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El Pacto de la vergüenza: ¿el fin de ETA tras el hijo de la Bescansa?

 

Va pasando el tiempo y aunque ETA no se ha disuelto, ni ha entregado las armas, ni ha renunciado a (la gloria por) su pasado, corremos el riesgo de que las nuevas generaciones olviden su oscuro legado. Desgraciadamente, la sociedad al completo parece haber pasado ya página a juzgar por la nula trascendencia de dos vergonzosas noticias de ayer, a las que aludiremos en lo que sigue.

 

Si se ha de explicar qué es ETA, la cosa es bastante sencilla: con el documento “Principios”, de 1962, ETA vino al mundo proclamando “que el Pueblo Vasco tiene los mismos derechos que asisten a cualquier otro pueblo a su autogobierno y afirma que para la consecución de éste se deberán emplear los medios más adecuados que cada circunstancia dicte”. Estos medios -nos aclaran en su “Primer  Manifiesto Nacional”, de 1964- se sustancian como sigue: «el que no está con el Pueblo Vasco y su Resistencia, está en contra de aquél y de ésta (…). Son abertzales –patriotas– los que colaboran con la Resistencia Vasca, los que se oponen a ella o la boicotean, serán barridos”.

 

Para evitar confusiones a quienes se aproximen de buena fe, aclaremos que de sus 858 víctimas, más de 800 lo fueron en democracia (el único instrumento de autodeterminación que hemos logrado edificar): la media de 5,6 asesinatos por año durante el franquismo pasó a 25. Radicalizó su actividad tras la amnistía del 77 para obstaculizar el proceso democrático que prometía la Transición: hubo 302 asesinatos de 1976 al 81. Desde el 82 asesinó para evitar su consolidación. Y más adelante buscaron que el Estado claudicara y negociara con ellos la independencia del País Vasco y Navarra. Desde mediados de los años 90 se centraron en asesinar a políticos, jueces, periodistas, profesores de universidad, etc. Usando sus términos, “socializaron el sufrimiento” para forzar al Estado a darles la independencia y la libertad de los presos: “hasta ahora sólo hemos sufrido nosotros, pero están viendo que el sufrimiento comienza a repartirse”, afirmaba en Egin  (1995) José María Olarra. Al balance hay que añadir más de 80 secuestros (12 de ellos asesinados), 2.533 heridos indemnizados (no se computan los no indemnizados), 709 de ellos con gran invalidez, 9000 extorsionados (sólo en los 80), incontables daños psicológicos y, aunque estos datos están todavía por contrastar, se habla de 200.000 exiliados.

 

De resultas, debería avergonzarnos que nuestros poderes públicos no hayan hecho nada por lograr que estos delitos de lesa humanidad fueran, consecuentemente, calificados como delitos de lesa humanidad y, por tanto, imprescriptibles además de severamente sancionados. Es cierto que, desde hace sólo un año, y gracias a una pequeñísima parte de la sociedad civil que nunca se durmió, la Fiscalía llegó a plantearse que quizás sí podrían calificarse como lesa humanidad. Es lo que tiene cuando acompañas sistemáticamente cada asesinato con comunicados como éste: “Hemos considerado que Felipe Extremiana no tenía razón de continuar su vida en Euskadi Sur y, al haberse negado a abandonarlo, hemos procedido a su ejecución”. Y aquí otro fragmento de comunicado: “Sirva de aviso a todos aquéllos que, encontrándose en las circunstancias económicas del Sr. Garavilla se niegan a acceder a las justas peticiones de ETA”.

 

