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El partido de fútbol

Yo en el partido no pagaba. Mi padrino me colaba debajo de su gabardina, y yo me abrazaba a él pasando siempre una emoción que valía más que el partido en sí. Estoy seguro que el portero lo sabía porque siempre les saludaba «Buenas tardes, Don Guzmán… señora…»
Mi padrino conocía a los tipos más bizarros: bo­xeadores, futbolistas, militares, camioneros, buscavi­das, capadores, jaraneros, y toda suerte de gentes di­vertidas y de las que nunca podrías afirmar a qué se dedicaban en esta vida. El era un tipo excelente. Sabía todo del fútbol y llamaba a los futbolistas por sus nom­bres. En el descanso, bajábamos a los vestuarios y él sa­ludaba a todos y les daba consejos que los otros escu­chaban con atención. Yo estaba en la gloria. Sabía todo de las lesiones, de los traspasos, de los árbitros, de lo mal que iba la tesorería del club, de las amantes de los futbolistas, de los cuernos que, con otro futbolista, le ponía la mujer de uno de ellos, y todos lo sabían menos el interesado, claro. Vivían juntos porque el otro era soltero y había venido de otro club. Yo escuchaba todo esto aunque no entendiera en aquellos años la mitad de las cosas, pero se me fueron abriendo con el tiempo.

Mi madrina permanecía en su asiento hablando con alguna otra señora. Por entonces, las verdaderas señoras no bajaban a los bares del Estadio, aunque al­gunas, como la mujer de Alan, comenzaran a hacerlo.

Mi padrino vivía el encuentro. Parecía que tuvie­ra que radiarlo. Se entusiasmaba, musitaba los nom­bres de los jugadores que se iban pasando la pelota y, de repente, lanzaba un «¡noooo!» o un «¡qué lástima!» o algo por el estilo que coreaban como cluecas los pre­sentes. Alguna vez, por causa del árbitro, lo he visto se­riamente alterado. Mi madrina, en esos momentos, pa­recía no encontrarse allí sino en otra galaxia, a mil años luz. Se esfumaba sin moverse.

Yo, que normalmente veía el partido desde el pa­sillo para poder moverme a gusto, me volvía y admi­raba a mi padrino gesticulando y explicando a diestro y siniestro las jugadas, el fallo, el error del árbitro, las razones de aquella sanción relacionándolo con los puntos que teníamos y con el encuentro que nos espe­raba el próximo domingo y lo que suponía la lesión de Pahiño, etcétera. Todo en una jerga de «fau», «córner», «penalty», «orsai», que constituyeron mis primeras ex­periencias de inglés.

Lo estoy viendo como después vería a Paul New- man en «El golpe». Era un tipo así. Para mi pequeña es­tatura, era alto, rubio, de ojos azules, de mirada picara, de sonrisa bajo un bigotito de la época, de manos fir­mes, finas y grandes con uñas grandes y bien recorta­das. Lo veo con su gabardina, accionando, explicando, describiendo con amplio gesto y con precisión exacta. Todos le escuchaban y jamás se alteraba ni perdía la compostura. Por eso, mi madrina no intervenía. De lo contrario hubiera dicho por lo bajo: «¡Guzmán!» Y na­da más.

Cuando metíamos un gol, se le iluminaba la mira­da, le brillaban sus ojos azules, encendía un puro, se volvía a mi madrina que asentía en silencio. Mi padri­no debió ser el inventor de «la repetición de las juga­das». Hubieran podido llevarlo a televisión si ya estu­viera inventada. Recordaba los movimientos y la posi­ción exacta de todos los jugadores de ambos equipos. ¡Qué jugador de bridge se perdió para la selección na­cional!

He hecho esta pequeña alusión al Estadio de fút­bol porque mi padrino, don Guzmán, había sido direc­tivo del Trueno, nuestro equipo. Y también, para qué vamos a engañarnos, para que situaseis mejor el lugar de las pasadas andanzas de las futboleras. ¿Recordáis? Sí. Las Blondas que trabajaban en la zapatería de don Obdulio.

Pero, a lo que yo recuerdo, por aquel entonces ellas no andaban por el medio. Estábamos en primera división y no podíamos permitir distracciones en nues­tros jóvenes héroes. Además, si a mí me dejaban ir a los vestuarios con mi padrino sería porque aquellas walkirias no andarían por allí. A buenas horas doña Marga­rita me lo iba a permitir. Aunque, ahora que lo pienso, quizá mi madrina empezó a ir a los partidos a causa de alguna sonada que habrían hecho las Blondas y que llegó a su conocimiento. Sin duda a través de la mujer de Alan, que tampoco fallaba ningún partido.

Sí. Algo debió ocurrir y yo no me he enterado. Quizá coincidió con alguna sequía. No sé. Desde luego no con inundación alguna, ya que estas se rememora­ban todas y la gente se entendía entre sí no refiriéndo­se al calendario gregoriano o a la égida, sino, «tantos años después de la inundación por lo de las gallinas, o tantos antes de la del Capullo o, más o menos, cuando lo de los caniches»… Y así. Era gente muy peculiar y muy suya. Pero, yo los quería y evocarlos ahora me en­ternece y da una nueva dimensión a mis días.

Prof. José Carlos Gª Fajardo. Prof. Emérito U.C.M.

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