Hace dos décadas Carlos Fuentes se comunicó con un amigo de Chihuahua para que hiciera de su Virgilio en esa línea que divide Ciudad Juárez de El Paso. De esa serie de contactos y visitas nació un libro, La frontera de cristal (1996), que además de documentar el fenómeno entre los dos países, echó por tierra todos los presupuestos que cargaba consigo el autor mexicano.
“Recuerdo su sorpresa por las condiciones de claridad, limpieza, seguridad y buen clima artificial de las maquilas (fábricas) a las que lo llevé, así como de los excelentes servicios de cafetería y transporte para los empleados. La situación, me comentó al salir de la planta, contradecía lo que él pensaba de este tipo de industrias”.
Quien recuerda esto es Enrique Cortázar, poeta, profesor universitario y promotor literario. Para entonces, desde su puesto de agregado cultural de la Embajada de México en El Paso, y sin abandonar su residencia en Ciudad Juárez, sus capacidades para la encomienda no podían ser más óptimas.
“Esta visita lo llevó a modificar el cuento titulado Malitzin de las maquilas, que nos dedicó a unos amigos y a mí”, recuerda. “También me tocó organizar el capítulo más placentero para nutrir parte de su Frontera de cristal: incursionar con libreta y lápiz por la vida nocturna de Ciudad Juárez. Visitamos alrededor de diez emblemáticos centros nocturnos en un par de días; desde el Excalibur por la curva de San Lorenzo, hasta el Malibú en el mismo sector, concluyendo con el Faustos, el Hawaian, el Curlies, el Day and Night, el Quijote, el Virginia’s, el Bajarí y el Kentucky Bar, todo un muestreo de lo más representativo de la magia nocturna de aquel entonces en Ciudad Juárez”.
Quién sabe si el autor de La región más transparente fue un visionario cuando se le cruzó por la cabeza este paraje fronterizo. Para el momento de la publicación de ese volumen de nueve cuentos hechos novela, La frontera de cristal, la ciudad mexicana llevaba tres años consternando al mundo por el fenómeno de los feminicidios, mejor conocidos por el triste nombre de las muertas de Juárez.
Las visiones precursoras de la problemática en una frecuencia más periodística fueron los libros Juárez: The Laboratory of Our Future (1998), de Charles Bowden (con palabras de Eduardo Galeano y Noam Chomsky); Las muertas de Juárez, crónica de una larga pesadilla (1999), de Víctor Ronquillo, y Huesos en el desierto (2002) de Sergio González Rodríguez. Conviene hacer una parada en los títulos de Bowden y González Rodríguez.
El primero, un autor norteamericano recientemente fallecido, tuvo el tino de publicar en Harper’s la pieza periodística Mientras usted dormía (1996). Con esas líneas comenzó a perfilar su teoría sobre los estragos, que terminaría por causar sobre la población juarense el tratado de libre comercio con Estados Unidos. El periodista Willivaldo Delgadillo, en la necrológica sobre Bowden que publicó el pasado 3 de septiembre en el diario La Jornada, quiso ajustar cuentas con el finado, a quien consideró un personaje capaz de reducir a los fotógrafos de la ciudad como meros informantes sin alma.
“Bowden ejercía numerosas licencias poéticas y no extraña que haya sucumbido a la tentación de convertir a Juárez en una alegoría del apocalipsis”, escribió Delgadillo. “En su obra, la ciudad es presentada a los lectores como el corazón de las tinieblas al que él –un escritor blanco y liberal– se ha atrevido a penetrar”.
No obstante el celo de los juarenses hacia las plumas foráneas, Bowden fue un visionario que sacó a la ciudad de la nota roja y proporcionó nuevas aproximaciones dignas de ser desmenuzadas por una legión de narradores posteriores. González Rodríguez fue uno que, con una notable prosa y una documentación llevada con seriedad, despachó un libro capital para entender el fenómeno de la violencia fronteriza. Huesos en el desierto no se estableció como un bestseller incontestable, pero de manera instantánea crearía una legión de libros deudores como lo fue el ahora clásico 2666 de Roberto Bolaño.
Pero el tema de la violencia en Ciudad Juárez no fue una moda pasajera, ni un suceso adscrito en exclusiva a los feminicidios de hace 20 años. Juan Carlos Ramírez-Pimienta, desde su despacho de profesor en la San Diego State University, lleva rato detrás de las pistas de un género que se le ha hecho obsesión. De carácter sereno y proclive a la generosidad, nadie podría imaginarse que su libro Cantar a los narcos: voces y versos del narcocorrido (2011), sea un Santo Grial para quienes quieran comprender este género musical con sobrado juicio.