Y aquí es donde toca aludir ya a la noticia más vergonzosa de ayer (con permiso del niño de la Bescansa, quien no tuvo tiempo de dejarlo en la guardería del Congreso). Supimos que la Fiscalía acaba de firmar un “pacto de la vergüenza” con la cúpula de Batasuna: ha bastado (a quienes son acusados no sólo de integrarse en una banda terrorista, sino de dirigirla) con firmar un documento donde reconocen que su conducta «fue contraria a las leyes del Estado» y que «se comprometen a la renuncia de cualquier actividad relacionada con el uso de la violencia». La estrategia, aceptada incomprensiblemente por la Fiscalía, fue alegar “sumisión” a la banda, prácticamente presentándose como víctimas de una extorsión. Pero lo cierto es que en 2004 la propia ETA describía la “sumisión” del partido a ETA, allá por los años 80, del siguiente modo: tras aclarar que “la izquierda abertzale tiene dependencia político/estratégica hacia la organización”, afirmaba que “al final de la década de los 80 y principios de los 90 era [ETA y el partido] un binomio fundamental” (Udaberri Txostena). Probablemente el Tribunal Penal Internacional, que también está estudiando si los crímenes de ETA constituyen delitos de lesa humanidad gracias a una denuncia de Covite, nunca llegará a declarar la nulidad del pacto alcanzado por la fiscalía (que ha decidido obviar el alcance del “binomio fundamental” y adherirse a la tesis de la “sumisión”), que prácticamente consagra la impunidad de quienes, de acuerdo con su jurisprudencia, tienen más papeletas de ser juzgados en este tipo de crímenes con tantas raíces: los máximos dirigentes de la organización asesina. De tal modo que, de acuerdo con el principio “non bis in ídem”, ya nadie juzgará a la cúpula etarra por tales delitos. Pernando Barrena explica claramente la jugada tras su (para nosotros humillante) victoria: «este acuerdo tiene como objetivo que ninguno de los encausados ingrese en prisión. Este acuerdo se ha cumplido y nuestro deseo ahora es que contribuya al final de la aplicación de las legislaciones de excepción».

 

Lo que Barrena está anticipándonos cuando menciona el final de las legislaciones de excepción es, a todas luces, el final de la dispersión y, en general, de la política penitenciaria aplicada a los presos de ETA. Hemos de temer que este va a ser el siguiente paso. Pero para entrar mejor en este tema, sigamos con la exposición.

 

Decíamos que en 1995 ETA afirmaba que “hasta ahora sólo hemos sufrido nosotros”. Para quien cándidamente se pregunte cómo es esto posible, trataremos de explicarlo. En 1965, en su Cuarta Asamblea, ETA define las “Bases teóricas de la Guerra Revolucionaria”: “el proceso político-militar que tiene por meta la autodeterminación del Pueblo Vasco, haciendo evidente la calidad ocupante del sistema actual y que, con este fin, usa del mecanismo acción-represión-acción en espiral ascendente. (…) Supongamos una situación en la que una minoría organizada asesta golpes materiales y psicológicos a la organización del Estado haciendo que éste se vea obligado a responder y reprimir violentamente la agresión. Supongamos que la minoría organizada consigue eludir la represión y hacer que ésta caiga sobre las masas populares. Supongamos, finalmente, que dicha minoría consigue que en lugar de pánico surja la rebeldía en la población, de tal forma que ésta ayude y ampare a la minoría en contra del Estado por lo que el ciclo acción-represión está en condiciones de repetirse, cada vez con mayor intensidad”.

 

En román paladino: en primer lugar, ETA asesinará, usando medios terroristas, para doblegar un régimen democrático (esta estrategia se mantendrá hasta hace 5 años) al que aspiran a hacer ceder ante el sufrimiento (¡obvio!), el miedo y el ruido que se disponen a infundir entre la población; en segundo lugar, tras intentar ocultar a la sociedad el carácter vil y antidemocrático de su golpe (el sufrimiento que causan), se dispondrán a difundir la reacción del Estado, que calificarán de arbitraria y represiva, autoproclamándose sufrientes víctimas, tanto ellos como el Pueblo Vasco al que dicen defender; y, en tercer lugar, sólo les quedaría responder ante tamaña agresión, vendiendo su nuevo ataque terrorista como legítima defensa ante el Estado represor.

 

Se entienden ahora dos cosas. Primero, que cualquier negociación con ETA caía de lleno en su trampa (y así estaba previsto en sus documentos internos): la de representar un conflicto entre dos partes que habrían traspasado, ambas, líneas rojas (sin duda el Estado lo hizo momentáneamente con los GAL; mal que bien, juzgado y finiquitado con gran vergüenza y repudio social e institucional) y entre las cuales cabía un entendimiento. Un entendimiento que, habida cuenta de las exigencias de máximos de ETA (que siempre supo perfectamente inasumibles), quedaría inexorablemente roto, ay, por el mismísimo Estado represor. Nunca hemos sabido vacunarnos ante tan burda estrategia (que sigue siendo la más usada entre nuestros partidos políticos) porque no queremos entender que no sólo es cierto que dos no se pelean si uno no quiere, sino que tampoco se avienen si uno se empeña en evitarlo (lo sabe bien Pablo Iglesias cuando pide a Rajoy que dialogue con Puigdemont para, de esta forma, legitimar a quien no debería amparar ningún aliento social). En conclusión: no hay diálogo posible con quien, lejos de buscar un acuerdo, parte de no aceptar la democracia e incluso se dispone a “barrerte”, es decir, exterminarte (en Cataluña, por cierto, han optado, hasta hoy, por ocultar al disidente cuando no se avenía, voluntario, a nacionalizarse; ahora, atendiendo a Puigdemont, están por expulsar -“foragitzar”, a los que no comulguen con la causa). ¿Qué hay que dialogar?

