outline o un esquema de profesorcito que me ayude a ordenar e ir vaciando las “ideas” —ni modo: de alguna manera hay que llamar a esos esperpentos mentales— para venir a decir aquí que me interesa hablar del otro lado de la ficción de ambos autores, el chileno y la argentina, ambos de dos generaciones distantes, casi diría yo que provenientes ellos mismos de dos galaxias diferentes. Bendita la hora.

Acerca de Bolaño (1953) se conoce lo suficiente, especialmente sus textos periodísticos, discursos, crónicas y conferencias reunidas en un libro, Entre paréntesis,  que no puede faltar en mi biblioteca; si es el caso que sí en la de otros, pues se lo pierden, me tienen sin cuidado.

En cambio, acerca de Mariana Enríquez (1973), apenas empezamos a conocer cuánto ha escrito dentro y fuera de los paréntesis de la ficción, me refiero a su obra de no ficción: crónicas, perfiles de rockeros, cineastas y artistas de la letra y del hambre, de su mundo privado, sus fetichismos y confesiones, como catalogó y editó Leila Guerrero el tomazo de 812 páginas que lleva por título, convenientemente: El otro lado (Crónicas Anagrama, 2022).

No faltara el tarado que me reclamé llegar con cuatro años de retraso, el mismo tarado al que le respondería que él mismo lleva cuando menos 2 mil 300 años demorando la lectura de ciertos dísticos de Pseudocatón, y que no pestañearía en recetarle el siguiente esperando que la bestia despierte de su largo letargo, tendido como un vagabundo sobre las mesas de novedades:

Puesto que la naturaleza te hizo al nacer pequeño y desnudo,

acuérdate de soportar con paciencia el peso de la pobreza.

No temas a aquella que es el límite de la vida:

el que teme a la muerte, pierde incluso lo que vive.

No voy a volver a hojear entre las más de 800 páginas de El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones, para calcular el número de años de colaboraciones a revistas, diarios, suplementos, que abarca el libro. Más o menos recuerdo que van desde los primeros años del siglo XXI, quizá finales de los 90s, hasta 2018 o 2019. A mi juicio, Leila hubiera podido ahorrarnos en su edición —no se hace mención de su labor en la selección, ergo supongo no la hubo— un centenar, mínimo, de páginas. Sin embargo, al echar toda la carne disponible al asador, la editora tuvo el magnífico tino de dividir las centenas de colaboraciones por ejes más o menos temáticos, por ejemplo el cine, la música, las estrellas apagadas de la literatura y las artes y las todavía refulgentes —al momento en que Mariana Enríquez escribía como frenética sus crónicas.

Los títulos de las secciones varían, pero más o menos se mueven entre esos parámetros —horrible palabreja, no encuentro otra: estrellas distantes, cercanas, de la música, del cine, de la creación, evidentemente de la literatura, aunque con moderación. A dios gracias Mariana no jugó el tristísimo papel de reportera literaria que va a las presentaciones de quienes escalan sobre los cráneos de sus antecesores en aras de alcanzar la gloria de, las más de las veces, libros olvidables. Si acaso, aquellos, quiero decir aquellas, a quienes Mariana Enríquez rinde homenaje están tan muertas —con algunas excepciones— que es ella misma la que organiza sus privadas y muy íntimas ruedas de escritura sin prensa. Me refiero, desde luego a Mary Shelly, Marianne Faithfull, Amy Whinehouse, Anita Palle, Anne Rice, Joyce Carol Oates, Diane Arbus…Entre los señores, destacan desde las primeras páginas mi admirado Nick Cave, cuyos textos de Mariana hubiera yo mismo podido comentar otras 800 páginas, especialmente después de la reciente aparición de un libro capital en la historia del músico, escritor, artista: Faith, Hope and Carnage; Edgar Allan Poe, acerca de quien agregar cualquier cosa es una redundancia; lo mismo con River Phoenix, David Bowie, Eminem, Lovecraft y Bram Stoker, no tanto así con Bob Dylan, una estrella agonizante que cae a velocidades de delirio desde la estratosfera —lo dice con dolor uno de sus seguidores incondicionales, defensor de que le dieran el Nobel, pero decepcionado y desahuciado como un perro apaleado cuando no soporte más el show que daba en un zoológico, sí, un zoológico, en Toledo Ohio, y hube de abandonar el concierto antes que traicionar al ídolo—; el veterano de todas las guerras fronterizas, Cormac McCarthy, cuyos guiones y adaptaciones cinematográficas he preferido siempre a sus novelas.

Tengo que decir, aunque no es reclamo, pues a la hora de los encargos de las mesas de redacción no hay tiempo para ponerse a escoger: hay lo que está ahí, para ir de cacería, y la periodista cultural, la cronista, la entrevistadora, no tiene muchas opciones, que entre los varones —sí, uso esa voz obsoleta porque no se me antoja repetir “hombres” — extraño a personajes que naturalmente identifico con la ética y la estética de Mariana Enríquez. Así por ejemplo a Lou Reed, a Dan Fante, a Truman Capote, a Hubert Selby Jr., a Leopoldo María Manero. Al igual que el emperador del Reino del Cielo, Nick Cave, se trata de personajes que han caminado o caminaron casi toda su vida sobre el filo de la navaja, de las adicciones, del tormento cósmico, de la creación a precio incluso de su propia vida.

