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El penúltimo cabaret

 

Mientras suena un charlestón, una voz masculina anuncia por los altavoces el inicio de la función. «Bienvenidos al Berlín Cabaret, les tenemos preparado un show…», y Psicosis Gonsales, como cada semana desde hace 18 años, se sube al escenario del «único local guay que queda de la movida madrileña». Con peluca rubia y de rojo: rojo el ceñido vestido de lentejuelas, las medias de rejilla, los zapatos de fino tacón, los guantes «gilda» extralargos, el enorme abrigo de plumas y el tanga, que se le verá con algún movimiento. Empieza su número de cabaret –o nuevo cabaret, como lo bautizó en la década de los 90 la prensa española–, que coge por sorpresa a la docena de jóvenes de la sala. Ninguno de ellos sabe que esta noche hay espectáculo, mucho menos quién es Gonsales.

     Norberto Di Giorno nació en Buenos Aires en 1949. Dice su currículum que realizó estudios de arte dramático, danza y canto en su país natal, donde debutó, a los 12 años, con la obra de William Shakespeare El sueño de una noche de verano en el Teatro San Martín bonaerense. Y que a partir de ahí trabajó en teatro, cine, televisión, comedia musical y cabaret. Reside en España desde 1975, donde ha ido de escenario en escenario con sus espectáculos unipersonales de cabaret. Se puso muy serio y teatral en Otro mundo y Pierrot Lunaire. En el 92, Di Giorno se convirtió en la musa de la noche madrileña, «la más loca de todas las locas», poniendo patas arriba los platós de varios programas de televisión. Grabó seis discos para camioneros y gente de asfalto. Hoy es su ilusión por el cabaret lo que lo mantiene sobre el escenario.

     Norberto Di Giorno y Psicosis Gonsales son la misma persona. Él es corpulento, tiene el pelo corto y blanco, las facciones muy marcadas, labios gruesos y piel clara, usa gafas y mide un metro y ochenta centímetros. Viste muy sencillo, con un suéter azul y un pantalón del mismo color, y es habitual verlo tomando un té con sacarina en alguna cafetería del barrio de Malasaña, donde vive. Ella es la rubia despampanante que bebe chupitos de vodka y que intenta entretener al público del Berlín. Ambos son el polifacético actor argentino que se convirtió en la primera drag queen de España.

     Es un lunes cualquiera por la noche y el Berlín Cabaret luce el mismo aspecto que en 1986, cuando abrió sus puertas en el madrileño barrio de La Latina. Sofás de terciopelo rojo, mesitas y taburetes de madera, farolillos, muchos espejos y escaleras en caracol que llevan de abajo a arriba y de una barra a otra. Hay una pareja de treintañeros que discute, dos jóvenes estudiantes boloñesas que comparten un refresco de limón, un grupo de cuatro amigos tomando unas copas y otra pareja, los dos de veintitantos, que se conocen desde hace diez días y se hacen arrumacos, algo acalorados por el alcohol. Un joven camarero, muy atento, se esmera en rellenar los vasos de los espectadores, de forma que ninguno tenga la tentación de abandonar el local. «Es que antes la gente iba a ver el show; hoy va a los sitios y se encuentra con el espectáculo de cabaret, pero no va buscándolo, no está con la predisposición», lamenta Psicosis.

     Hace quince años todo era diferente para la noche madrileña, el cabaret y Psicosis Gonsales. Entonces, su show, que hacía de lunes a lunes, o al menos cinco días a la semana, duraba hora y media. Psicosis aparecía, como ahora, entre las luces del escenario del Berlín Cabaret con un vestido rojo, rojísimo, tacones de aguja, su peluca rubia y una boa que escondía su pecho masculino. Alguien desde el público gritaba: «¡Guarra, que eres una zorra!». Y el resto de los presentes se animaban: marrana, puerca, puta, cochina… Psicosis les respondía: «¡Oh, sí, cómo me gusta!». Hoy no hay quien la insulte; si acaso le dicen «¡guapa!» o le sueltan un inocente y tímido «¡tía buena!». En los buenos tiempos, se bajaba de las tablas y mientras entonaba un tango acariciaba la entrepierna de algún hombre, que medía en kilos de solomillo. «Dos, tres, cuatro, ¡cuatro kilos de solomillo!», calculaba. Y el chico de turno se sonrojaba. O se dejaba hacer. «He sido muy, muy bestia; ahora me he dulcificado», dice Psicosis.

 

 

El reducido público sigue a los suyo. Sólo de reojo observa que Psicosis da comienzo a su función con el tango Se dice de mí, de la actriz y cantante argentina Tita Merello. La vedette reclama atención y se baja del escenario, se presenta y reparte consejos de amor entre esa docena de jóvenes, que responde tímidamente a sus preguntas. Luego se recuesta sobre la barra del fondo del pub y arranca con el Fumando espero de Sara Montiel. Se pone «vedetorra» con una canción dedicada al pene –»¡Ay, el pito! Se me abre el apetito cuando viene con esmero», canta– y se confiesa con Camino a los 60. Para el final ha elegido al Dúo Dinámico –Resistiré–; otras veces es una canción de Alaska o de Mónica Naranjo, o cualquier tema que anime al personal. Hoy no lo ha conseguido. El espectáculo, que ahora repite un día a la semana, no ha durado ni media hora. «Tiene que ser algo rápido, porque no puedes mantener a la gente atenta durante 40 minutos», dice Psicosis. El lunes, con tan poco público, no puede ser más largo. Pero tampoco el fin de semana, aunque el Berlín Cabaret se llene de gente. Los artistas lamentan que hasta los locales con actuaciones en directo se han convertido en fábricas de copas para que la gente consuma y se mueva. «Nadie se queda al espectáculo», dice Psicosis.

     La noche ya no es lo que era; el cabaret, menos. Ni la crisis actual ha favorecido el resurgir de un género que siempre lució en tiempos de guerra y depresión económica. Así lo conoció Di Giorno, entre los años 60 y 70, en una Argentina que no vivía sus mejores momentos y en la que cada gobierno, uno tras otro, caía derrocado por sucesivos golpes de Estado, provocando una fuerte inestabilidad política y una tensión social en aumento. «Pero a pesar de eso la máquina no se paraba, hacíamos teatro en cualquier parte: en la calle, en un ático, en cualquier sitio, no importaba el lugar», recuerda Di Giorno. Y la calle Corrientes, el Broadway porteño, seguía siendo la avenida de los teatros y de los bohemios, la rúa del tango en la que Carlos Gardel se hizo famoso. Allí, en los café-concert y con sólo 14 años, Di Giorno presenció por primera vez los shows unipersonales de Nacha Guevara o Cipe Lincovsky. Era, se dijo a sí mismo, lo que quería hacer cuando fuese mayor.