Sus pesquisas sobre la primera grabación de un narcocorrido no pueden ser más precisas: 8 de septiembre de 1931, cuando un equipo móvil de la compañía discográfica Vocalion, subsidiaria de la Warner Bros, grabó en El Paso, Texas, a un dueto compuesto por Norverto González y José Rosales. Del catálogo de canciones una de ellas puede considerarse como el primer narcocorrido aparecido en un disco. Se llamó El Pablote, y relataba la muerte de éste a manos de un guardia de una cantina.
El Pablote González fue el mero capo de Ciudad Juárez de aquella época, el rey de la morfina, y la pieza poco distaba de pintarlo como un héroe. “Y es que al iniciar la década de los años treinta del siglo pasado, Pablo González tenía razones para sentirse poderoso”, afirma el estudioso. “Él, junto con su esposa Ignacia Jasso, La Nacha, controlaba buena parte de la venta de narcóticos en Ciudad Juárez. Si bien no era el único traficante de la región, sí gozaba de una posición privilegiada lograda con base en la astucia y la crueldad”.
Ya en el siglo XXI llama la atención que otra historia (inventada) haya tenido tanta correspondencia con la realidad. Sucedió en el programa de escritores de la Universidad de Texas en El Paso. Un joven estudiante chilango del Master in Fine Arts entregaba en el año 2003 la novela corta que eligió como su proyecto de tesis. Se llamó Trabajos del reino y, mucho antes de la explosión de la narcoliteratura, ese título cuyo personaje principal fue un cantautor de corridos resultó ganador del Premio Binacional Frontera de Palabras y siete años después se transformaría en un culto con seguidores españoles, gracias a la publicación tardía de la editorial Periférica.
Yuri Herrera, que es el nombre del autor aludido, escribió su historia a pocos metros del refugio (paseño) en donde Mariano Azuela le puso el punto y final a Los de abajo (1916). Y quizás también a unos cuantos kilómetros del sitio (juarense) en donde un dentista con talento literario, Jesús Gardea, terminaría volúmenes como Septiembre y los otros días (1980), Las luces del mundo (1986) o El biombo y los frutos (2001).
Hoy por hoy, el de él es el nombre duro de las letras paridas en Ciudad Juárez. A 14 años de su deceso su sombra es alargada, y sus anécdotas parecen salidas de unas páginas en donde la ficción le toma el pelo a la realidad… Como aquella en la que el músico Dickon James Hinchliffe llegó a Ciudad Juárez para conocer a su sujeto de tesis universitaria. Esto pasó a principios de los 90. Gardea fue a buscar al británico en la central de autobuses, nadie sabe de qué hablaron en un restaurante Sanborn’s de la ciudad, y luego éste último convenció al resto de sus compañeros para facturar el segundo disco de la banda Tindersticks (1995) con un tema titulado en español: El diablo en el ojo, pieza homónima de una novela corta del mexicano que reproduce algunas de sus líneas cuando la canción desaparece en un chirriar de violines.
“Es que ése es el tiro. De ahora en adelante mis novelas van a tratar de Juárez, de la violencia y de todo eso que le parece tan exótico a los editores internacionales. La que tengo en mente la protagonizará un taxista, que a su vez es luchador, y que se ve envuelto en una bronca con los narcos de la frontera”.
La cita es de un joven periodista retirado, cuyo nombre prefiere no revelar. Su opinión es la misma de muchos otros que eligen no hacerla tan pública por recato y buenas costumbres, porque desde hace rato todo lo que tenga que ver con Ciudad Juárez vende. El sitio, con un correlato casi superado de ocho asesinatos al día en su momento de mayor violencia, atrajo a cronistas, escritores, directores fílmicos y mirones de todo calibre. Es probable que el caso más obsceno sea el de Charlie Minn, un personaje que sin ninguna credencial que lo justifique como cineasta facturó documentales temáticos, sin productora conocida y sin ir al terreno de estudio por temores de toda índole. Los más famosos: 8 Murders a Day (2011), Murder Capital of the World (2012) y The New Juarez (2012), todos ellos realizados con retazos de noticiarios de televisión y bajo premisas con profundas convicciones republicanas, cuando no ancladas en la ignorancia. Su última incursión, ¿Es El Chapo? (2014), vuelve a hacer uso de su metodología deudora del collage ajeno para poner en duda la verdadera identidad del Chapo Guzmán sin ningún fundamento o prueba documental.
Pero ese no es el único ejemplo. En El Paso, en donde hasta hace poco Cormac McCarthy despachó sus mejores novelas antes de partir a Nuevo Mexico, la literatura había caído en una especie de orfandad. No hubo un escritor sobresaliente hasta hace dos años: Benjamín Alire Sáenz, un chicano que ofició de director del mismo programa de escritores que graduó a Yuri Herrera, comenzó a cruzar hasta el Kentucky Club de la avenida Juárez del centro de la ciudad para verse con amigos. Sus incursiones fueron nocturnas, de fines de semana y a escasos pasos del amparo que brinda el puente fronterizo. El Kentucky Club es un sitio histórico, conocido en el pasado por calmar la sed gringa de la época de la prohibición y en épocas más recientes por haber pagado su cuota de seguridad a los narcos. Por eso suele estar lleno de norteamericanos que quieren vivir la experiencia juarense sin meterse en peligros, mientras beben las mejores margaritas que puede ofrecer el chollo cambiario.