 

Y, en segundo lugar, se entiende ahora cómo es posible que ETA afirmara en 1995 que “sólo hemos sufrido nosotros”. Sin duda era la forma de legitimarse socialmente, incidiendo en la reacción del Estado y ocultando que eran sus sanguinarias acciones, que buscaban acabar con el natural pluralismo de toda sociedad moderna (del que la democracia viene a hacerse cargo, con intención de canalizar el disenso hacia acuerdos nunca excluyentes y tenidos procedimentalmente por justos), las que invocaban al monopolio legítimo de la violencia para sofocar la amenaza totalitaria que ellos (y los proyectos políticos étnicos, excluyentes e insolidarios que representaban) suponían para la democracia española. ¿Pero cómo se sustancia ese “nosotros” que sufría? Aquí queríamos llegar, a la carne de presidio.

 

Durante la última década larga de vida activa de ETA, conforme el Estado democrático se apuntalaba y las opciones de éxito de la empresa etarra se recrudecían (paulatinamente más asfixiada por la colaboración policial francesa), el símbolo de la lucha fue, cada vez de forma más evidente, el colectivo de presos. El preso etarra es la encarnación del ataque del Estado al Pueblo vasco: por eso, lo que en realidad es un criminal político preso será denominado por ellos “preso político”. Si sus presos fueran concebidos como “presos políticos” (como lo que convencionalmente se conoce como tal), su lucha sería legítima y el Estado, una dictadura. Cada cartel con la cara de un preso, y cada pasquín reclamando el fin de la dispersión, no viene a decirnos sino que aquellos asesinos sostuvieron una lucha legítima… Y, por tanto, que ya basta de hacerlos sufrir. Con este trasfondo, está muy lejos de defender los derechos fundamentales quien apela (nunca se sabe si cándidamente) al “fin de las políticas de excepción”.

 

La dispersión de los etarras en distintas cárceles de España y Francia no es una “deportación”, ni obedece a “venganza” alguna: fue y es un instrumento penitenciario introducido en 1989 para separar a los presos que se habían hecho con el gobierno de las prisiones vascas y que, juntos, eran más controlables por la banda. Con ella se atenuó el control de la banda sobre los presos: entre 1989 y 1990 fueron 120 los presos que se atrevieron a distanciarse de la banda y que lograron acogerse a los beneficios penitenciarios.

 

Qué duda cabe de que la dispersión atacaba las bases de legitimación de ETA al tratar de quebrar su control sobre el más valioso de sus símbolos; y mostraba además a las claras lo poco que le importaban quienes seguían sirviéndole para legitimarse ante la sociedad. [Un inciso: sin duda, también ayudó mucho acabar con el chiringuito que la UPV-EHU había preparado para ellos. A base de extorsión y sin prácticamente presentarse a los exámenes, presos etarras que, por su condición, no podían asistir a clase (para lo que existía la UNED), cursaban con nota una, dos y hasta tres carreras (hubo incluso quien aprobó la oposición a profesor desde la cárcel); luego, cuando salían de prisión, no sólo eran recibidos con homenajes (como ahora), sino que no tardaban nada en obtener empleos, públicos y privados, prestigiosos y bien remunerados. Vaya, que salía a cuenta volar alguna cabeza.]

 

Fueron estas medidas, tomadas con excesivo retraso (que podríamos achacar a los complejos por el pasado franquista de España; una carta que ha servido al nacionalismo periférico para reproducir moldes franquistas en sus cortijos, con el beneplácito de una izquierda autoproclamada cínicamente antifranquista –siempre tras la muerte de Franco-), las que hicieron mella en la moral de los presos obedientes.

 

En 2011, tras el fracaso de unas vergonzosas negociaciones (enlacen, dentro, las actas si tienen curiosidad) que nunca trascendieron lo suficiente, el Gobierno del PSOE, consciente del poder de la dispersión, promovió una política penitenciaria (‘Vía Nanclares’) que facilitaba la reinserción a quienes se alejaran de la banda, renegaran del colectivo de presos dirigido por ETA, renunciaran públicamente a ETA y al uso de la violencia, pidieran perdón a las víctimas, hicieran frente a su responsabilidad civil y colaboraran con la Justicia en los 314 casos que todavía quedan sin resolver.