 

 

Di Giorno es actor desde los ocho años. Un tío suyo era cámara de la televisión argentina y le consiguió un pequeño papel en una serie tipo Daniel el travieso. Luego convenció a su madre para que le permitiese estudiar arte dramático, canto y danza en una escuela privada, de la mano de la actriz Alma Bambú, y debutó, con sólo doce, en el Teatro San Martín de Buenos Aires con la obra El sueño de una noche de verano de William Shakespeare. Pero si quería continuar con su verdadera vocación, la artística, debía seguir al mismo tiempo con sus estudios de peritaje mercantil, los obligados por su padre.

     Para su paisana Pía Tedesco fue más fácil. Desde bien pequeña pudo dedicarse por completo a la música, al teatro, a los escenarios. Empezó a estudiar, a los cinco años, solfeo, flauta dulce y piano. «Lo típico», dice. Lo hizo motivada por su padre, que era comercial y además tocaba el piano. No era profesional, pero según ella se le veían maneras. «Tuvo un inicio de carrera muy interesante pero lo dejó», recuerda. El ambiente familiar fue decisivo en la formación de esta joven artista. Creció rodeada de literatura, de cine, de arte y, sobre todo, de mucha música: la del tocadiscos o el piano que había en su casa. Su madre también tenía cierta vena artística: era cocinera pero en los ratos libres escribía poesía. «Y luego salíamos todos los fines de semana a los teatros, al cine o a exposiciones y casi no pasábamos por casa», dice.

     Pía nació en Buenos Aires en 1976, reside en España desde 2001 y vive también por y para el cabaret. «Dedicada en cuerpo y alma a las artes escénicas (dirección, dramaturgia y actuación) y a la música (componiendo, cantando y tocando)», resume en sus páginas de Facebook y MySpace. Tiene la piel clara, una melena corta rubia y ojos claros. Es tímida. Fuera del escenario le cuesta mantener la mirada mientras habla con quien acaba de conocer; esconde sus manos cruzando los brazos y se las cubre estirando la manga de su jersey. Viste un suéter negro de cuello alto y falda larga también negra. En los pies calza unas llamativas deportivas rojas y unos grandes calcetines de lana que hacen una vuelta justo en el tobillo. Podrían formar parte de alguno de sus espectáculos de cabaret, porque suele usar su propia ropa combinada de manera teatral. A veces incorpora un tutú o un corsé. O se maquilla una sombra negra muy marcada en los ojos y se pinta la cara de blanco. O todo a la vez. «No sales así a la calle, con todo junto, pero son prendas que te pondrías por separado», dice.

 

 

La primera vez que Di Giorno actuó vestido de mujer fue en 1957, en el montaje de Los invertidos, con los actores Alba Castellanos y Óscar Casco. Antes de eso había hecho mucho teatro infantil y alguna obra para adultos, como la comedia musical Juanita la popular, con Elena Lucena y Juan Carlos Altavista, o Cirano de Bergerac, con Zermar Gueñol y Nelly Meden. Pero seguía interesado en ese teatro más puro y no pensaba aún en el transformismo. Aunque sí, y cada vez más, en los espectáculos de variedades, que en Buenos Aires eran ya todo un éxito.

     Los teatros Maipo o Astros de la capital vibraban con las actuaciones de las grandes vedettes del momento. Y Di Giorno consiguió bailar con ellas. Hasta los 23 años lo hizo con Ámbar La Fox, Nélida Roca o Susana Giménez y se convirtió en el primer bailarín de las hermanas Pons, Norma y Mimí. Alguien, al otro lado del Atlántico, en París, se enteró de sus dotes para la danza y la interpretación. Era un productor de espectáculos de variedades y quería que Di Giorno se uniera al grupo de music hall en el que actuaba la famosa vedette argentina Moria Casán. Di Giorno no se lo pensó. «Quería irme de mi país», confiesa.

     Di Giorno había sufrido el machismo de la sociedad argentina de la época y estaba agotado, así que sin pensarlo dos veces se marchó y llegó a París con 25 años. Actuó con Casán en París y luego en Valencia. En la ciudad del Turia, el grupo, formado por cuatro chicos y cuatro chicas, se separó. Pero Norberto no quería parar, se sentía con ganas de hacer cosas. «Al día siguiente me fui a Madrid y contacté con Ángel Pavlovsky, a quien conocía del montaje de Juanita la popular«, dice Di Giorno.

     Como en Argentina, en España el teatro de revista era uno de los espectáculos favoritos del público. Lina Morgan, Tania Doris, Norma Duval o Bárbara Rey eran las estrellas del género en Madrid. Ángel Pavlovsky, que había llegado de Argentina sólo dos años antes que Di Giorno, hacía ese tipo de shows pero vestido de mujer. Triunfaba por aquel entonces en las salas madrileñas como La Pavlovsky, convirtiéndose en icono homosexual de los años 80, tomando el relevo del transformista canario Paco España. Luego, los 90, serían para Psicosis. Antes de eso, en 1975, Pavlovsky puso en contacto a Norberto con una hermana suya que trabajaba con Norma Duval, todavía segunda vedette de la compañía del actor y director Fernando Esteso. El maño le fichó y Di Giorno entró en el ballet Bubbles Dancers, que acompañaba a las vedettes Bebé Palmer y Norma Duval y a Esteso sobre las tablas, en la revista ¡Ay, bellotero… bellotero!.

 

 

Por aquel entonces la joven Pía seguía con sus estudios en Argentina. Primero, en el Conservatorio Nacional de Música de Buenos Aires, empezó la carrera de canto pero no la terminó. A medida que iba avanzando en el canto lírico se dio cuenta de que esa parte no terminaba de gustarle. Había algo que no le convencía: la lejanía que las formas clásicas establecían entre ella y el público. Salió fuera de la escuela y empezó a tocar con algunas bandas de pop, rock, jazz y blues que le permitían cantar más relajada. «Luego empecé con profesores que se lo tomaban como una cosa mucho más popular, que te enseñaban mucha técnica pero que al mismo tiempo te daban mucha libertad», dice.

     Eso, en el conservatorio, no era posible. A Pía le encantaba –y le encanta– la música clásica, pero para ella es muy importante la conexión directa e inmediata con el espectador. Propone acabar con toda la parafernalia que la rodea. «La música clásica necesitaría hacerse más popular, porque es gigante; hay que buscarle un rollo que enganche, como sí lo tiene, por ejemplo, el pop», dice. Por eso no encontraba su sitio y abandonó el canto por la interpretación. La cosa no cambió mucho porque los profesores de los centros culturales bonaerenses donde estudiaba teatro no acababan de asimilar su percepción libre del teatro, y Pía no enganchaba con la forma clásica de actuar. «Me sentía como el patito feo», recuerda.

