La guerra civil se desarrollaba ya entonces con una ferocidad sin límites. Se luchaba a diario en los campos como en las ciudades, en las calles y en las casas. Además de los ejércitos combatientes, actuaban las terribles bandas de forajidos que, accidentalmente, se ponían al servicio de unos o de otros. Todas las mañanas se temía en las aldeas la aparición de tal o cual atamán de cosacos con su tropa de bandoleros, ansiosos de muerte y de botín. El anarquista Majnov, con su horda, iba sembrando la muerte por dondequiera que pasaba su bandera negra; el bandido Grigori “razziaba” los campos y robaba los ganados; los caminos estaban jalonados de cadáveres insepultos y en las puertas de las casas permanecían días y días soldados y paisanos clavados a bayonetazos.
Uno y otro bando fusilaba en el acto a todos los prisioneros que cogía. Un día, entre los prisioneros hechos a los rojos por el Ejército Blanco estaba un muchachito espantado, un adolescente de ojos claros y bondadosos. Se le arrimó, en unión de otros, a una pared para fusilarlo. Catalina, que presenciaba la escena, tuvo lástima de aquel muchachito e intercedió por él.
—Déjamelo –dijo a su marido–; parece buen chico. Perdónale la vida a cambio de que me sirva de espolique.
Así fue. El pequeño bolchevique se convirtió en el escudero más fiel y más solícito que pudo encontrar la amazona. Catalina sostiene que esta devoción personal tenía su origen en la dulce y suave condición del muchacho. Yo me he permitido creer maliciosamente que el ex bolchevique se había enamorado de aquella brava mujer-soldado.
Era de origen campesino y parecía incapaz de comprender nada de lo que estaba pasando. Cuando vivaqueaban durante las marchas y contramarchas, después de preparar un buen lecho de hojas secas o heno para su señora, el aldeanito se echaba a sus pies y le preguntaba:
—¿Por qué nos matamos los unos a los otros? ¿No somos todos rusos? ¿Por qué la guerra?
“Todo lo ruso es triste. Hablemos de España. Yo conocí un español…”.
Cuando el Ejército Blanco fue definitivamente derrotado, Catalina tuvo que abandonar el territorio ruso y refugiarse primero en Constantinopla y más tarde en Yugoeslavia. Un día supo, por un verdadero azar, que su hermana Cleopatra había conseguido huir de Rusia y vivía en Berlín dedicada a su arte. Las dos hermanas, que se creían muertas, se encontraron y se unieron con el propósito de no separarse nunca.
Los horrores pasados han puesto sobre el bello rostro de Catalina una patética veladura. Sonriendo graciosamente me dice mientras me azucara el té en un rinconcito del estudio:
—No hablemos más de Rusia, ni de los emigrados rusos. Es triste. Casi ninguno ha sabido rehacerse espiritualmente después de la catástrofe, ni ha tenido fuerza interior bastante para reconstruir su vida con un sentido actual. Son cadáveres insepultos; hábleme usted de España.
“En Menton –agrega– conocí yo a un gran español. Fui a visitarle sin saber quién era, acompañando a un compatriota mío que le admiraba mucho; yo iba sencillamente de intérprete, pero aquel gentil español, en cuanto me vio, dio de lado a mi compatriota y a su admiración y se puso a hacerme el amor, fervorosamente, en las mismas narices de mi amigo, quien, al oírle hablar con tanto entusiasmo, me pedía que le tradujese, palabra por palabra, todo lo que su ídolo iba diciendo. ¡Cómo iba yo a traducirle las cálidas frases que me dedicaba aquel español galante!
Aquel español era Blasco Ibáñez.
Los grandes generales blancos. Denikin, Wrangel, Kutepov
“Abandonado por todos y desangrándose a raudales, el ejército ruso que ha luchado no sólo por la causa de Rusia sino por la del mundo entero, abandona la tierra natal. Vamos a la emigración como mendigos que tienden la mano, pero con la frente muy alta y la conciencia de haber cumplido nuestro deber hasta el límite. Tenemos, pues, el derecho de reclamar la ayuda de aquellos por cuya causa tanto nos hemos sacrificado, de aquellos que nos deben su libertad y aun su vida…”.