 

Los requisitos para la libertad condicional, según nuestro Código Penal, son haber adquirido el “tercer grado”, haber cumplido ¾ partes de la condena y haber mostrado buena conducta y un pronóstico favorable para la reinserción social. “Se entenderá que hay pronóstico de reinserción social cuando el penado muestre signos inequívocos de haber abandonado los fines de la actividad terrorista” y “haya colaborado activamente con las autoridades para la identificación, captura y procesamiento de responsables de delitos terroristas”. Esta voluntad podrá acreditarse, según el artículo 90 CP “mediante una declaración expresa de repudio de sus actividades delictivas y de abandono de la violencia y una petición expresa de perdón a las víctimas de su delito, así como por los informes técnicos que acrediten que el preso está realmente desvinculado de la organización terrorista y del entorno y actividades de asociaciones y colectivos ilegales que la rodean”. “No se entenderá cumplida la circunstancia anterior si el penado no hubiese satisfecho la responsabilidad civil derivada del delito”. Esto llevó a concentrar en la cárcel de Nanclares de Oca a todos los disidentes de ETA que se escapan de la disciplina de la banda. (En la práctica se está incumpliendo la ley, acercando no solo a quienes apenas cumplen con su responsabilidad civil, sino principalmente, dejando de exigir la colaboración con la justicia; pero quede esto para otro momento).

 

En suma, la política penitenciaria busca garantizar tanto la reinserción de presos que viven sometidos al control de la banda, como la disuasión y la prevención. Pero seguirá siendo posible cumplir una condena objetiva (con exquisita seguridad jurídica) sin romper con la disciplina de la banda y, por tanto, a nuestro juicio, sin haber sido reinsertado. Evidentemente, el Estado buscaba con medidas concretas (que no eran derecho de excepción) minar desde dentro a una organización terrorista, favoreciendo escisiones que contribuyeran a la deslegitimación (primero interna y luego externa, la de toda la sociedad) de la banda. Buscaba debilitar a la banda tanto como reorientar las ideas asesinas de los terroristas; y sin pretenderlo, también nos ha mostrado hasta qué punto la banda tiene control sobre los presos y hasta qué punto pueden algunos fanáticos negarse a cumplir los simples requisitos legales para anteponer la construcción étnica de Euskadi (objetivo etarra) a su propia libertad y, por supuesto, a la libertad de todos (democracia). Pero resulta evidente que esta política penitenciaria no gusta a determinados sectores.

 

Huelga decir que no gustó nunca al “mundo de ETA”. Con esta expresión, lejos de estar diciendo que “todo es ETA”, lo que se dice es que existen (y está probado en cada caso) un gran número de organismos que, alrededor de la banda, han servido para infiltrarse en sindicatos (LAB), para financiarse (como las Herriko Tabernas) o, para lo que aquí nos interesa, controlar a los presos (EPPK, Etxerat, Gestoras-Herrira). Lo aclara, por cierto, el propio colectivo de presos (EPPK): «“nunca ha sido cometido del EPPK tener una posición propia sobre la situación política o la línea política general”. (…) En esas cuestiones le da la confianza a la izquierda abertzale; también cuando en esas iniciativas políticas va intrínseco el tema de los presos» (Comunicado EPPK, de junio de 2014. En Vasco Press 1698, p. 14).  Es decir, sólo de un tiempo a esta parte se hace patente que Sortu ganó la pugna: será, sólo desde hace un año, la organización Xare, impulsada por el exconsejero del Gobierno Vasco, Joseba Azkarraga, la organización que le sirva para controlar al colectivo de presos. Miren, además del máximo representante de Xare, quiénes se encuentran tras la marcha organizada hace unos días en Bilbao a favor de los presos: por cierto, también andaba por ahí Gemma Zabaleta, consejera en el Gobierno del lehendakari Patxi López, que calificó de «inaceptable» la «política penitenciaria actual». De hecho, no creo que sea descabellado asociar el nombramiento de Patxi López con lo que está viniendo y con lo que se intuye que llegará pronto.