 

 

Tras recorrer toda la geografía española con Esteso y sus chicas, y de nuevo en Valencia, Di Giorno también empezó a alejarse del teatro. Había conocido a un abogado y se había propuesto continuar con esa historia de amor. «Estaba muy enamorado», confiesa. Hizo más music hall en salas de la ciudad, inaugurando, en 1975, la etapa del destape integral. Fue en la Internacional: durante una actuación, y sin quererlo, se le cayó el pequeño triángulo de tela que tapaba sus partes íntimas. No le dio más importancia. Pero en España era la época del otro «destape», el cinematográfico, reflejo de la transición de la dictadura franquista a la democracia. Fruto de un turismo con un comportamiento sexual libre de tabúes llegado de los países nórdicos, las películas españolas empezaron a retratar en sus cintas a las suecas que, con trajes de baño menos recatados, llenaban las playas del Levante en verano. Aunque eran filmes de escaso argumento, muy centrados en mostrar el cuerpo femenino y muy machistas, se generó una enorme demanda entre el público. Di Giorno supo aprovechar el tirón del «destape» y a raíz de ese involuntario striptease montó un Show sexy, con Mirta Amat, que le llevó de Vigo a Lagos (Nigeria). Pero se dio cuenta de que el teatro no le dejaba tiempo, entre viaje y viaje, para atender a su pareja. Y lo dejó por la escultura porque, como cuando llegó a España desde Argentina, «tenía la necesidad de hacer cosas, de seguir».

     Entre 1965 y 1968, todavía en Buenos Aires, Di Giorno había cursado estudios de cerámica en el Instituto Beato Angélico, dependiente de la Escuela Nacional de Bellas Artes, y había expuesto en varias ciudades del país. Di Giorno decidió retomar el contacto con la cerámica. En Valencia completó sus conocimientos en la Escuela de Artes y Oficios y empezó a trabajar como ceramista. Montó un taller y llegó a exponer en el valenciano Museo Nacional de Cermámica González Martí y en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, en la exposición «Panorama 78», y también en el Ayuntamiento de la Villa y Corte, que adquirió su obra. A finales de los años 70, Di Giorno era citado como ceramista por la crítica, pero también renunció a la escultura. «Era difícil de mantener económicamente», justifica. Por aquel entonces no podía asumir los costes de su taller artístico, que requería de unos materiales y unos aparatos –hornos– muy caros. Sufrió una crisis tremenda. Económica, por una parte; psíquica, por la otra: murió su madre y su relación con el jurista terminó. Y pensó, nuevamente movido por las circunstancias, en retomar los escenarios.

 

 

Quien rescató a Pía Tedesco para el teatro fue la maestra de actuación Joy Morris. Junto a su esposo Eric Morris, también profesor de actores, Joy ha formado a Jack Nicholson o Johnny Depp. De vez en cuando organiza seminarios intensivos en Argentina, y Pía, en 1996, se apuntó a uno. Se lo recomendó un chico con el que salía por aquel entonces. «Me decía que por mi forma de escribir y hablar yo era actriz y que tenía que conocer a Joy», relata risueña. Pía Tedesco no acababa de encajar en el grupo de los novatos. Joy Morris vio que Pía tenía una manera arriesgada de entender el teatro que le gustaba. Y la subió al nivel avanzado. Terminado el curso, Pía se quedó junto a Morris. La ayudaba a organizar sus cursos y sus clases, de lunes a viernes y algunos fines de semana. Durante cuatro años Pía fue la inseparable asistenta de Morris. «Fue como un máster en actuación», dice Pía, que descubrió entonces que no era ningún bicho raro, que sus ideas teatrales podían cuajar.

     Con 25 años, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, representó La vida es sueño, de Calderón de la Barca, en una revisión total del texto a cargo de un director novel, Iván González. Segismundo, el personaje principal de la obra, aparecía en su torre en la primera escena. Pero la torre era en esta ocasión un hospital psiquiátrico. Pía Tedesco hizo en esa etapa numerosos musicales y obras de teatro, actuando y cantando. Entre 1996 y 2000 recorrió el circuito comercial y cultural porteño: Recoleta, el Teatro Avenida o el Teatro San Martín, donde participó en el montaje, como Norberto Di Giorno en su época, de El sueño de una noche de verano. Y fue al final de todo ese proceso cuando se convirtió en directora. Su primera obra, independiente, se titulaba Los Ciegos. Dice que quedó muy bien y que los actores respondieron a la perfección a su batuta. «Les gustó mucho mi trabajo, así que después me llamaron para dirigirlos de nuevo», comenta orgullosa.

     Pero Pía ya estaba en otra cosa. En 2001, con Sofía Medici, directora, performer y artista audiovisual, puso en escena en el teatro La Estación de Buenos Aires Caléndulas Majas, otro cabaret, un espectáculo teatral musical que combinaba textos y música propios con versos de algunos poetas y canciones antiguas de cabaret. Pía encontró en el cabaret el género que armonizaba todo lo que ella quería y buscaba. Por un lado, la interpretación libre; por el otro, diferentes músicas: la riqueza de la música clásica y la inmediatez del rock, pop y otros estilos. «Es que el cabaret está ligado con la música clásica y a la vez con la popular», explica.

 

 

Di Giorno echaba de menos ese cabaret. Sentía que tenía pendiente presentarse ante el público con un espectáculo unipersonal, típico de café-concert. Y en 1981 puso toda la maquinaria en marcha, sin ser consciente del éxito que le aguardaba. Era el momento propicio, ya que acababa de estallar la movida madrileña, el movimiento que revolucionó la escena cultural del país y que despertó en la sociedad un enorme interés por las formas de expresión alternativas que, tras la muerte de Franco, se podían explorar sin temor a censuras y represalias. «Todos los días había algo para ver, había locales que funcionaban a diario, había una actividad cultural muy grande y una enorme posibilidad de espacios», recuerda.

     Adoptó una imagen muy cabaretera e imitando al maestro de ceremonias –Joel Grey– que dirigía el Kit Kat Club en la película Cabaret se subió a los escenarios con su primer show en solitario: Di Giorno, di notte. Tuvo una enorme aceptación entre el público y la crítica. El periodista Baltasar Bueno resumía así, en el diario Las Provincias en noviembre de 1983, sus espectáculos: «Consigue los objetivos del espectáculo al divertir, entretener y poner la nota de humanidad, de calor, de ilusión y espera de una mejora de las cosas, desde la sencillez y llaneza, desde la simpleza de un saber y estar, y pregonar». A Di Giorno, di notte le siguieron Sin faldas y a lo loco, Soy como soy, De allá para acá, Tengo tango, Achúchame y Vamos a hacer el amor, que sólo representó en teatros y salas especializadas. «En los bares no funcionaba», dice.

