El periodista Horacio Verbitsky publicó varios libros estudiando las relaciones entre la iglesia católica y el estado argentino; riguroso, jamás se propuso cuestionar las creencias de los fieles, tampoco los protocolos teológicos sino –como aclaró– hacer una sociología de un instituto que entre otras muchas cosas puede mostrar que el dictador Agustín Justo recibió con honores en 1934 al cardenal italiano Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, futuro Pio XII, conocido también como el papa de Hitler. Lo que Verbitsky no dice en la nota que publica este domingo el matutino Página/12 es que si Juan Domingo Perón se negó a fundar la Constitución Nacional en el dogma católico, jamás se opuso a que ese mismo purpurado autorizara los traslados de cantidad de criminales de guerra nazis a la Argentina, quizá porque su artículo apuntaba a revisar, otra vez, el papel del actual pontífice durante la última dictadura cívico-militar.
Sobre esa cuestión y otras también conversó con nosotros el psicoanalista y escritor Gustavo Dessal, radicado en Madrid desde 1982.
—¿Cuál cree fueron las razones políticas que empujaron al cónclave de cardenales a elegir a Bergoglio, un jesuita, peronista de Guardia de Hierro, confesor de un sector importante de la derecha local, para ocupar el trono de Pedro?
—Si hablamos de confesiones, la mía es que no soy un gran conocedor del tema. Por lo tanto, respondo a partir de mis intuiciones. Conjeturas se han escrito tantas, en especial en estos días que se cumple un año de su papado, que no perdemos nada por añadir alguna más. Desde mi punto de vista, la Iglesia Católica es no solo la empresa más antigua que existe, sino la más exitosa. Ha sabido perdurar a lo largo de dos milenios, ha resistido los cambios y los vuelcos históricos, ha logrado una inmortalidad incomparable. Pocas veces un discurso tan fraudulento es capaz de conseguir un resultado tan asombroso. Ni el islam ni el judaísmo se le aproximan en ese sentido, a pesar de su rotunda longevidad. Pero a diferencia de la Iglesia Católica, estos otros dos monoteísmos (que forman parte de una misma familia) no han logrado amasar un poder comparable, tanto en el plano político como económico. El secreto de la Iglesia consiste en su astucia, en su flexibilidad camaleónica. Como ninguna otra institución, es capaz de mantener a la vez la apariencia de una doctrina inmutable, y realizar en la trastienda todos los cambios y negociaciones que aseguren su perdurabilidad. Y no me refiero simplemente a la flagrante contradicción entre el evangelio y su puesta en práctica (lo que podríamos denominar, usando una paráfrasis, el «catolicismo real»), sino al hecho de su insólita habilidad para traicionar el mensaje cristiano ( un auténtico compendio ético de sabiduría y reconocimiento a la dignidad del prójimo) con la complicidad (cándida en muchos casos, canallesca en muchos otros) de millones de fieles. Pero hasta los negocios más prósperos, las invenciones más logradas, las instituciones más sólidas, pueden ver aproximarse su ocaso, aunque aún esté muy lejos. Entre las habilidades de la Iglesia está la de adelantarse a la época como ninguna otra ideología ha sabido hacerlo. No existe corporación ni multinacional con semejante visión de futuro, ni conciencia sobre la importancia de tener en todo momento una radiografía al día de la contemporaneidad. La Iglesia es experta en tomarle el pulso al mundo, en conocer minuto a minuto las fluctuaciones de su mercado, en administrar con una pericia que no tiene rival la palabra y el silencio, la denuncia y la ocultación, las alianzas y los olvidos. Ninguna otra institución ha conseguido que atrocidades como la Inquisición, el salvoconducto brindado a todos los grandes criminales nazis, la venta de niños, la pederastia ejercida desde tiempos inmemoriales, sea conocida por todo el mundo y a la vez disculpada. Sus fieles poseen la rara facultad de saber mirar siempre para otro lado. No obstante, y a diferencia del islam y el judaismo, la Iglesia carece de toda necedad. No tiene la megalomanía de uno ni el anacronismo del otro. Sabe que su predicamento va perdiendo fuerza, y aunque jamás será derrotado, se debilita a consecuencia de los grandes cambios a los que asistimos. Cambios que se sintetizan en la idea de que el mundo ya no es gobernado por ideales sólidos, que las ideologías se derriten, y que los semblantes de autoridad se han vuelto patéticos. Los grandes mitos que ordenaron la existencia humana son despedazados por formas de vida múltiple. Lo sagrado se agota, y en su lugar se instala el derecho individual a inventar una religión propia. La Iglesia mantiene los ojos y los oídos bien abiertos, escruta la realidad, y no está dispuesta a esperar que los acontecimientos la tomen por sorpresa. Es en ese contexto que surge la genial idea de un Papa como Bergoglio. Jesuita, argentino, es decir, no europeo, un Papa que simboliza lo nuevo. Un Papa que sorprende exactamente por aquello que no debería sorprender a nadie: después de mil años, por fin un hombre que habla la lengua de Cristo. Por fin un hombre que, interrogado sobre la homosexualidad, da una respuesta que recuerda a la famosa sentencia: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Bergoglio sabe muy bien que la mayoría de los empleados de su empresa, por las dudas, van a soltar la piedra que tenían preparada. No puedo saber qué había en la cabeza de los cardenales cuando lo nombraron, pero desde luego si fuera millonario y pudiera crear una empresa gigantesca, no dudaría en contratarlos. Su inteligencia está fuera de toda discusión.
