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El palabral

Mucho había escuchado acerca de aquel árbol viejito en el que floreció la primera pareja de antónimos. De él se decía que sus raíces llegaban a una cueva con cristales de colores y que sus hojas charlaban con la Luna sobre espejos, espejismos y cosas así.

 

Para que no se olvidaran las coplas, según tengo entendido, un mamífero pequeño, algún pariente o un traductor de los de antes, trazó una serie de líneas y les dio nombre a medida que el árbol crecía.

 

El primer nivel que se conoció fue el fónico. Yo diría que se encontraba en las raíces, pero hay quienes afirman que este árbol crece de arriba a abajo. No me atrevo a descartar esa posibilidad. El nivel fónico era un lugar con olor a tiempo. La fonética quedó para los hombres y mujeres que bendecían su sangre y que escuchaban los latidos de la tierra y otros sonidos verdaderos. Para aquellos que, aunque olvidaran su sentido, siempre recordaban las canciones. Se dice que algunos de sus descendientes continúan entre nosotros.

 

La palabra respiró cuando el árbol surgió de la tierra, hipótesis tan demostrable como la que afirma que cayó del cielo. Los hombres y mujeres se hicieron personas y recuperaron trágicamente el sentido. Hicieron crecer el tronco en una forma pura, o morfológicamente, se deduce que colocando unos sobre otros los viejos fonemas.

 

Poco después, las palabras eran ya tan grandes que no cabían en la boca. Fue entonces cuando en lo más alto del tronco, que ya había alcanzado cierta altura, se escuchó la amenaza del viento, que hasta el momento había pasado desapercibido. El enfrentamiento fue inevitable y en poco tiempo había surgido del tronco un gran número de ramas con las que defenderse del viento, cada una de las cuales apoyadas en la anterior y al revés.

 

Para que la comprensión entre personas volviese a ser posible, hicieron falta varias generaciones. Las palabras habían quedado tan lejos unas de otras, que cuando se recorría un camino, al llegar a la rama final, ya no se recordaba donde quedaba el tronco. Para solucionar esto, se propusieron interesantes tácticas como los cambios de orden, destacando el de comenzar el camino por la rama o el de recorrerlo de espaldas, entre otros. Incluso la idea de arrancar el árbol de raíz fue varias veces reivindicada. Cuando el viento amainó, apareció un nido entre las ramas y se reflexionó seriamente sobre la posibilidad de que éstas tuvieran una función.

 

El recuerdo de los remotos deseos de llegar arriba hizo que se olvidara el miedo a las alturas. Se decidió que la función de las ramas se llamaría sin-táctica. Posteriormente se aprobó la solución de la concordancia. Esto era el empleo de un sistema de cuerdas que ataban unas ramas a otras. En función de las ramas a unir había que emplear uno u otro tipo de concordancia, cuerdas de unos u otros colores. Queda a juicio del lector la eficacia de este sistema en materia de comprensión.

 

El olor a tiempo ya se hacía abrumador cuando ciertos añadidos comenzaron a desarrollarse sobre las ramas en dos fases, que se llamaron la floral y la frutal. Esto supuso una enorme alegría para aquellos que todavía esperaban una prueba de la función de las ramas, los que habían considerado que el nido había sido obra del viento. También una justa compensación para los más viejos, que habían llegado a la conclusión hacía ya tiempo de que, dado que las ramas eran cada vez más finas y las palabras más cortas, alguien debía de estar robando los fonemas. Años después se retomó esta cuestión sobre la que todavía hoy se sigue debatiendo.

 

En un primer momento, las flores en ramos y los frutos en cestas, se agruparon según su aroma, peso, color, etc, además de según la rama de la que hubiesen brotado. El proceso de clasificación se vio interrumpido por una espectacular escasez de frutos compensada por la abundancia de flores. Cuando los ramos ya no podían sujetarse entre las manos, dejaron de recogerse las flores, regresando milagrosamente los frutos tiempo después. Como se hizo obvio que flores y frutos estaban estrechamente relacionados, se acordó recoger siempre la mitad del número de flores que brotasen para recoger posteriormente todos los frutos que diese el árbol. Esta práctica dio lugar a nuevos sistemas de orden como el recuento periódico, retomado posteriormente como la tabla periódica y el orden alfabético, en uso hasta hoy.

 

Los que habitaban la sintáctica, pretendían que flores y frutos les pertenecían dado que habían brotado de las ramas. Los ocupados en las cosechas, negaban que flores y frutos fueran hijos de las ramas ya que, como era evidente, carecían de función. Afirmaban que como se echaban poco a poco a perder, debían de ser hijos del tiempo, y dado que allá arriba el olor a tiempo era más intenso que en ningún otro sitio, los cestos y los ramos no se moverían de la copa.

 

Poco tiempo después, alguien, en el último verso anónimo, metió el dedo en uno de los frutos para sacar triunfante un bulto negro al que llamaron semilla. De la semilla surgió la semántica y de la semántica, esas numerosas polémicas próximas a la leyenda.

 

La copla se puede consultar por el camino en cada uno de los árboles, en el sonido de las hojas al contacto con el viento, en la altura del tronco, en cada sujeto según diversas circunstancias, en las flores que susurran en las orejas y en el fruto que alguien ha comido desechando la semilla.  

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