En el fútbol, como en la vida, la leyenda a menudo triunfa por encima de la memoria, en gran medida porque la leyenda es como la poesía, sublime, intensa, emocional, mientras que la memoria se fundamenta en las sólidas bases de los hechos, de la historia, y al fin y al cabo, ¿a quién pretendemos seducir con el prosaísmo de la historia?
Es posible que la Copa Mundial de fútbol fuera inventada por Jules Rimet y sus secuaces con la intención secreta de abrir un fuero propio para el mito y la leyenda, pues en la historia del deporte no hay otro espacio en el que estos se propaguen con mayor libertad y rapidez. Héroes los hay de todos los colores, tamaños y magnitudes, desde el rey de reyes, Pelé, hasta el modesto Sparwasser, héroe trágico dónde los haya. Además, el status de héroe viene conferido por la afición, de modo unánime, sí, pero plenamente subjetiva, de manera que muchos de los más grandes héroes para unos, Geoff Hurst o Diego Armando Maradona, por decir algo, son al mismo tiempo los más ruines villanos para los otros.
Leyendas en los mundiales hay muchas: se dice por ejemplo que Franticek Planicka, el gato de Praga, jugó la prórroga del encuentro de cuartos de final del mundial de Francia ’38 entre Checoslovaquia y Brasil, “La batalla de Burdeos”, con un brazo fracturado y la clavícula dislocada. Se dice también que en ese mismo mundial Leónidas Da Silva, el diamante negro, jugó el primer encuentro de Brasil, ante Polonia, descalzo, pues así había aprendido a jugar en su Río natal. Habladurías.
También es verdad que la preguerra se podría considerar la época dorada de las leyendas en el fútbol, a causa, tal vez, del limitado material gráfico y fílmico disponible de los partidos claves de la época. Sea como fuere, lo cierto es que Brasil no logró marcar contra Planicka en aquella infame prórroga, como sí lo hiciera Leónidas tras apenas 18 minutos contra Polonia, aunque si lo hizo descalzo o no quedará para siempre como tema de discusión de taberna.
Y sin embargo, aún así, a pesar del prosaísmo de la televisión, o tal vez apoyado en él, a través de un ejercicio de inversión de roles que algún día posiblemente sea estudiado por una nueva escuela de teóricos franceses, el mito y la leyenda siguen proliferando en el fútbol y en las masas que se avocan a su culto. Muestra de ello, sin duda, es la figura de Pelé, coronado como el más alto profeta de esta iglesia con las imágenes en Technicolor de su último mundial, el de México, cuando era ya poco más que la sombra de lo que había sido.
Es posible que algo parecido suceda con la leyenda de lo que se considera el mejor partido en la historia de los mundiales, la semifinal de aquel mismo torneo entre la selección de Italia, que cultivaba un estilo ultra defensivo, y la de Alemania Federal, que desde siempre buscaba convertirse en la representación futbolística de un Panzer. Sin embargo, a diferencia de la batalla de Burdeos o del primer partido de Brasil en el Mundial de 1938, la semifinal de México ’70 entre Italia y Alemania Federal disputada ante más de 100,000 espectadores en el mítico Estadio Azteca ha quedado íntegramente filmada para la posteridad con lujo de colores.
Regentada por el inolvidable Giacinto Facchetti, lateral izquierdo del “Grande Inter” que consiguiera la Copa de Europa consecutivamente en 1964 y ’65, Italia se había dejado deslumbrar por el pragmatismo y el éxito del fútbol que jugaba Helenio Herrera en aquel Inter o Nereo Rocco en el Milan, absorbiendo la presión del rival, invitándolo a volcarse al ataque y aprovechando las oportunidades de contragolpe ofrecidas por esta versión del catenaccio para alimentar el juego de Sandro Mazzola (también del Inter), de Gigi Riva, máximo goleador de los azzurri en la historia, y de Gianni Rivera, el bambino de oro, capitán del Milan y ganador del Balón de Oro de 1969. Sin conceder un gol y marcando apenas uno en la fase de grupos, Italia eliminó en cuartos a los anfitriones, despachándolos con un 4-1.
Por su parte, Alemania, con Beckenbauer de director de orquesta, sus compañeros del Bayern, Sepp Meier entre los palos y “El torpedo” Müller husmeando los goles, Berti Vogts,”El terrier” del Mönchengladbach, en defensa, y el fornido Uwe Seeler de capitán, se plantaba con un 4-2-4 que ya para la época parecía excesivamente atrevido. Diez goles en tres partidos en la fase de grupos, incluyendo un 3-1 contundente ante el mejor Perú de la historia, anunciaban la potencia de la selección, pero la victoria ante Inglaterra, campeones vigentes y perennes favoritos, después de ir perdiendo 0-2 sirvió no solamente para vengar la final de 1966 sino para dejar perfectamente en claro las credenciales del once teutón.
El resultado del encuentro fue impresionante, y los cinco goles marcados en la prórroga siguen siendo un récord hoy en día. Sin embargo, el motivo por el cual se recuerda con especial cariño este de todos los partidos de los mundiales es por una muestra de coraje y gallardía que en nuestra época es difícil de concebir, y que sin embargo no ha sido transmitida a través de la tradición oral sino que ha quedado para siempre documentada en las cintas del juego. Franz Beckenbauer, un jugador fino, elegante, letal, fue víctima de una fuerte entrada al borde del área grande ya casi sobre el tiempo reglamentario de la segunda parte. Los jugadores alemanes, indignados, rodearon al árbitro peruano, Arturo Yamasaki, reclamando un penalti. Yamasaki no lo otorgó, estimó que la falta había sido fuera del área, pero en medio de la algarabía nadie había notado que Beckenbauer, ya de pie, se sujetaba el brazo derecho como si estuviera arrullando a un niño. Alemania ya había utilizado sus dos cambios reglamentarios, así que “El kaiser” se vio obligado a continuar en el terreno de juego con el hombro dislocado. Después vino el empate de Schnellinger y el sueño de un nuevo milagro.
Así que la prórroga más famosa de todos los tiempos la jugó Beckenbauer con el brazo derecho flexionado frente al pecho y el antebrazo amarrado al cuerpo. Aún así, medianamente deshabilitado, buscaba el balón con el hambre de los grandes, ofreciendo lo que podía. A cambio de tal muestra de vergüenza deportiva, los italianos lo marcaban a un metro de distancia, alejados de su brazo derecho como si se tratara de un tesoro ajeno y de cristal. Pocas veces un gesto sembró tal grado de respeto en las huestes rivales. Italia ganó aquella tarde, aunque el desgaste de ese encuentro habría de costarle cualquier tipo de posibilidad en la final contra Brasil. El legado del partido del siglo, sin embargo, ha sido un pacto tácito de aprecio mutuo que a día de hoy sigue cobrando vigencia: cada vez que Italia y Alemania se enfrentan en un campeonato crece la leyenda de aquellos once representantes de la gallardía ante un héroe herido, y con frecuencia quien triunfa es la fanaticada.