“Nombrar, no, nada es nombrable, decir, no, nada es decible, entonces qué, no sé, no tenía que haber empezado.”
Beckett
“La mano es ya la acción humana entera, y es su único medio para manifestarse. De ahí la quiromancia.”
Walter Benjamin
Walter Benjamin pensaba que era del olvido de donde manaba la inspiración en los relatos kafkianos. “El olvido –dijo del escritor checo- es el recipiente del cual surge a la luz el inagotable mundo intermedio de las historias de Kafka”. Tal vez pueda decirse lo mismo de las obras de Concha Martínez Barreto, singularmente de la serie de Los nombres (2014-2015. Grafito/papel. Políptico:12 dibujos, 86 x 118 cm c/u.)
Del olvido como una corriente que nos empuja fuera de la historia, incluso de la nuestra, la más personal e íntima: eso que Unamuno llamó la intrahistoria. Se trata de una potencia que nos aloja en una profundidad para la que ya no hay signos, ni nombres. O, de haberlos, son signos ciegos, nombres que ya no son decibles. Tiene que ver, naturalmente, con la idea de la desaparición, el adelgazamiento personal que nos va arrojando y borrando paulatinamente en ese lugar donde no hay recuerdos, memoria, identidad. Pero ese lugar –concluiremos- es también la condición de posibilidad de la obra misma. Por eso diríamos que los dibujos de Concha Martínez Barreto, un tanto angustiosos –como todo trabajo del duelo-, custodian un secreto. Un secreto que es en verdad una potencia: el secreto de lo olvidado.
El punto desde el que hablan estos dibujos es, como el de Kafka de nuevo, el del hijo. El niño que aún -y peor: ya- no puede nombrar. Sujeto escindido de un habla común o compartida. Por eso aparecen las casillas en blanco cegador de ausencia, allí donde tendrían que estar los nombres propios, y esa línea como de hilo rojo dramático que conduce a la pérdida, el laberinto insoluble entre la imagen y el significado. Infans qui non farer.
Infante, como sabemos, era en Roma aquel que no es hombre, aquel que todavía no puede hablar en su propio nombre. Ni, por tanto, mucho menos, en nombre de otros. Por eso quizás esta mano sin habla y sin memoria, mano de hija perdida para siempre, o de huérfana eterna, dibuja. Expulsada de la memoria familiar, recubre y recorre con su trazo tembloroso y manual una historia que, justamente, se des-dibuja: se borra; y a la que ella, en fin, no ha podido llegar. O llega en la forma póstuma y postrera de quien recibe un expolio ininteligible: inapropiable; la heredera de un conocimiento vedado –y velado- para ella. Por mucho que ese conocimiento sea el propio –el más propio-, el de sus propios; la propiedad a la que ella pertenece y de la que ha salido, la que la identifica. A ella, la por siempre preterida, la encarnación de un desajuste –incluso una doblez- fundamental: vital. Es algo ciertamente kafkiano, desde luego.
Entonces, ahora ya todo se muestra con una cierta sensación de abandono o de expulsión –tal vez de culpa- de quien siente que acaso se ha vuelto propio impropiamente. Al carecer de las propiedades que, efectivamente, lo han hecho uno, propio, identificable en una específica comunidad y continuidad a la que ella en último grado pertenece y ahora –¡doblemente!- representa. Esta sensación de solitaria orfandad se torna aún más aguda e hiriente cuanto en las imágenes utilizadas por la artista emerge indudable el sentido de grupo: la existencia feliz – y hasta redoblada en autoconciencia lúdica, cordial: teatral, representativa -de una familia, de un clan, de un grupo unido intensamente por lazos rojos: sanguíneos; por intimidades efectivamente particulares, radicalmente íntimas, específicas, propias –como, por otro lado, sucede con todos los grupos… aunque en éste apreciamos un grado evidente de complicidad, de juego de afectos, de gusto por la bizarrerie y hasta un marcado sentido del gesto, del gesto… para la posteridad.
Benjamin, como sabemos, pensaba también que el retrato estaba en el centro de la fotografía desde sus mismos orígenes, en su calidad de servir como función de culto al recuerdo de los seres queridos lejanos o difuntos. En la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella por última vez el aura, escribió. ¿No será precisamente su condición de olvido lo que concede un aura, por decir así, redoblada a estas imágenes? ¿No estará el punto de dolor –el punctum de Barthes- agudizado aquí por el estilete mismo de una desmemoria íntima, personal: acusatoria, que desde ellas habla?
Doblemente muertos diríamos que están todos los protagonistas de estas fotografías dibujadas. Muertos en vida y en la memoria. En estas imágenes la oposición entre lo propio y lo figurado, sin perder aquí todo su valor, choca en verdad con un límite, que es el de la frontera misma en que ambos territorios se anudan problemáticamente: el trazo de una mano, el dibujo. Por eso ella, la mano que traza estos dibujos, habla en nombre de otra cosa, de otro afecto que el particular. Habla en nombre de los muertos y de los fotografiados –que acaso aquí sean lo mismo-. Porque ellos tampoco pueden hablan en su nombre. Habla sin poder hablar en propiedad, con propiedad: propiamente. Porque nada aquí, en fin, al fin, es decible. Nada es acaso nombrable, pero se trata de (re)empezar. Re-tomar: re-dibujar. Quizás tan sólo se trata de eso. Tan sólo se pueda eso.
El dibujo –la copia a mano pormenorizada y amante de esas imágenes- resulta entonces –esto también lo vio Benjamin- una forma –una tentativa, más bien- de compensación. El pago del amnésico. Una restitución corporal y sentimental de lo que es exterior a nosotros. Porque el dibujo se hace con el cuerpo y, a la vez, hace un cuerpo. Un cuerpo con el signo y el sentido que allí estaba depositado. La mano que dibuja, como quien sigue con sus dedos las líneas o los desvíos de un mapa, como la mano de un ciego palpando un rostro, para entenderlo. Porque quiere comprenderlo, hacerlo suyo. El pintor –señaló una vez más Benjamin- “no es un hombre que vea de forma más naturalista, poética o extática que las otras personas, sino que él es un hombre que ve bien con la mano donde el ojo fracasa” (Programa de un teatro infantil proletario). He ahí la importancia suprema –difícilmente exagerable- de la mano.
¿No tratará de hacer quiromancia –quiromancia a la inversa- Concha Martínez Barreto?
Esto es: un acto de anamnesis. Adivinar con su mano el pasado que ha de retornar como un futuro prometido al que siempre, aun sin saberlo, se perteneció.
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