—El trabajo de marketing sobre su figura ha resultado exitoso. Un hombre capaz de movilizar su fuerza para que levanten una exposición de pinturas de León Ferrari, de pronto se transforma en defensor de leprosos, pobres, indigentes, siempre sonriendo, un demagogo perfecto. ¿Piensa que está trabajado y calculado? ¿Cón qué objetivo?
—¿Trabajado y calculado? Por supuesto. Eso no le resta méritos al asunto. Y en definitiva, poco importa que Bergoglio crea honestamente en lo que predica, o no. Personalmente no tengo razones para dudar de que lo crea. Pero insisto en que no se trata de una cuestión personal. El problema no consiste en que este Papa «sea o se haga». Lo más interesante es tomarlo como síntoma de una nueva era, en la que la Iglesia se enfrenta a enemigos contra los que no puede luchar con sus armas tradicionales. La Iglesia mantiene su poder, pero no su capacidad de infundir temor. La excomunión ya no da resultado, puesto que si la aplicara como debiera según sus principios, apenas le quedaría un puñado de miembros en su congregación. Por lo tanto, debe perseverar y convencer con argumentos y posiciones más acordes con la modernidad a la que no puede ni debe sustraerse. Si es necesario, dará misa por Twitter. Se trata de navegar entre distintas aguas, la de la tradición secular, y las feroces corrientes que le restan vocaciones. Bergoglio es el navegante perfecto. Ha comprendido que los anatemas, las amenazas y el espantajo del Demonio, ya no convencen a un mundo donde no es preciso cometer pecados para conocer el escenario del infierno. Bergoglio es heredero de ese verbo argentino, afín al discurso francés, genios ambos en el arte de hacer creer que se dice.
—Especialistas europeos aseguran que los escándalos sexuales y financieros del Vaticano tienen menos importancia en la clausura epocal del catolicismo que los diversos evangelismos y sobre todo, la avanzada china e hindú sobre todos los mundos de vida global. Su reflexión.
—Insisto en que la Iglesia atraviesa una recesión pasajera, y que ya está tomando las medidas necesarias para rectificar la trayectoria. Jacques Lacan auguró un triunfo de la religión, puesto que aporta sentido. Más aún, es en definitiva el único discurso que queda para aportar sentido. Todos los otros, algunos más de prisa, y otros más lentamente, se dirigen hacia la descomposición del sentido universal. Creo que Lacan estaba en lo cierto. Lo sabía, tal vez por haber nacido en el único lugar del mundo donde alguna vez existió un proyecto de abolición de la religión que estuvo a punto de cumplirse. La historia ha demostrado que eso es imposible. La tecnociencia es un gran competidor, sin duda, pero las religiones son capaces de absorberla y emplearla para sus fines. El islam radical cuenta con los mejores expertos informáticos que existen, y los terroristas han encontrado en Internet un instrumento indispensable. Es verdad que en las últimas décadas han surgido nuevos evangelismos, organizados bajo la modalidad de sectas. No poseo datos, ni conozco estudios sobre el impacto que suponen para las religiones tradicionales, y también ignoro el alcance del discurso de las religiones orientales en Occidente. Sobre este último, no creo que podamos considerarlo un verdadero rival para la Iglesia. El budismo, el hinduismo, y otras modalidades de las religiones orientales, circulan en Occidente más como modas que como auténticas manifestaciones de la fe. En los 70, muchos rockeros se hacían budistas. En la última década, Madonna y varios famosos se pasaron a la Cábala. El Dalai Lama cae simpático, pero en Europa su imagen no alcanza ni para promover una marca de camisetas. El Che Guevara todavía vende más…