     Y se hizo un nombre en las salas valencianas Claca, Belle Epoque y La Bohème y en teatros como El Teatret o Nou Café Concert. Y viajó hasta Bilbao, Barcelona, La Coruña o Santiago, entre otras ciudades que programaban sus números. El nuevo espectáculo de Di Giorno era cabaret, pero la prensa lo bautizó como nuevo cabaret. «El nuevo cabaret ha sustituido a las nuevas cuevas rockeras y a la pachanga de las salas convencionales y está de moda con su mezcla de teatro, música, baile y humor», resumía el periodista Manuel Álvarez, en el diario El Progreso de Lugo, un 17 de diciembre de 1988. Todo eso lo concentraba Di Giorno en sus espectáculos de una hora y media de duración, a veces hasta dos. «Dependía del público», explica. Hacía monólogos a partir de experiencias y anécdotas de su vida, que exageraba. «Tiene que ser delirada; sobre una base real pero con algo más, porque si la cuentas sin más no tiene ningún interés», dice Di Giorno. Interpretaba tangos, boleros, chotis y hacía music hall. Y todo giraba en torno al amor, el sexo y la diversión. Sobre todo, jugaba con el público. «Es que el cabaret es la gente. Ese juego con el público es fundamental, es la base del cabaret. Si no hay participación, es sólo un monólogo», explica. Los espectadores respondían, no sólo con ovaciones, a su provocación teatral. Unos reían y otros incluso lloraban; algunos le devolvían un beso en la mejilla después de que Di Giorno se sentase en sus rodillas y les besase primero.

     El Yastá, el Casi-Casi, el Rincón del Arte Nuevo, el Chamberí o el Café de Maravillas eran los principales centros de actividad nocturna en Madrid. «Por ahí pasamos todos: Loles León, el Gran Wyoming, Las Virtudes, Veneno, Pedro Reyes…», recuerda Di Giorno. Pavlovsky, Paco Clavel, Fama, Eva León, Tona, La Otxoa, Susana Mayo, Las locas chicas de La Belle Époque, Ekaterrina Kabarret, Ninetto y Absurdino o los Hermanos Trompicelli compartieron el éxito del nuevo cabaret con Di Giorno. Y el Maravillas fue el centro de ese renacer del café-concert. Los siete días de la semana, de nueve de la noche a tres de la madrugada, como mínimo, el Maravillas era una fiesta en la que se juntaba toda la ciudad, desde la alta sociedad al pueblo llano. «Había un público burgués, gente con dinero, señoras con abrigos de visón que llegaban en coche hasta la puerta del local porque había que atravesar un Malasaña lleno de yonquis que llegó a ser peligroso», describe Di Giorno. «Pero venían», dice. Todos querían verlo.

     Di Giorno llevaba la cara maquillada con colores muy pálidos y sombras marrones, vestía esmoquin, pajarita, guantes blancos y zapatos de charol y tacón de doce centímetros. No salía vestido de mujer pero sí era muy ambiguo: usaba una peluca o una boa o cualquier otra prenda femenina sólo para motivar el juego con el público. «La imagen no me condicionaba, era todo muy teatral», dice.

     Teatrales y serios fueron para Di Giorno los años 87 y 88. Primero montó, en colaboración con el Teatro Luis Seoane de La Coruña, la obra Otro mundo, escrita por el premiado actor y dramaturgo gallego Manuel Lourenzo. Luego, en 1988, protagonizó Pierrot Lunaire, en una versión posmoderna de la composición de Schoenberg a cargo de los directores Moisés Maicas y Manel Guerrero. El montaje, que incluía teatro, danza, vídeo y música, combinaba la voz de la mezzosoprano Esperanaza Abad con un vídeo de Perejaume y las actuaciones de Teresa Sarries y Di Giorno. Fue el plato fuerte de La Fira del Teatre al Carrer de Tàrrega. Y la cima de Di Giorno como actor.

     Norberto Di Giorno se preparaba ya para la caída en picado. Los años 90 no parecían muy prometedores. Después de intensos ochos años de actuaciones terminó agotado. Salvo excepciones, él mismo compuso y produjo sus shows, los movió de sala en sala y de teatro en teatro y estuvo detrás del teléfono. «Fueron muchos años de lucha, de trabajo, y terminé muy quemado», dice. Decidió darse un respiro. «Me dije: No hago nada más, me busco un trabajo, aunque sea de camarero», recuerda. Di Giorno buscaba la tranquilidad de un horario normal y de un sueldo fijo. Y contactó con el propietario del Casi-Casi, donde había actuado. Le contrató y estuvo un año, 1991, de encargado. Luego le despidió. Los locales de la agonizante movida madrileña peligraban.

     Aquella efervescencia cultural que había vivido Madrid a principios de los años 80 empezaba a ser un recuerdo. El Ayuntamiento se encargó de que así fuese. «Uno de los grandes responsables del final de la movida fue el político Ángel Matanzo», señala Di Giorno. Matanzo era concejal del Partido Popular en el consistorio madrileño y presidente del distrito centro de la ciudad. El alcalde, Álvarez del Manzano, buscaba «un paradigma cultural» de violeteras y chotis, escribía sarcásticamente el filósofo Fernando Savater en 2008. Matanzo cerró todos los locales que se encontró a su paso. En su cruzada cayeron el Ya Stá, Elígeme, Bocaccio, Consulado y Saratoga, entre muchos otros. Actuaba como un sheriff  solitario. «Yo soy el alcalde del Centro», se anunciaba. Y clausuraba locales, hacía la vida imposible a vendedores ambulantes o cualquier empresario sospechosos de saltarse las ordenanzas municipales. El edil llegó a presentarse, en octubre de 1990, en la explanada de la catedral de la Almudena, donde ensayaba la compañía británica de teatro Footsbarn, contratada por la concejalía de Cultura para el Festival de Otoño, y comunicar a los artistas que la carpa que habían montado, con la autorización de Patrimonio Nacional, no era legal. El propio Ayuntamiento y sus colegas le reprendieron.  «Todavía quedan bandidos», decía en 1990 a El País. Y reclamaba una escoba «con la que acabar con toda la escoria», añadía. Confesaba el concejal que sacaba su inspiración de la Virgen de la Paloma y de su amigo y político Manuel Fraga; la fuerza, de los vecinos. «A los vecinos les preocupa el problema de inseguridad y quieren poder dormir por las noches. Y yo siempre estoy ahí. Me han llegado a llamar a las dos, a las seis de la mañana. ¿Dónde están otros cuando se les llama?», preguntaba.

     Muchos veían en su gestión una máquina de hacer votos para su partido. «Su carrera ascendía paralela al número de denuncias», criticaba el Gran Wyoming en el diario Público en 2007. El actor, músico y presentador de televisión regentaba por entonces un bar en Puerta de Toledo. Junto con otros hosteleros creó una asociación para defenderse de Matanzo y sus normas. «Todos los locales de aquella asociación fueron cerrados, uno por uno», decía Wyoming. «Se alegaron todo tipo de triquiñuelas», añadía. Di Giorno lo recuerda bien. «Ponía cualquier excusa: que no tenías licencia, que los vecinos se quejaban o que los techos del bar eran muy bajos», dice. Di Giorno cree que la razón era terminar con la noche madrileña. «Y lo consiguieron», lamenta.