 

Es evidente que la política penitenciaria actual no gusta a los presos organizados en torno al EPPK (quizás sí a los que se han alejado de la banda), pues, para lavar su imagen y lograr que su lucha no haya sido en vano, siempre han tratado de dignificar la lucha de ETA, sin contradecir jamás los dictados de quienes disponían de ellos a su antojo. Resulta ilustrativo que el EPPK conviniera en 2012 en enviar individualizada pero masivamente unas cartas-tipo (con muy acotados aportes individuales) para, sin renunciar en absoluto a su historia como miembros de ETA, pedir/exigir su acercamiento a prisiones del País Vasco. Dejarían luego su futuro penitenciario al albur de la “voluntad política y correlación de fuerzas” que se forjara en el futuro (podemos leer esto en relación con esto otro: “los que hoy son  considerados terroristas, puede que mañana no lo sean. Depende de quién gane la batalla política”, Pernando Barrena, 2007). Sin embargo, pese a que unas pocas cartas se llegaron a enviar, esa estrategia se frenó en seco en el último momento, por dictado de la dirección de ETA (Vasco Press  nº 1698). La nueva estrategia se desveló el 28 de diciembre de 2013, mediante un comunicado del EPPK en el que éstos aseguraron que podían “aceptar que nuestro proceso de vuelta a casa –nuestra excarcelación y de manera prioritaria nuestro traslado a Euskal Herria‒, se efectuasen utilizando cauces legales, aun cuando ello para nosotros, implícitamente conlleve la aceptación de nuestra condena”. Y, al parecer, por eso pretenden mostrar una “voluntad para analizar la responsabilidad de cada uno de nosotros, dentro de un proceso acordado que reúna las condiciones y garantías suficientes”.

 

Como escribía Ángeles Escrivá (El Mundo, 31/12/2013), “la vía Nanclares exige soluciones individualizadas, y el comunicado de los presos de la banda es en sí mismo la cuadratura del círculo: los etarras deciden de forma consensuada que asumirán responsabilidades individuales cuyo alcance –a menos que se demuestre lo contrario– será pactado colectivamente.”

 

No aporta mucho, además de ser repetitivo, afirmar que tampoco gusta la política penitenciaria a Sortu, quienes siempre han querido lograr una última batalla simbólica: la disolución de ETA a cambio de presos (reagrupación, tercer grado, reducción de condenas). Podría parecer absurdo que el Estado cayera tan bajo… pero ellos saben que, para su fortuna y desgracia de nuestra democracia, hay muchos partidos deseosos de marcarse, a toda costa, el tanto del fin formal de ETA. Siendo así, con que quede libre un etarra con una pistola, algo tendrán que ganar. Y así no sólo se convertiría a Sortu en interlocutora válida sino que se ofrecería a ETA la opción de salvar la “honra” ante los suyos. Su historia volvería a cobrar un sentido en el marco del “conflicto”. Truenan las palabras de sus dirigentes: “lo que hay que combatir es que tengamos que reconocer que nuestra trayectoria ha sido una enorme equivocación, que ellos tenían razón y que nos integramos en el juego democrático que rechazamos hace 35 años”, Asier Arraiz, 2013.

 

A nadie debería sorprender que la política penitenciaria tampoco guste al PNV, para quienes, ya se sabe, los de Batasuna son algo así como ese hijo que sale torcido (una metáfora que cobra literalidad en innumerables casos). Así, según papeles fechados el 13 de marzo de 2013 e incautados a Arantza Zulueta, abogada de ETA presa desde el 13 de enero de 2014, Urkullu presentó un plan escalonado de excarcelaciones de presos de ETA que incluía la salida de todos ellos sin necesidad de que cumplieran íntegramente sus condenas. La tesis del actual lehendakari es que, desaparecida ETA (lo cual es mentira mientras no se disuelva formalmente), “un cambio en la política penitenciaria está plenamente justificado en la realidad del nuevo contexto social”; y, puesto que la ley es “interpretable”, buscará que los reclusos que están condenados por el antiguo CP vean facilidades de aplicación de progresiones de grado y beneficios penitenciarios.

 

Y, finalmente, sabemos también que la política penitenciaria en materia de terrorismo tampoco gusta a Podemos. En este documento, colgado en su web y titulado “Sistema penal y construcción de la paz en Euskadi tras el fin del terrorismo: la postura de Podemos desde la defensa radical de los derechos humanos”, el partido afirma que ETA fue “responsable” de sus acciones, “quizás -al menos en su origen- comprensible”. Nótese que dicen “responsable” y no “culpable”, para describir una causalidad (dispararon el gatillo, sí) que se contrapone a la “inevitabilidad” (la información relevante es que nadie disparó por ellos…). Por lo demás, acerca de lo “comprensible” (se entiende que se refiere al contexto franquista), juzguen ustedes en función de lo escrito en su Manifiesto de 1964 si eran razonables los móviles políticos de ETA: barrer a los no abertzales.