Arrollado por los bolcheviques, el general Wrangel publicaba esta orden del día en Sebastopol el uno de noviembre de 1920, mientras su ejército desbaratado se precipitaba sobre los buques surtos en el puerto. El Ejército Blanco había terminado. De allí en adelante no sería más que una horda de mendigos lanzada sobre Europa.
Cómo nació el Ejército Blanco
El Ejército Blanco no era ya el ejército imperial. Empezó a formarse cuando los bolcheviques tomaron el poder, y sus orígenes no pudieron ser más humildes. Huyendo de los rojos se refugió en el Don el general Alexiev, jefe del Estado Mayor del zar. Huyendo como él fueron concentrándose en el Don todos los jefes y oficiales que podían escapar de las matanzas de los bolcheviques. Alexiev, para organizar el ejército, contaba en aquellos momentos con su fortuna personal, unos cuatrocientos rublos.
Pero los cosacos del Don, enemigos de los bolcheviques, ampararon a todos los oficiales que acudían hambrientos a reunirse con Alexiev y facilitaron a este el dinero necesario. Más tarde, los cosacos, contaminados por la propaganda bolchevique, negaron su protección a Alexiev y le obligaron a levantar el campo. Este acuerdo del Parlamento cosaco causó tal dolor al atamán cosaco Kaledin, que al ver que se expulsaba del país a los oficiales de Alexiev dimitió su cargo, abrazó a su mujer y se mató de un tiro.
Pero ya el Ejército Blanco estaba formado. Varios millares de oficiales, estudiantes, cadetes y oficiales de Marina, con seis cañones, un avión y un auto blindado eran todos los efectivos. Alexiev, al partir del Don, iba al frente de la columna en un coche cerrado en el que llevaba todo el tesoro del ejército: seis millones de rublos. Junto a él caminaba, al frente de un grupo de veinte caballeros techinsk, un hombrecillo taciturno, los ojos pequeños, el bigote caído. Este hombre, que era hijo de un cosaco siberiano y una mujer kirguís, había hecho, en una ocasión, un recorrido de seis mil kilómetros a caballo para ir desde Pekín a Tachsken. Era el terrible Kornilov, el militar más duro y más arrojado de los ejércitos imperiales. Tras él iba una tropa de oficiales tocados con el alto gorro cosaco, las cartucheras en el pecho y el látigo –la nagaika– en la mano.
Cuando se aproximaban a la primera aldea, una diputación de aldeanos les salió a decirles que no les dejarían pasar. Kornilov contestó:
“Si antes de una hora no hay en la aldea comida y alojamiento para mis hombres, la arraso en cinco minutos”.
Pocos días después se libraba la primera batalla con los rojos. Los oficiales tuvieron que formar el cuadro con los carros y luchar como en la Edad Media. La lucha era desigual; llevaban las de perder y, considerándose perdidos, los que se hallaban heridos en los carros se suicidaban para no caer en manos de los rojos. Pero Kornilov los llevó a la victoria una vez y otra. Los hubiese llevado en triunfo hasta Moscú, a no haberlo destrozado un casco de obús en el sitio de Elisabetskaya. Fue, entonces, cuando Denikin se puso al frente de las tropas.
Este fue el origen del famoso Ejército Blanco que, tres años después, embarcaba, desordenadamente, en Sebastopol para convertirse en esa masa de desdichados cuyas tristezas referimos.
El general demasiado inteligente
Denikin era uno de los mejores generales del ejército ruso. Era un hombre fuerte, grises la barba y el bigote, reposado de ademán y muy ruso. Producía una grata impresión de hombre reflexivo y había demostrado ser bravo, honesto y muy culto en la ciencia militar. En la guerra europea se había distinguido como pocos al mando de la llamada “división de hierro”. Pero, a juicio de su rival y sucesor, el general Wrangel, Denikin era demasiado inteligente para ser general. Hablaba bien –dice–, pero sólo podía ser entendido por un auditorio ilustrado. No sabía meter la tropa en un puño. No tenía aspecto de gran jefe. Le faltaba –sigue diciendo Wrangel– ese no sé qué característico del guerrero que enciende los corazones y hace vibrar las almas. Era hijo de una familia de la pequeña burguesía, y había hecho toda su carrera, oscuramente, en guarniciones remotas gracias a un trabajo encarnizado. Tuvo siempre el recelo de las gentes humildes ante los aristócratas, los cortesanos y los brillantes oficiales de la guardia. Desconfiaba de todo el mundo y, principalmente, de los generales procedentes de la aristocracia. Wrangel sostiene que los bolcheviques están hoy en el Poder por los celos que Denikin tenía de él. Cuando se estudiaba el plan estratégico conveniente para avanzar sobre la sede del comunismo, Denikin rechazó la propuesta de Wrangel, diciéndole: “Usted lo que quiere es ser el primero que entre en Moscú”. Tengo, por otra parte, la impresión de que estos recelos de Denikin no eran absolutamente injustificados.