     Di Giorno estaba sin trabajo y necesitaba ganar dinero. Una noche de 1992, en la discoteca Ghost, en la calle Jorge Juan número 20, presenció un espectáculo gay y se encontró con una sala «hermosa, preparada para espectáculos». Empezó a darle vueltas a la cabeza y se imaginó al Di Giorno cabaretero bajo ropajes femeninos y subido a unos tacones de vértigo. De nombre le puso Psicosis Gonsales. «Los nombres de travestís eran horrorosos, quería algo más ambiguo», dice. Quería una imagen en parte de transformista, pero sobre todo quería jugar a no ser hombre ni mujer. Quería hacer ese cabaret de mil rostros y mil formas. «Lo mío no es el transformismo sino jugar al equívoco, tener la capacidad de seducir lo mismo a un caballero que a una señora», explica. Y se lo propuso al propietario de Ghost. Allí debutó la que para unos sería La Diva Roja y para otros la Musa Heavy de la noche madrileña.

 

 

Pía econtró su salida en la música, de la que, por sus palabras, sabe algo más que lo suficiente. Quizá porque entre los 20 y los 25 años pasó muchas horas trabajando como dependienta en Musimundo, la gran cadena de discos argentina. Por sus manos pasaban todos los géneros: clásica, jazz, independiente, tango… «Me lo devoré todo», dice orgullosa. Sólo se le había escapado un disco, uno de la soprano canadiense Teresa Stratas con canciones sobre textos de Brecht, Weill y otros autores. Se lo prestó una amiga que creía que le iba a gustar. Cuando lo recuerda le pone pasión. Es como si ese día hubiese encontrado el mejor de los tesoros. «¡Al escucharlo me volví completamente loca!», exclama. Y entonces, en su cabeza, empezó a componer un cóctel en el que estaban Teresa Stratas interpretando a Brecht y Weill, el jazz de Billie Holiday y los tangos arrabaleros de Tita Melero. El siguiente paso que dio fue estudiar la historia del cabaret. En las librerías de viejo bonaerenses se compró todos los libros que decían algo sobre el cabaret, buscó en Internet y siguió escuchando discos y más discos.

     Tenía ya sobre el papel su nuevo repertorio cabaretero. Pero en 2001 decidió viajar a España. Quería ver a su madre, que se había instalado en Ávila y a la que no veía desde hacía un año. Nada más llegar, en su país estalló el «corralito» y su familia le recomendó que permaneciese junto a su madre al menos hasta que la crisis económica tomase mejores derroteros. Ella no sabía si quería regresar, si estaba en España porque así lo deseaba o por las circunstancias. Viajó de nuevo a Argentina y se lo pensó. «Pero me dije, sí, quiero estar en España», cuenta.

     Quedarse en Madrid supuso renunciar a muchas cosas, sobre todo contactos. Ningún número de teléfono de su agenda, que se había hecho en el circuito cultural argentino, servía aquí. Pía no se sentía parte de nada y pasó tres años en los que no se subió a un escenario, no tocó un instrumento y no tradujo una canción. Subsistía trabajando como camarera y maquetando un revista de artes marciales, Cinturón Negro. Volver a los espectáculos suponía partir de cero, volver a la escuela. En la Casa de América el filólogo, periodista y dramaturgo José Luis Alonso dos Santos y el actor y director Jorge Sánchez impartían cursos de dramaturgia y dirección, en los que Pía se matriculó. El curso terminó en 2004 con la representación de Fuga playera, bajo la dirección de Sánchez. Pía tenía ya un nuevo listín con nombres de personas con intereses similares a los suyos. Menos extenso pero que le permitía retomar su abandonado proyecto de cabaret. Buscando almas afines encontró a Nicolás, el primer pianista que decidió acompañarla sobre las tablas. «Nos adoramos desde el primer momento», recuerda.

     Pía y Nicolás empezaron a preparar el repertorio y a tocar en algunos garitos. Cuando más o menos sabían lo que querían, cuando tenían un guión, Nicolás, que también era argentino, tuvo que regresar a su país natal por cuestiones personales. Pía se quedó de nuevo sola y con las ganas de estrenar su show. Lo intentó con otros músicos, entre ellos Sergio, el chico que le descubrió el ukelele que ahora siempre le acompaña. «Es mi bolso musical», dice. Lo descubrió en Madrid, en casa de ese amigo, con quien estaba tocando la guitarra. Lo vio colgado en la pared y se lo llevó con ella un fin de semana. De viernes a domingo no paró: fueron doce horas al día sacando notas y canciones. Se compró uno. «Es  muy simpático, muy cabaretero. ¡Y tan pequeño que te lo puedes llevar a cualquier sitio!», explica.

     Con Sergio intentó sacar un nuevo espectáculo. Pero no funcionó porque era una locura de actuación. Pía tocaba el piano, el ukelele y hacía las voces; Sergio hacía de hombre orquesta: le daba a la batería con los pies, tocaba la guitarra, el kazoo y algún que otro instrumento. «Éramos la pesadilla de cualquier sonidista», reconoce entre risas.

     Sólo las escuelas parecían dar resultados. Y volvió ese mismo año. Pía había ideado un proyecto para crear un taller de teatro sólo con mujeres que, a partir de sus propias experiencias vitales, montasen un espectáculo. Se lo presentó al antropólogo José Antonio Jáuregui, a quien había conocido unos meses antes, que impartía clases en la Universidad Camilo José Cela. Jáuregui se interesó mucho por el programa de Pía y entre los dos convencieron al rector, al decano y otras personalidades universitarias para llevarlo a cabo. Los alumnos también estaban motivados: se formó un grupo mixto de teatro y otro exclusivamente de mujeres, que era lo que más interesaba a Pía.

     Mientras tanto, el actor y director de cine y teatro Mario Gas preparaba la ópera Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny, de Kurt Weill y Bertolt Brecht, que se estrenaría en las naves del Teatro Español-Matadero en junio de 2007 con 80 intérpretes y una banda de 36 músicos. Pía se enteró de que había audiciones y no dudó en presentarse. Se preparó a fondo con una canción lírica y una actuación de baile y quedó en el puesto once de una lista de diez seleccionados. «Es que me presenté con faringitis», justifica. Y nadie se caía de la lista. «Nadie iba a rechazar una posibilidad así», asegura Pía. Así que intentó otra cosa: llamó a Mario Gas y le habló de su pasión por Brecht y Weill y de su forma de verlos y entenderlos. Y se sinceró con él: «Como veo que nadie de esa lista va a fallar y yo quiero ver este proceso de creación te voy a servir cafés gratis todos los días de ensayo», le rogó. Pía quería estar ahí. Y Mario Gas le concedió una entrevista personal en la que terminó por proponerle ser su asistenta personal. «Se lo agradeceré toda la vida», dice.