 

Podría parecer que se desmarcan de la justificación de la violencia etarra tras haber entrado en democracia; pero sólo es un espejismo puesto que no dudan en adoptar a continuación una postura equidistante, culpando a las “instituciones del Estado” de haber “cometido directa o indirectamente vulneraciones -asesinatos, torturas, detenciones, etc- de derechos humanos en el ámbito policial y también judicial y penitenciario” [por supuesto, aparcado el GAL y, como mucho, una indigna falta de investigación de denuncias de torturas (sistemáticamente promovidas como directriz; y casi siempre desmontadas –ver p. 46, aunque todo el documento es interesante-), no aportan ninguna prueba]: “los autores de todas las violencias ejercidas -más allá de su equivalencia- son responsables del daño injusto causado y de las vulneraciones de derechos humanos cometidas”. Ya se sabe, al denunciar al Estado, baja automáticamente la culpa de los etarras; equivalente, en el mejor de los casos, a la culpa del Estado. Pero no se crean que su equidistancia encuentra el punto de equilibrio: ellos, como Aristóteles, saben que el justo término medio puede acercarse más a uno de los vicios que se hallan en los extremos. Así, en su exposición empiezan denunciando (sin nombrarlo) un supuesto “derecho penal de autor” en relación con los delitos de terrorismo y con la política penitenciaria que se les aplica; la clave para vencer legítimamente a ETA, desde auténticas premisas democráticas (que ellos representan, ya saben), sería, por tanto, acabar con una política penitenciaria de “excepción” (como las nombra también Barrena); y nos recuerdan que los derechos fundamentales deben ser “respetados y salvaguardados específica e individualmente, sin que puedan ser objeto de prestaciones y contraprestaciones que supediten su defensa a las circunstancias del momento”. Omiten, claro, que la pertenencia a una organización terrorista es un delito y que el terrorismo agrava con mucho el asesinato, puesto que la misma acción busca no sólo acabar con la vida dela víctima, sino amedrentar a toda una población para que claudique (para que inste al poder político a claudicar) e imponer así su orden, por encima del estado de derecho y, por tanto, de los procedimientos democráticos. Omiten que son los etarras que siguen militando bajo la disciplina de la banda quienes, al no tomar distancia, renuncian de facto a los beneficios penitenciarios; pero no por rasgos suyos determinantes (ser hombres, vascos, etc.) ni tan siquiera por sus ideas políticas (nacionalistas, independentistas) sino, simplemente, porque siguen coordinados bajo la disciplina de la banda y, por ende, renuncian de facto a la vía individual para su aplicación. Esto es lo que la política penitenciaria trata de romper, con razones sobradas y experiencia demostrada.

 

A continuación, la ponencia de Podemos pasa a hablar de “la memoria” que deba fraguarse en el País Vasco; pero lo hace desde sus equidistantes cimientos recién asentados. No se trata para ellos de restaurar la inseparable dupla democracia-estado de derecho, supremo bien jurídico (condición de posibilidad del resto de derechos) que ETA buscó llevarse por delante; no se trata de advertir a los ciudadanos del peligro de ideas excluyentes que pretenden que la voluntad de unos pocos confeccione un proyecto político que aplaste los derechos individuales de los conciudadanos; de lo que se trata, para Podemos, es de “propiciar que el relato de la víctima, interactuando con la confesión del victimario, contribuyan a configurar la memoria como derecho de la sociedad, haciendo aflorar la verdad como acto político para la reconstrucción de la comunidad”. Este engendro, conocido en el círculo abertzale como “justicia restaurativa”, busca la impunidad del asesino y propugna que la sociedad olvide el pasado para no hurgar en la herida. Lo hunde todo en un mar de lágrimas, relativismo moral, y falta de categorías jurídicas y políticas que nos impide distinguir entre justo e injusto.