A pesar de todo, Denikin llevó al Ejército Blanco poco menos que a las puertas de Moscú. Hubo un momento en que las vanguardias del ejército afinaban el oído creyendo oír el tañido de las campanas del Kremlin. Contaba, entonces, el Ejército Blanco con veinticinco mil sables y bayonetas, ochenta y seis cañones, ciento cincuenta y seis ametralladoras, cinco trenes blindados y siete aeroplanos. Estaban en su poder ciudades tan importantes como Novorossik, Armavir, Stavropol y Kislovodsk. Simultáneamente el almirante Koltchak atacaba a los rojos por Siberia, Miller les batía en Arkangel, Yudenitck caminaba hacia Petrogrado, Krasnov luchaba en el Don y Dutov triunfaba en Orenburg. El poder de los rojos tocaba a su fin. En un solo día se les habían hecho cuarenta mil prisioneros. Los jefes bolcheviques tenían ya preparada su huida al Turquestán. Bujarin había arreglado, incluso, sus papeles. Sólo Lenin permanecía firme en su puesto y decía: “Ya saldremos; siempre hemos tenido suerte”.
Pero, súbitamente, sin que se pudiera saber exactamente la causa, empezó la catástrofe del Ejército Blanco. “Es inexplicable –decían los oficiales blancos–. Arrojamos a los rojos de sus posiciones fustigándoles con nuestras nagaikas, como bestias que se empujan hacia el establo, y, sin embargo, después de cada victoria tenemos que retroceder”. Era inexplicable. Una ligera derrota en el ala izquierda, un ligero repliegue en buena forma y, súbitamente, sin que nadie se lo explique, el pánico que cunde en las filas y la desbandada general. El ejército se convirtió en un animal herido que se desangraba al huir. Wrangel atacaba sable en mano a la tropa del sargento Budenny, la derrotaba y, sin embargo, era preciso replegarse otra vez. El invierno llegaba. A espaldas del ejército la población civil se levantaba contra los oficiales blancos y les hacía una guerra peor que la del frente. El anarquista Majnov, con sus bandas de ladrones, soliviantaba a los campesinos y despertaba su brutalidad, diciéndoles: “Golpead a los blancos hasta que se pongan rojos, y a los rojos hasta que se cambien en negros”.
Era una cacería al hombre espantosa. Con veinte grados bajo cero y en plena derrota, los oficiales blancos iban cayendo asesinados por la espalda. El pueblo se revolvía contra los blancos. “¡Señor, Dios! ¿Qué te hemos hecho?” –gritaban.
Clamaban al cielo y no veían que habían ofendido a Dios lanzándose con sus terribles nagaikas en la mano sobre el pueblo ruso, al que habían hostigado a latigazos tan pronto como se sintieron fuertes. No fueron los bolcheviques quienes derrotaron a los blancos. Fueron los crímenes que los blancos cometían por donde pasaban la causa de que se levantara contra ellos la masa del pueblo, que, odiando a los rojos, les dio el triunfo por miedo al desenfreno de los blancos. El ejército de Denikin, este hombre humilde procedente de la pequeña burguesía, culto e inteligente, cometió tales crímenes, que bien pudiera creerse que su derrota fue un castigo divino.