     Luego sí pudo actuar. Fue en Novecento bajo la dirección de Francisco Leiva. En febrero de 2009 se unió a su compañía, Laboratorio C, fundada en París en el año 2000 y de gran trayectoria en Europa. Leiva buscaba a una chica para interpretar el papel de la cantante de jazz que viaja a bordo del barco de Novecento. Alguien le dijo que Pía era la persona ideal. «Y sin escucharme me dijo que creía que yo era a quien buscaba», dice. Tras una audición, Pía se quedó con el papel. El 18 de marzo se estrenó la obra en la Casa de Guadalajara. La música era cabaretera. Y el escenario era un barco muy iluminado que parecía la sala de conciertos de un trasatlántico de lujo. Y entre el público, entremezclados, había unos cuantos actores que hacían comentarios en alto con el fin de acercar la actuación a los espectadores. «Es fundamental provocar al público, es genial ver cómo te modifica su respuesta», explica.

 

 

Norberto Di Giorno, Psicosis Gonsales, lo conseguía. Las primeras noches como Gonsales, mientras interpretaba un bolero, repartía entre el público flores y pelotas. A una mitad daba rosas, a la otra las pelotas. Los de las pelotas también solían lanzar objetos más contundentes: un mechero o una botella o un cenicero. Y al final, a veces, se armaban verdaderas peleas entre los que amaban y odiaban a la rubia de rojo que les provocaba. Gonsales lo dejó en la palabra, en el piropo o en el insulto. «Una parte me adoraba y me gritaba guapa y divina; la otra me decía guarra, perra, hija de puta», cuenta Di Giorno. «Y como todo el mundo va de divino y de maravilloso, yo iba de lo peor, de la más cerda y la más guarra», admite Di Giorno.

     A Gonsales no le gusta que le piropeen. «El insulto es lo que me pone», confiesa. Como hoy, Gonsales cantaba en directo y contaba sus historias personales. Entonces era mucho más provocativa. Tocaba todo lo que podía de entre los espectadores. Y el público manoseaba todo lo que Psicosis se dejaba, que era todo. Y luego la insultaban. Y ella anunciaba una copa gratis para el que le echase el piropo más grosero. Alguien desde el fondo del local le gritaba: «Tienes el clítoris más largo que la lengua de la Máscara». Y Gonsales invitaba a un trago. Algunos espectadores se escandalizaban, pero la mayoría se volcó con el nuevo personaje de Di Giorno. Puso a la prensa y al público a sus pies. «Fue como la removida, me reinventé y me encontré con un boom increíble», rememora Di Giorno.

     En esa reinvención, pocos supieron definir a Psicosis Gonsales. ¿Transformista, travestí, dragqueen? «Fue todo un malentendido», aclara Di Giorno. El travestí se traviste pero no suele hacer espectáculos. Tampoco tiene un personaje, como el transformista. Pero el transformista imita a Isabel Pantoja, a Lola Flores o a Sara Montiel, por ejemplo. «Pero es que el buen transformismo es algo más que un playback de Gloria Gaynor», dice Di Giorno. Psicosis fue, al menos al principio, única. No era la caricatura de nadie salvo de «ella» misma. «Entonces, me conformo con travestí», termina por aceptar. Abdica también de las drag queen, a pesar de que ella fue la primera de España. O al menos una de las más populares. «A mí me vino muy bien, porque era más popularidad y, por lo tanto, más trabajo», dice.

     Las drag queen llevaban ya un tiempo por los locales de la movida madrileña. Pero fue en los noventa cuando se convirtieron en un fenómeno, sobre todo mediático. «Fue la moda, pero lo deformaron todo», critica Di Giorno. «Era un maqueo», dice. Efectivamente, las drag queen eran hombres que cubiertos de purpurina y maquillaje, disfrazados con pelucones, túnicas de seda y lentejuelas y zapatos con tacones infinitos, buscaban una figura exageradamente femenina y escandalizar al público. «Se subían a la tarima de una discoteca, en plan gogó, para bailar y animar. Yo, en cambio, llevaba un espectáculo», explica Di Giorno. A muchas las llamaban para actuar en las fiestas de pueblos. «Se armaban unos líos tremendos cuando se encontraban que las drag sólo iban vestidas, con su imagen, pero no hacían nada», se ríe Di Giorno. «Conmigo, en cambio, tenían un show«, dice.

     Di Giorno se queja de que incluso desde la televisión intentaron pervertir a su personaje. Pero Psicosis ponía a cada uno en su sitio y ella tomaba las riendas. El fenómeno drag, que despertó un gran interés en los medios, le catapultó a la parrilla televisiva. Pasó por los platós de Crónicas Marcianas, Lo + Plus, Esta noche cruzamos el Mississippi, El semáforo, La noche prohibida o Sabor a ti, entre otros programas de las cadenas españolas de televisión de los años 90. Su tarea consistía en animar al público y crear confusión. El público no sabía a quien se enfrentaba: desconocían si Gonsales era un hombre o una mujer, «si daba masajes o era una prostituta», señala. Al final terminaba por volver locos a los presentadores. Con Nieves Herrero, en Cita con la vida, de Antena 3, lo consiguió. Primero, en una entrevista. Gonsales era incontrolable. Quería mezclarse entre los espectadores y hablar con ellos, darles su número de teléfono, que la tocasen e incluso le dio la vuelta a la tortilla y empezó ella a hacerle las preguntas a Herrero, que difícilmente podía controlar al torbellino dicharachero que es Gonsales. «Luego intentó llevarme a la parte dramática de la vida del artista», recuerda Di Giorno como si hubiese ganado una pequeña batalla.

 

   — ¿Qué pasa cuando llegas a casa y cierras la puerta? ¿Qué pasa a partir de ese momento? —le preguntó Nieves Herrero.

   — Llego a casa muerta, muy muerta. Y empiezo a desmaquillarme, a ponerme mis cremas, a relajarme… —respondió, en su papel, Gonsales.

 

La presentadora insistía. Quería saber si le dolían los insultos del público.

 

   — ¿Pero qué pasa por tu cabeza cuando te insultan? —le preguntó.

   — Nada, perdí la susceptibilidad, puesto que hago el juego del insulto. No me preocupa, el público sabe que es un juego. Me siento muy feliz de tener tanto trabajo, tanta gente que me quiere y tantos amigos —le contestó Gonsales.