 

Pasa luego la ponencia a pedir abiertamente que los presos “cumplan su condena en cárceles próximas a sus lugares de origen”, afirmando de forma execrable, falsa ¡y contradictoria!, que la dispersión “no ha contribuido significativamente (sic) a erosionar la disciplina del grupo, llegando incluso a reforzarla (sic), el acercamiento a Euskadi, y su concentración en determinados lugares, puede favorecer un debate y una interlocución”. Y, tras abogar por la fragmentación de la unidad del poder judicial (reclamando competencias para Euskadi), reclama que la “clasificación penitenciaria se rija por el pronóstico individualizado de sus posibilidades de llevar una vida en libertad sin delinquir”. Pero esto es precisamente lo que no quieren asumir ni ETA, ni Batasuna, ni el EPPK mientras no ganen la última batalla: que el Estado acepte ofrecer beneficios al conjunto de los presos para que ETA acepte dejar las armas. Quienes han querido optar individualmente a los beneficios ya lo han hecho, de acuerdo con un reglamento laxamente interpretado.

 

Y entonces llega la cita culmen (de cinismo) de todo su texto: “aunque su tratamiento haya de ser específico y deba enfocarse desde una perspectiva eminentemente práctica, cabe hacer una mención a la propia disolución de ETA en relación con la superación de la excepcionalidad en el tratamiento penal y penitenciario de sus presos”. Es decir, sólo después de reclamar un cambio en la política penitenciaria, aluden (“aunque el tratamiento haya de ser específico”, o sea, al margen de la política penitenciaria que reclaman) a la disolución de ETA. Relacionan una cosa con la otra, pero con un tratamiento específico. En lugar de exigir un final incondicional de ETA, facilitan que su final llegue después de su última victoria: ETA se podrá disolver una vez que sus presos reciban, como colectivo (pero disimulando la fórmula individual, para impostar altura democrática) un trato de favor.

 

Dicho lo cual, y a pesar de lo fiel que ha sido históricamente el voto a Herri Batasuna, no debería sorprendernos que en las legislativas del 20-D Bildu perdiera 100.000 votos respecto de las últimas elecciones. Se han barajado varias hipótesis. Entre quienes creen que los votos se han ido a la abstención, los hay que afirman que una importante masa de votantes de Bildu apoya ahora a escisiones abertzales, como el IBIL, que abogan por continuar con la violencia y no respetan la sumisión de Bildu a las instituciones. Entre quienes piensan que ese voto fiel ha cambiado hoy de partido, están los que afirman que los ciudadanos vascos han escarmentado por el mal gobierno de Bildu; que Podemos tiene más y mejores políticas sociales y han conquistado a ese votante; o que sólo el 14% de la sociedad vasca apoyaría la independencia y, por tanto, se sienten más cercanos del “derecho a decidir” que de la aventura directamente secesionista (lo cual no explica que ni siquiera el PNV haya abandonado hoy su programa secesionista, parapetados por una agenda que sólo mira hacia Cataluña).

 

Pero creo que quien más acierta es quien simplemente trae a colación la guerra civil intestina que los presos iniciaron hace unos meses. Los ortodoxos líderes del EPPK, los fanáticos fieles a la banda que son la pareja Antza-Anboto, afirmaban en El Correo (02/07/2015) que “exigir nuestro arrepentimiento y perdón como peaje para nuestra libertad va en contra de una solución verdadera”. Para ellos la política penitenciaria supone “dar la espalda a la lucha”, “arrepentirse” y “delatar”, lo cual –dicen- son cuestiones que nadie puede reclamarles ya que cualquier demanda a los presos debe evitar que “los que estemos cautivos seamos humillados”.  Por el contrario, exigen que los presos tengan un “papel activo en la solución”, como en Irlanda (donde hubo asesinos por los dos lados) o Sudáfrica (cuyas Comisiones de la verdad son recordadas con vergüenza por quien se toma en serio la justicia transicional –que no restaurativa-: Lefranc, Sandrine. «Pleurer ensemble restaure-t-il le lien social? Les commissions de verité, «tribunaux des larmes» de l’après-conflit», en La justice pénale internationale, de Raphaëlle Nollez-Goldbach y Julie Saada, 199-226. Paris: A. Pedone, 2014, pp. 214-216).

 

Frente a esta ortodoxia, a mediados de mayo del año pasado, Fílipe Bidart, ex líder de Iparretarrak y Jon Turrebaso, suscribieron un escrito (firmado ya por cien presos) en el que criticaban la línea oficial de Sortu y pedían a la sociedad luchar por la amnistía. Y, en realidad, desde finales de 2014 muchos presos de ETA proponían votar a Podemos en las generales.