El resultado artístico de esas salidas hedonistas fue el libro de cuentos Everything Begins and Ends at the Kentucky Club, un título enmarcado en la temática queer, anclado en la herencia literaria chicana y que ofrece una visión estereotipada de la violencia del lado mexicano. De ese cóctel tan lleno de etiquetas minoritarias salió un premio, el PEN/Faulkner Award de 2013, que en algún pasado feliz galardonó a Philip Roth, John Updike, Richard Ford, Don DeLillo o a Tobias Wolff.
Lo dicho, todo en Juárez importa.
El listado de laureles no lo desmienten. En los últimos cinco años muchos creadores y periodistas han conseguido notoriedad por galardones de toda índole. Sólo se colocarán algunos nombres por razones de espacio, y sin entrar en juicios valorativos: Jorge Humberto Chávez (Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes de 2013 por el poemario Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto), Judith Torrea (Premio Ortega y Gasset de Periodismo en Internet de 2010 por su blog Ciudad Juárez, en la sombra del narcotráfico), Sandra Rodríguez Nieto (Knight International Journalism Award y Premio Reporteros del Mundo, que otorga el periódico español El Mundo, entre otros), o El Diaro de Juárez (Premio Nacional de Periodismo de 2010 por el editorial ¿Qué quieren de nosotros?, una carta desesperada y llena de coraje dirigida a quienes instauraron el terror y asesinaron a dos de sus periodistas).
Sobre esta frontera es fácil llevarse imágenes. Están las efectistas de exportación inmediata, como sucede con la serie de televisión The Bridge, los cuentos sobre Pancho Villa de ambos lados de la raya divisoria, la muerte de Steve McQueen en una clínica de mala muerte ubicada en Ciudad Juárez y el símbolo de la X hecho por el artista Enrique Carbajal González (alias Sebastián). También están las más académicas, como son las investigaciones sobre el feminicidio realizadas por las doctoras Julia Monárrez Fragoso y María Socorro Tabuenca (del Colegio de la Frontera Norte y de la Universidad de Texas en El Paso). Y hay algunas históricas un tanto ignoradas por el grueso del público.
La primera sucedió hace un siglo y nada tiene que envidiarle a los relatos actuales: tuvo que ver con El Pablote de la canción antes mencionada, quien, desde Juárez y junto a su mujer, eliminó a los 11 cabecillas del cartel de chinos que había logrado cierta notoriedad en El Paso con el opio, la morfina, la marihuana, la heroína y la cocaína en otro terrible pasado. La segunda anécdota quizás resulte más graciosa, inédita y acorde para cerrar esta correspondencia. Les sucedió a Enrique Cortázar y a Carlos Fuentes en una de esas visitas ya referidas para armar La frontera de cristal: después de un encuentro universitario con su público juarense, el autor de La muerte de Artemio Cruz pidió ser trasladado al hotel de incógnito y por la puerta trasera. Para tal fin se agenciaron un viejo Volkswagen escarabajo de una amiga de Cortázar. Afuera, bajo el frío de una noche decembrina en la calle Aldama, los dos hombres se dieron cuenta de que al coche no le funcionaba bien la marcha, y no les quedó otra alternativa que empujarlo mientras la dama guiaba desde adentro. Después de cuatro cuadras de infructuosos intentos, ya sin aliento, ambos se dieron cuenta de que habían llevado al Volkswagen hasta la mayor zona de tolerancia de ese trozo de Chihuahua. Unos travestis vestidos de mariposas monarca vieron a tan circunspectos personajes, y los ayudaron en el esfuerzo hasta que el coche arrancó ya sin tanto trabajo.
“Fue toda una experiencia empujar el Volkswagen de mi amiga, ayudados por dos fortachones transformistas, entre chiflidos y aplausos”, recuerda ahora Cortázar desde su nuevo despacho en el consulado de México en Phoenix. La sonrisa con la que remata la frase no es accesoria.
Daniel Centeno M. (Barcelona, 1974) fue director editorial de Alfaguara en Venezuela. Ha publicado artículos en numerosos medios de Latinoamérica y España. Es autor de libros como Retratos hablados: 50 conversaciones de aquí y de allá (Debate). En FronteraD ha publicado Ogros ejemplares. Luca Prodan: viaje a la semilla, Correspondencia desde El Paso y Ogros ejemplares: Alejandro Sawa, sombras de bohemia. Es responsable de la revista Coroto. En Twitter: @Revista Coroto