 

En una segunda ocasión, Gonsales no fue tan fina. A Nieves Herrero le espetó: «Nieves, tú también tienes cara de bien follá«. Y a Ivonne Reyes, que también estaba en el programa, le dijo, mucho más mordaz: «Yo imito a los putones de los pueblos, no a los finos como tú». Gonsales, Di Giorno, adora «a las vedettes de toda la vida, una raza a extinguir». Con ellas se siente identificada. «Ellas han sido mi fuente de inspiración, sobre todo las de pueblo, las más atrevidas y deslenguadas», dice.

 

 

Pía Tedesco no es tan bestia como Psicosis Gonsales. En Cabaret Tóxico, que ha llevado desde enero de Madrid a París pasando por Zamora, Castellón, Berlín, Nantes (Francia) y Webe (Alemania) junto con el pianista Luca Frasca, sus canciones hablan, más o menos, de lo mismo que las de la vedette del Berlín Cabaret: del amor, la tristeza, las drogas y el alcohol y la soledad. De esas etapas vitales en las que la persona se ve profundamente modificada. «De esas situaciones en las que uno está al límite», aclara Pía. Hay canciones desquiciadas, como El tango de los estupefacientes, donde una joven con el corazón roto decide drogarse para aliviar su desamor. Se inyecta agua de colonia y esnifa naftalina porque las drogas comunes son muy caras. Al final, la protagonista de la canción sigue igual de triste y, además, con una úlcera de estómago. «La gente se descojona, pero sabe que está escuchando algo muy dramático y se para a reflexionar», asegura Pía.

     El cabaret, siempre vinculado a la complejidad de las emociones humanas, puede dar consuelo a la gente en los momentos más amargos. Lo hace en un espacio de color, sonidos e imágenes donde los trucos de magia dan paso a los monólogos y la seducción y las pasiones a la crueldad de la cotidianeidad. Si unos se quedan con la canción, perfecto para Psicosis. Si otros con la parte más provocativa, «genial». Lo que le importa es llegar a todo el público. «El concepto y opinión que cada uno tenga de mi son igualmente válidos», confiesa.

 

 

La fama no paraba de crecer para Psicosis. La llamaban incluso para la presentación de películas. La de Acción Mutante, de Álex de la Iglesia, en el Palacio de la Música, la resumía así la propia Psicosis Gonsales en la revista gratuita Dirty en marzo de 1993: «[…] Mientras las cámaras se me comían viva, Angel me coge del brazo y me presenta a Álex de la Iglesia, que es divino y se enamora de mí al instante. ¡Qué noche! Estaban todas y todos, sobre todo todas: Diabéticas (en grupo); Loles León con pelucón de plástico y un maquillaje infame que le quedaba total; Las Virtudes, muy serias; Javier Bardem, que me comió las manos a besos; por supuesto Pedro con Bíbi y ni la Maura ni la Abril aparecieron. Gabino adorable y Rosa Montero seca […]».

     Más espectacular fue, en 1994, la de Las aventuras de Priscila, Reina del desierto, del director australiano Stephan Elliott. Gonsales llegó al cine Capitol, en la Gran Vía madrileña, montada en un autobús descapotable con otras drag queens y el mismo director de la película. «Ahí fue donde me quedé con el título de primera drag de España», recuerda y se ríe al recordar que a raíz de eso fue portada de la revista erótica LIB.

     Psicosis Gonsales vivía un sueño. A pesar de eso, seguía con sus espectáculos en los bares, salas, discotecas y teatros. Compuso nueve shows más: Nadie lo hace como yo, Yo, la peor, Presa fácil, Una fulana en Berlín, Yo fui Eva, ¡Qué loca estoy!, Estoy caliente, De Broadway a Madrid, Con cierto desconcierto, Soy un circo y A pesar de todo. Y los llevó por toda España –»hice unos 100 teatros», recuenta– y en Madrid no se dejó ningún rincón donde actuar. Ya no estaban el Maravillas, Elígeme o Bocaccio. Pero las salas Ghost, Morocco, Friend’s Club, Pachá, Al Margen, El Torero o Joy Slava y los teatros Arlequín o Triángulo la vieron en directo. Incluso se pasó por el Villa Rosa, propiedad de Ángel Matanzo. «Esa época fue algo muy importante que me abrió muchas puertas», dice.

     Una noche de 1993, en el Friend’s Club, Luis Miguélez, ex componente de los grupos Dinamara y Fangoria, veía por primera vez el espectáculo de Gonsales. Miguélez venía observando desde hacía algún tiempo a los artistas de performance y cabaret que hacia el final de la movida madrileña invadían los escenarios de los clubs de la ciudad. Belén Ventura, integrante de uno de esos grupos, Productos Lola, y relaciones públicas de la discoteca Joy Slava por esas fechas, le habló a Miguélez de Gonsales. «Me dijo que era una artista diferente, que provocaba para que la insultasen», relata Miguélez. Eso le llamó mucho la atención. «Lo veía muy punki», resume. Le pidió a Belén que le acompañase a ver uno de los shows de Gonsales. «Me quedé de piedra. Nos presentaron y en cinco minutos ya habíamos conectado», dice.

     La conexión Psicosis Gonsales-Luis Miguélez dio lugar a dos discos: Psicodance (Discos Manzana, 1995), y Una chica normal (Cybertrips, 1997), producidos por Miguélez y editados tanto en CD como en cassette, que todavía era el formato dominante en las gasolineras y donde había un buen nicho de mercado. La nota de prensa que comunicaba la salida al mercado del segundo disco decía que estaba destinado a «camioneros y gente del asfalto». Había rumba, salsa, funky, merengue y música disco. Las letras las componían entre Gonsales y Miguélez, y también colaboraron algunos artistas invitados: Amilcar Bufano, Raúl Ottey o Javier Bellot. Publicaría cuatro discos más: Saboreámelo (1996), Tangos vos y yo (2002), Psicotango (2003) y Grandes Éxitos (2003), autoproducidos por Gonsales. «Nunca había pensado en grabar un disco, no fue algo buscado sino que vino por añadidura, se fue dando con las circunstancias», cuenta Gonsales.

     Las circunstancias de las que habla Gonsales se resumen en una: el éxito que logró. Para Miguélez triunfó por su descaro, el perrerío de su lengua y su talento. «Sobre todo hay que considerar que Psicosis incluso puede llegar a ser una terapia para el público», sentencia este músico que ha compuesto canciones para Lola Flores, Alejandro Sanz, Baccara, Los niños del Brasil o Serafín Zubiri.

     Miguélez vive desde hace nueve años en Berlín, donde montó, junto con Antonio Glamour y Juan Tormento, una banda de inspiración glam rock –Glamour to Kill– con la que ha publicado varios discos y obtenido cierta relevancia en Europa y Norteamérica. Los conciertos de Glamour to Kill tienen también una estética de cabaret. Quizá porque en Alemania sigue siendo, todavía, un éxito. «¡Es que Berlín sigue vivo!», exclama Miguélez. Allí, dice, todavía se puede ver desde un cabaret clásico hasta performances alternativas pasando por los shows de las drag queen.