 

Si vinculamos esto con las propuesta de Podemos sobre el fin de ETA y política penitenciaria, se explica muy fácil que 100.000 votos de Bildu se hayan movido, pragmáticamente, a Podemos. Resulta irónico que gran parte de quienes mataron (o aplaudieron a quienes mataron) en nombre del Pueblo vasco hoy hayan votado a un partido que defiende el “derecho a decidir” pero que –dice- apostaría por un no a la independencia. No es mucho, es verdad, en tanto que el derecho a decidir ya es conceder la mayor (ser sujeto político, al margen del demos constituido por el único sujeto constituyente reconocido desde 1812) pero sí es un cambio cualitativo. Irónico pero absolutamente lógico. Podemos no oculta que acabaría aboliendo la política penitenciaria al margen de que ETA se disuelva; y entonces ETA podría disolverse habiendo ganado su última batalla, que no es menor en los tiempos que corren: los de un patriotismo constitucional amenazado por los populismos y nacionalismos de toda laya.

 

No es difícil anticipar que si el EPPK advirtiese nítidamente que jamás un gobierno español claudicará en este punto, serían ellos mismos (junto con el inseparable Etxerat, asociación de familiares de presos financiados hasta el año pasado por el Gobierno vasco), quienes se enfrentarían a ETA: o bien exigiéndoles su disolución incondicional (que es lo que esperamos todos) o bien dejando de una vez por todas la disciplina de una banda que se sirve de su miserable “sacrificio” para legitimar su pasado.

 

 Desgraciadamente, me da la impresión de que todo lo dicho hasta aquí cae en saco roto, pues la segunda noticia más vergonzosa de ayer (lo del hijo de la Bescansa pasa a otro plano, lo siento) me hace temer que todo el pescado está vendido. Dijo ayer Rufino Etxeberria, histórico dirigente de Batasuna, que «la vuelta» a casa de los presos no va a ser parte de un acuerdo alcanzado en una negociación y no obvia los obstáculos jurídicos, pero recuerda al EPPK que «es tiempo de actuar con audacia, y el colectivo de presos vascos debería dar el paso de actuar con audacia también en el ámbito jurídico. Evidentemente, la decisión le corresponde al colectivo de presos vascos».

 

Etxeberria citó uno de los anuncios más relevantes del EPPK durante esta legislatura, producido el 28 de diciembre de 2013 en el que, por primera vez, los presos etarras abrían la puerta a aceptar la legislación penitenciaria a cambio de beneficios y reconocían el «sufrimiento y daño multilateral generados». No obstante, lo que les exige la Ley para acceder a beneficios es romper con la banda, pedir perdón y colaborar con la Justicia. El EPPK no pasó del anuncio a los hechos.

 

 

Puesto que, por más que lo diga Etxeberría, ya se ha dicho que el EPPK no ha tenido nunca independencia de la banda (ni tomó por su cuenta la iniciativa del 28 de diciembre de 2013, sino a instancias de la banda), no tiene sentido que ahora les reprochen no haber avanzado con los nuevos tiempos. Cabe sospechar, claro está, que ya han gastado todas sus balas negociadoras (el final formal de la banda, no se me ocurre otra) precisamente el día en que la Fiscalía firma el pacto de la vergüenza para que la cúpula de Batasuna evite la cárcel. Se diría que «los de fuera» han salvado su culo (ante una posible sentencia del TPI que pudiera calificar los crímenes de ETA como de lesa humanidad) a costa de «los de dentro»… Si esto se confirmara, los presos, traicionados pero liberados, podrían por fin (ya sin ETA de por medio) acceder individualmente a los beneficios penitenciarios y ser acercados a las cárceles del País Vasco.

 

Podemos dejaría de incordiar con este tema. Esa podría ser la clave… dejar a los populistas sin sus cartas para ir sofocando su voz hasta reducirla a la ridícula política gestera del hijo de la Bescansa. Cuyos réditos no son nada menospreciables. Y, para ello, de nuevo, los partidos nacionales habrían competido con los peores desmanes de quienes machacan a cada paso nuestra democracia. Siendo más papistas que el Papa, son ellos quienes han hecho de España un reino de taifas, no nos confundamos. Sin embargo, si me equivoco y no hay nada turbio tras el Pacto de la vergüenza promovido por la Fiscalía y tras el inconsecuente anuncio de Etxeberría (ambos a la vez; y ambos un día en que iba a pasar desapercibido), sólo me quedará añadir una cosa: espero que no crucen la línea. Primero disolución; luego reagrupación. En ese orden.

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