La poesía se descarna los puños contra el búnker del miedo, corre por los campos minados del odio y se abalanza sobre las llamas de la desesperación porque conoce que su triunfo no es la victoria sino mostrar el lugar de la lucha, guiarnos hasta sus afanes.
Es como ir siguiendo las huellas del milagro por los montículos de un vertedero. Ayer Raquel, diminuta y extasiada, cantaba con su trenza hasta la cintura en el salón de una casa del Viejo San Juan de Puerto Rico. Junto a ella, a los coros, su hermano y una cantante portuguesa, y a los instrumentos un guitarrista y dos percusionistas que fueron aporreando canción tras canción su panoplia de tambores caribeños: el bongó, el barril de bomba, el balsié, el mongó. Había atardecido sobre el barrio colonial cuando se arrancaron a interpretar música jíbara puertorriqueña y salves dominicanas. Los sones nos levantaron como vértebras sobre el ras de lo acallado y todos bailamos ensartados de belleza noche adentro. Raquel, en la esquina, lloraba al cantar, de pura emoción. ¿No es esto?, ¿no es inclinar la testuz para que la vida te cuelgue sus medallas de madera porque tomaste y propusiste el gozo?
De mañana entro en la librería La Tertulia, próxima a los muelles. Cuando llego a un país cuya lengua conozco trato de adquirir sus poemarios para entender la cultura que me acoge, su voz, sus fantasmas y sus sueños. Relata Ernesto Cardenal en su libro de memorias, La Revolución Perdida, que: ‘En La Historia de la Dinastía Han, se cuenta de un emperador que enviaba funcionarios a las provincias a recoger las canciones del pueblo, para así darse cuenta de la opinión pública’. Es un sabio proceder. Le pido al librero, Javier, que me recomiende poetas puertorriqueños. Conversamos principalmente acerca de Julia de Burgos: su obra deslumbrante y su trágica existencia la han convertido en un mito en la isla. Después de una vida marcada por la pasión, el alcohol y los desequilibrios mentales murió en un hospital de Harlem tras haber sido hallada inconsciente en la Quinta Avenida de Nueva York: no había cumplido los cuarenta años. Hacia el final, desamada y lejos, escribió,
Casi voy por la vida como gruta de escombros.
Ya ni el mismo silencio se detiene en mi nombre.
Inútilmente estiro mi camino sin luces.
Como muertos sin sitio se sublevan mis voces.
Javier cita a Angelamaría Dávila cuyos poemas son ahora inencontrables y que él considera incluso superior a Julia de Burgos, y me lleva hasta el último libro de un poeta dominicano que vive en Puerto Rico, Carlos Roberto Gómez Beras. Se llama Aún, y acumula versos del cuerpo, cálidos, intensos, reales,
EVOCACIÓN
Una espada flotando sobre las sábanas.
El vendaje de sus dientes sonreídos.
La lluvia oxidante de su cabellera
que cae en mí como la noche sobre un arado.
El olor a ropa nueva
de su estrenada piel desnuda.
Su cáliz mensual.
El jabón y el alquiler compartidos.
Su seno en mi boca como un cono de hielo color tamarindo.
Su cuerpo en fin
simulando la escalera para un inválido.
La flauta amarilla de su orín
cortando el silencio como un diamante.
Las eses de sus palabras.
Estas son las cosas que añoro
cuando caigo herido ante el ángel del sueño.
Mi sangre es blanca.
Y llegamos a Luis Palés Matos, el padre de la poesía puertorriqueña. Debió ser un personaje singular: antes que Nicolás Guillén en Cuba o Léopold Sédar Senghor en Senegal introdujo los ritmos negros en sus estrofas. Sin haber completado estudios formales ascendió a ser uno de los mayores intelectuales del país. A principios de los años veinte inventó junto a su amigo José Isaac de Diego Padró su propio movimiento de vanguardia, el Diepalismo (fabuloso nombre para un ismo) que exaltaba la onomatopeya haciendo del poema una fantástica e inconexa tamborrada de sílabas. En realidad fue un tardomodernista catador de sonidos, excitado tanto por el físico de las palabras como por su significado. Creó, a imagen de Darío o el primer Juan Ramón, una obra válida a ambos lados de la piel que hoy en día, cuando lo sensorial está divorciado de la mente, no puede ser popular. Escucha,
EL PALACIO EN SOMBRAS
Si adquiriste la joya milagrosa
este palacio en sombras ya no tiene
secretos para ti. Todo lo sabes
y lo penetras. Al resplandor vago
de la joya que llevas escondida,
las cosas cobran un sentido nuevo
que tú comprendes. Tu morada es ésta.