 

 

Alemania es también fuente de inspiración para Pía Tedesco. Le fascinan el compositor Kurt Weill y el poeta y dramaturgo Bertolt Brecht y es una enamorada del cabaret berlinés de principios del siglo XX. En Berlín, en el Filmmuseum, se cansó de ver películas del expresionismo alemán. El gabinete del Doctor Caligari, Nosferatu, Metrópolis… Fue en un viaje en 2008. Pía buscaba algo nuevo para su cabaret y salió de allí con las ideas muy claras. «Ya sé lo que quiero», se dijo. Por su cabeza empezó a rondar una estética muy esperpéntica, músicas y canciones. «Llamé a la gente que podía encajar en la idea e hice el montaje», relata Pía. Y cuatro meses después, en abril de 2009, Cabaret Freaks, uno de sus últimos shows, empezó a rodar por las salas y teatros de Madrid. El Rincón del Arte Nuevo, Contraclub, Clamores, Torero, Sala Debod, Le Moulin Rose, El Imperfecto o el teatro Lara, entre otros.

     Se estrenó en El Camerino del Hombre Moderno, calle Pez número 2, el 18 de abril de 2009. Fueron tres meses de éxito. «Se llenaba, había gente que se quedaba fuera y tuvimos que empezar a poner reservas», recuerda. Todavía hoy se sorprende de la aceptación que tuvo el espectáculo. «Puedo decir que venían a verme, porque algunos incluso repitieron», recalca. A las nueve y media de la noche, saltaban al escenario –que no existe, que es el bar en sí mismo, tan pequeño que es– los seis artistas de Cabaret Freaks. Tres actores, un bajista, un pianista y Pía Tedesco con su ukelele, todos de un lado para otro. Había música en vivo, baile, teatro, mucha ironía y mucho humor. Todo muy circense, muy esperpéntico, influenciado por la estética del cineasta Tim Burton y el cabaret alemán de los años 30. Las canciones, la mayoría en inglés, las subtitulaban con carteles y dibujos, como en el cine mudo. «Era una locura», recuerda Pía.

     Norberto Di Giorno, en cambio, hace mucho tiempo que no vive un éxito semejante. No puede esconder que Psicosis está en crisis. Dice sentirse como Guido en la película Ocho y medio, de Fellini. No tanto por la falta de creatividad como por la falta de un espacio donde actuar. «Es algo que llega a apoderarse de ti», confiesa Di Giorno. Cuando Psicosis Gonsales era la mejor cotizada de las drag queen llegó a cobrar hasta 900 euros por función. Pero las drag han desaparecido, ya no hacen gracia y eso afectó a Gonsales y otras que nunca quisieron ser parte del fenómeno. Las salas y teatros ya no las quieren; deambulan por grandes discotecas y salas gays. El actual auge del burlesque no asegura nada. Quizá porque, como aventuró en su día Gonsales en el caso de las drag, eso tampoco es espectáculo. «Tiene mucho que ver con el cabaret, pero acaba por tender sólo a lo sensual y se queda ahí», explica Pía.

     Ninguna de aquellas reinas de la noche tiene hoy la suerte de estar en el Berlín, donde Gonsales comparte cartel con humoristas, bailarinas, espectáculos de danza flamenca o el indescriptible Paco Clavel. Gonsales cobra 240 euros por cada noche de cabaret en el Berlín. Pero los locales de ambiente como L&L, Black & White, The Angel o Delirio son para Gonsales irrechazables para llegar a fin de mes. No pagan mucho, no más de cien euros la noche. O le entregan un porcentaje de las copas vendidas. «Tampoco queda otra opción», asegura Di Giorno. «En los locales pequeños tienes que olvidarte del dinero; da para los gastos y nada más», dice Pía Tedesco. Pía Tedesco ha aceptado el sistema de las comisiones como una parte más de su condición de artista independiente. Si es necesario, reduce sus gastos, pero por el momento eso le da para seguir haciendo cabaret. Sólo fuera de Madrid, en eventos o festivales, con contratos con salario fijado de antemano, pagan bien. Lo último que ha organizado Pía es un cabaret flotante, sobre las barcas del lago del parque de la Casa de Campo. Han acudido músicos de todo Madrid y han puesto en común música, poemas y shows de marionetas. Para este otoño ya tiene apalabrada además una actuación en el Festival Gallego de Cabaret y espera hacer lo mismo en el parisino Gentry de Paris Revue, donde actúa Dita Von Teese. Para Gonsales, salir hoy de Madrid es muy complicado. Prepara una gira por teatros de España con la reposición de Psicocabaret, a partir de octubre. Pero por ahora todo está en el aire.

     Pía Tedesco está empeñada en poder vivir del cabaret, pese a que no asegura ningún futuro. Cada día resulta más complicado contactar con ella. No es la artista fija de ningún local, como Gonsales, y está siempre de arriba para abajo con una mudanza y de Madrid a Ávila visitando a su madre. El resto del tiempo lo dedica al espectáculo. Escribe una lista diaria con las cosas por hacer: «buscar este poema y traducirlo, ensayo con Luca, llamar a esta sala para vender mi espectáculo…», recuenta entre las tareas pendientes. Está ilusionada y no renuncia a ese sueño. Va, quizá, en su condición de amateur.

     Norberto Di Giorno está sentado delante del espejo del cuarto de baño de su reducido apartamento de la calle Tesoro, en el barrio de Malasaña. Se está convirtiendo en Psicosis Gonsales, así que tiene para rato. Cuando llega al Berlín Cabaret es la una menos cuarto de la madrugada. Ha venido en taxi. ¿Por rubor a lo que diga la gente en la calle? «Crea más confusión», contradice. Repasa las canciones que van a formar parte del show con el pinchadiscos de la sala y se va a la barra a tomar una copa. Del piso de arriba baja Chema Infante, propietario del Berlín. Fue él quien contrató, en 1992, a Psicosis Gonsales. No recuerda quién, pero fue un colega de la noche quien le habló de la rubia de rojo que era un escándalo sobre el escenario. «Me pareció genial el hecho de que jugase a que la insultasen, a que se metiesen con ella. Fue un flechazo», recuerda.

     Psicosis está entre nerviosa y emocionada, con ganas de salir al escenario. Parece su primera vez. Pero por las tardes, mientras cuida y pule a su personaje o retoca y arregla alguna canción, Noberto Di Giorno siente que le falta un incentivo. ¿Retomar el café-concert que le dio a conocerse en España? «Podría, pero no tengo fuerzas», dice entrecortado. Chema Infante cree que en el Berlín aún le quedan muchos shows que ofrecer. Que como buena profesional ha sabido adaptarse a los tiempos. Y Di Giorno no sabe qué va a pasar. Sólo que el de cada noche será siempre, y al menos, el penúltimo cabaret de Psicosis Gonsales.

 

 


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