Cuando se vio perdido, Denikin entregó el mando al general Wrangel y se dio a la fuga, acompañado de su mujer. Al llegar a Constantinopla fue a la Embajada rusa. No había hecho más que entrar, cuando el general Romanovski, que le acompañaba, cayó herido de un balazo. Le entró tal pánico, que se lanzó a pedir la protección de Inglaterra. Los ingleses le pusieron una guardia de cipayos en la Embajada, y, custodiado siempre, se fue a Inglaterra y se alejó para siempre del mundo. El bravo e inteligente Denikin, espantado de tanto horror como le rodeaba y quizá sintiendo horror de sí mismo, había muerto moralmente.
Este buen viejo que va al mercado con su cesta
Una mañana he ido a Vanves, un pueblecito de los alrededores de París, donde la atrafagada vida parisién se remansa y asorda. Es una barriada tranquila, poblada de gente humilde y sencillos burgueses. Al lado de una plaza, con tiendecillas y tenderetes que le dan honores de mercado, está la calle Aristides Duru, y en esta calle hay una casa humilde, en la que vive el general Denikin.
He llamado a la puerta de su cuarto –un cuarto estrecho, bajo de techo y mal amueblado–, y he preguntado por él.
—No está –me contestan–. No está nunca aquí. Si quiere usted verle, búsquele en París. Aquí sólo viene a última hora y no recibe nunca a nadie.
Insisto una y otra vez. Vuelvo. Todo inútil. El general Denikin ha muerto. Físicamente su lugar en la tierra lo ocupa un buen viejo, de blanca y cuidada barbichuela, que algunos vecinos de la barriada de Vanves ven, a veces, pasear lentamente por los alrededores, con las manos a la espalda y la mirada clara de sus ojos azules puesta en la lejanía.
Este buen viejo se niega en absoluto a hablar con todo aquel a quien interese el general Denikin. Charla únicamente con las vecinas de su calle, los vendedores del mercado y los jardineros de las villas próximas. Con todos aquellos que no saben que es el general Denikin y le suponen un burgués que vive de una exigua rentita o de una pensión oficial.
Por las mañanas, a buena hora, el general Denikin, con su airecillo insignificante, echa a andar hacia el mercado y allí discute y regatea con los tenderos; compra él mismo sus repollos y sus frutas, y, cargado con las vituallas necesarias para su comida, se vuelve a su pisito.
Yo le he acechado una mañana a la vuelta del mercado. Di instrucciones a mi fotógrafo, y cuando le vi venir calle arriba, con su aire cansino y portando al brazo uno de esos panes franceses largos como lanzas, me aproximé a él. Me acogió sonriente; pero cuando íbamos a entablar conversación, una maniobra imprudente de mi fotógrafo lo echó todo a perder. Con su largo pan en ristre, Denikin picó soleta y se metió en el oscuro portal de su vivienda para evitar la fotografía y la interviú.
Wrangel, el aristócrata que soñó ser el amo de Rusia
Cuando se retiró Denikin de la lucha, quedó al frente del maltrecho Ejército Blanco el general barón de Wrangel, procedente de una aristocrática familia que gozaba de gran predicamento en el Cáucaso. Tenía un enorme prestigio personal de hombre valiente. Creía, sobre todo, en la eficacia de la caballería, y al frente de un escuadrón de cosacos era capaz de lanzarse al asalto de una batería de ametralladoras. Wrangel recogió los restos dispersos del ejército de Denikin, restableció la disciplina con terribles castigos y puso a raya a las poblaciones con feroces represiones. En poco tiempo había reorganizado sus fuerzas y había emprendido la ofensiva.
Pero el relato de sus ferocidades, y la declaración que hizo de que luchaba para colocar al pueblo ruso en situación de escoger un nuevo amo, le privaron de las simpatías de todo el mundo y del auxilio de los aliados. Era evidente que movía la guerra, no para derrotar a los rojos e instaurar un régimen liberal, sino para erigirse en amo de Rusia, y ninguna potencia europea quiso ligarse a la suerte de aquel militar ambicioso.
Esta fue la causa de que, a pesar de sus éxitos guerreros, tuviese pronto que replegarse hacia el mar, acosado por las tropas del sargento Budenny, un tipo idéntico, moral e intelectualmente, a Wrangel.
En octubre de 1920, el general Kutepov, jefe de la vanguardia del Ejército Blanco, comunicó que los rojos habían roto sus líneas y que empezaba la retirada general. Wrangel, buen organizador, empezó a disponer el embarco de sus tropas. En pocos días fueron embarcados unos ciento cincuenta mil hombres.