Admirablemente, Mariana es refractaria, diríase hasta una feroz enemiga, de las políticas de la corrección en cualesquiera de sus malévolas y estúpidas variantes que dictan elevar los tópicos de la literatura femenina, de los desheredados, de los marginados, de aquellos a quienes los profesores universitarios y los editores más brutos y menos comprensivos del gran fenómeno del arte cuando éste ocurre, deciden que hay que elevar, sin importar si en ello nos va la cancelación, la supresión, la ceguera de la política identitaria.

Con juicio infalible, Leila Guerrero supo seleccionar y entrelazar, a lo largo de tremendo librazo —en México solemos decir, con bastante gusto por el gore, “no dejó mono con cabeza”— múltiples secciones que llevan el repetido título de “Mundo privado”, y que constituyen para mi la parte más exquisita, más deleitable de las piezas que congregan ese violento mamotreto, El otro lado, pues exponen los textos más personales, menos condescendientes, más incómodos, más cotidianos, más reveladores sin que ese sea su propósito, más reveladores de aquella materia informe que se quedan en el otro habitando el lado reverso, el de la obra de ficción, pero que sin embargo, está íntimamente conectada con el otro lado, para el caso, el lado primero, quizá la cara A, aquella a partir de la cual, arrojando por los aires mezclas y delirios, acontece el alunizaje en esa pradera marciana llamada ficción, que carga, como un alien, en sus entrañas, cargas y babas de no ficción, de cosas y afanes de todos los días.

Ignoro si estas crónicas personales también fueron hechas bajo el conocido dictum acuñado por Juan Villoro: el periodismo es literatura bajo presión, pero lo cierto es que en ellas Mariana Enríquez, también autora, ya lo dije, de espléndidas novelas que logran sostener, incluso, lo editorialmente insostenible, encuentra un lugar distinguido en aquello que, me encanta citarlo, escribió el distinguidísimo Adolfo Bioy Casares a propósito del ensayo literario inglés y la literatura escrita, precisamente, bajo la presión de los jefes, de las inaplazables fechas de entrega a la redacción: “Hay obras que siguen un patético destino de infelicidad. Lo que un hombre trabajó con su más lúcido fervor se marchita, como calcinado por una secreta voluntad de morir, y lo que hizo como en un juego, o para cumplir con un compromiso, perdura, como si la creación despreocupada comunicara un hálito inmortal.”

A mi no me queda duda que en mil años todo Shakespeare quedará calcinado, y con su obra también la especie humana. Menos mal. Pero por lo pronto nada me impide disfrutar de la inmortalidad con la que me habla, a mí, aquello que Leila Guerrero ubicó en “el mundo privado” de Mariana Enriquez —que, irónicamente, es donde menos privada se muestra. Los vecinos, los reclamos por negarse a tener hijos que traer el mundo, las casas que habita, sus embrujos y presencias fantasmales, el asado dominical como representación de la nación entera, de los roles masculinos y femeninos, la ingestión de las entrañas como rito no menos representativo, la maldición y bendición de tener un trabajo que a uno le gusta, la autocompasión, la ansiedad, las adicciones en tiempo pasado y su sustitución por otras nuevas en tiempo presente, la educación sexual, o la carencia de ella, el aborto, la repelente corrección política…

Los temas, ya va siendo obvio, son inacabables, son los de la vida de la escritora, novelista, periodista, curiosa impenitente que parece haberlo leído, escuchado y consumido todo a fondo, o como diría el niño maldito eterno por excelencia, Monsieur Baudelaire: au fond de l’inconnu pour trouver du nouveau.

Todo, lo mismo para un ser racional que para un pelmazo creyente de las mil ramas del esoterismo, es un carajo enigma.

En el año 2011, que ya no está más a la vuelta de la esquina, sobre todo para quienes ya vamos siendo mayorcitos, Mariana escribió (revista El Guardián, Argentina), que comenzaba a pensar en el futuro, asunto de envergadura que suele llevar a conclusiones erróneas, a delirios financieros irrealizables o sencillamente a laberintos mentales de los cuales toma días salir, no se diga lograr salir más o menos bien de la cabeza:

Después de años de lado salvaje, ley de la calle y viajes al fin de la noche , acabé como una mujer madura que ha dejado los vicios, ya no fuma ni se droga, se emborracha con dos schops y para espanto de quienes me conocieron en años de correrías, he contraído matrimonio. La vida no solo es vulgar sino inexplicable.

Concurro, vaya que sí no: inexplicable y vulgar, la vida, y además añado: desquiciante hasta cuando parece todo lo contrario.

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