Mira cómo se aprontan en la noche
tantas cosas fraternas, cuyas ansias
tactean en sus límites inmóviles
por salirte al encuentro, y despojarse
de sus rígidos trajes transitorios,
para darte, ¡oh iniciado!, la profunda
substancia del enigma y la tiniebla.
Descálzate confiado y deja el polvo
del mundo, bajo el pórtico primero.
Así estarás mejor, sin ese ruido
torpe que turba la quietud austera,
en cuya clara ópera tú mismo
escucharás tu corazón. Ahora,
tu vida es una nueva lámpara colgada
del árbol sabio de la sombra. Ignoras
qué manantial de luz le dio su aceite
de eternidad. Los negros milenarios
con su torva vendimia de tormentas
soplarán, soplarán sin apagarla.
Ella renueva su esplendor en cada
noche y a cada aurora resplandece
más sabia y viva porque trae la oculta
ciencia de las tinieblas. La circuye
la grande mole cósmica poblada
de proféticos signos que denuncian
sus enigmas rodantes por la honda
cuenca del infinito: surgen voces
extrañas de misterio, estallan gérmenes
de luz en el granero de la nada,
y se oye el puerperal y sibilino
estertor de las sombras parturientas,
que entreabren sus matrices creadoras
sobre el pañal inmenso de la noche.
Tu vida es una lámpara colgada
del árbol sabio de la sombra; en ella
se consume el aliento de otras vidas
que prolongan su ingénito motivo
sobre la forma actual, y perpetúan
la fuerza de su enigma alucinante
en el ser que será. Las existencias
pasadas y futuras, lo que el ego
ha de ser, siempre estuvo en tu substancia,
esperando el momento en que tu carne
fuera un gran vaso de cristal sonoro…
Y ahora te ves rodeado de ti mismo.
Este palacio en sombras ya no tiene
secretos para ti. Todo lo sabes
y lo penetras, silencioso y fuerte,
bajo la reposada luz interna
de la joya que llevas escondida.
A punto de marcharme con cuatro libros bajo el brazo Javier me muestra un poemario que le ha llegado hace sólo dos días: ‘Es la Poesía Completa de un viejo poeta de aquí, Jesús Tomé’. Jesús Tomé. Aquel nombre hace que mi cerebro rebobine hasta mi infancia: en la biblioteca de mi padre había una obra de un poeta mirobrigense llamado Jesús Tomé que yo abrí siendo niño. El libro llevaba una dedicatoria del autor a mi padre. Me parece imposible que aquellos dos nombres idénticos, separados por más de un cuarto de siglo y un océano, pertenezcan a la misma persona, pero al abrir la solapa del volumen leo: ‘Poeta español nacido durante el invierno de 1927 en Ciudad Rodrigo’. Ciudad Rodrigo: el pueblo de mis padres, mi pueblo. Es asombroso. Le pregunto a Javier si sería posible ponerme en contacto con ese hombre y me dice que a sus ochenta y tres años aún trabaja en la editorial de la Universidad de Puerto Rico. Damos con su número, le llamamos y me dice que me recibirá encantado.
Al abrirme la puerta de su despacho me encuentro con un viejecito pequeño y frágil que sin embargo empuña todavía una voz firme y unos ojos dispuestos. El despacho está urbanizado de libros. En la pared hay un cartel enorme con una vista aérea de Ciudad Rodrigo. Nos sentamos a conversar. Jesús Tomé vivió en su pueblo natal hasta los trece años aunque de algún modo nunca se ha marchado de allá. De la mano de sus recuerdos me lleva a recorrer el Ciudad Rodrigo de los años treinta del pasado siglo, las plazas, las murallas, la escuela, la alegría, la miseria, los juegos de los niños, la guerra. Hay una precisión encariñada en cada esquina de su memoria. Yo conozco los lugares por los que me conduce, muchos capítulos después. En 1963 llegó a Puerto Rico y aquí se asentó como profesor universitario. Me habla de los grandes escritores de la isla y de los exiliados que esparció la dictadura de España: Juan Ramón Jiménez, Zenobia Camprubí (cuyos diarios ayudó a editar), Pau Casals. Hablamos y hablamos mientras las horas hacen tiempo afuera. Al despedirnos nos abrazamos como celebrando la concatenación de milagros que nos ha traído hasta este abrazo. No es más que eso: ir siguiendo las huellas del milagro por los montículos de un vertedero.