¿Adonde iba aquel ejército en derrota?
El misterio de Kutepov
Una mañana fría y lluviosa de noviembre de 1920 desembarcó en el puerto de Gallipoli un hombrón recio y barbudo, la mirada dura, las mandíbulas apretadas. Montó a caballo y se metió tierra adentro, dejando a sus espaldas un mar embravecido, sobre cuyas olas cabeceaba en lontananza una larga fila de buques de guerra y transportes.
Aquel sujeto espoleó a su caballo, que chapoteaba en el fango, campo a traviesa y lo hizo llegar, seis o siete kilómetros tierra adentro, a un vallecito desierto, por el que discurrían unos arroyuelos. Echó una mirada al paisaje, fértil en apariencia, pero poblado de reptiles, mosquitos y miasmas pútridos, generadores de las terribles fiebres que habían alejado siempre a todo ser humano de aquellos parajes, y dijo:
—Hay agua. Esto es todo lo que tendremos aquí. Nos basta. A comenzar el desembarco.
Era el general Kutepov, jefe del primer cuerpo del ejército de Wrangel, al pisar el famoso valle de las Rosas y de la Muerte, en Gallipoli, designado por las potencias aliadas para recoger los restos del ejército ruso derrotado. Bajo la vigilancia de Kutepov, las barcazas fueron depositando en la orilla su carga de miserables harapientos, que apenas si tenían ánimos para moverse. Kutepov, a caballo, erguido e insensible, iba a la cabeza de aquella masa informe de humanidad doliente, que se arrastraba penosamente por el fango con el anhelo suicida de acabar cuanto antes.
Apenas habían llegado, cuando Kutepov, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba, advirtió que un oficial iba a su lado, la guerrera desabrochada, las manos en los bolsillos, el aire malhumorado y cansino. Se volvió, súbitamente, hacia él y con tono autoritario le gritó:
—¡Cuádrese, señor oficial! ¿De cuándo acá está permitida esa actitud delante de un general? ¡Fuera esa mano del bolsillo! ¿Pertenece usted a un ejército o a una banda de forajidos?
El oficial, sin cambiar de postura, se le quedó mirando con una sonrisa irónica en los labios.
Kutepov, furioso, rugió:
—Vaya usted a cumplir un arresto de cinco días, señor oficial.
¿Un arresto? El general estaba loco. ¡Hacer cumplir un arresto, cuando los veintisiete mil hombres del ejército en fuga iban a dormir a la intemperie bajo la lluvia y a morir de hambre al día siguiente!
Kutepov, empero, se obstinó en mantener la disciplina con una obcecación de perturbado. “Es un loco –decían–; todavía le queda humor para ponerse a jugar a los soldaditos”.
Kutepov hacía como que no se enteraba de la realidad. Los aliados le facilitaron unos millares de tiendas de campaña y unos cargamentos de víveres, y él se aprovechó de la necesidad que había de organizar el racionamiento para restablecer la disciplina militar. Con el pretexto de mantener el orden, restableció las guardias, organizó patrullas, hizo que se diese guardia de honor a las banderas y estandartes de los regimientos, y cuando ocurrió el primer delito hizo prender al delincuente y, después de un juicio sumarísimo, lo hizo fusilar en el acto.
La ley que este hombre inflexible imponía sobre aquellos millares de seres vencidos era durísima; los castigos, terribles, la ejecución, implacable. Nadie se explicará nunca, lógicamente, cómo aquellos hombres, que estaban en un territorio neutral, que no debían obediencia ninguna a sus antiguos jefes y que, en su infinita miseria, eran absolutamente libres, sufrían aquella tiranía de Kutepov. Su conducta, de verdadero sátrapa, le valió el remoquete de “Kutep-Pasha”. Había sido toda su vida un hombre inflexible, esclavo de la ordenanza y la disciplina. Jamás había bebido una copa de vino, ni fumado un cigarro, ni tocado una carta. Tal era el hombre que supo organizar en la emigración a los millares de mendigos que componían el ejército ruso y que, a la muerte del barón de Wrangel y del gran duque Nicolás, se había convertido en la esperanza de todos los rusos emigrados, que le señalaban como el Bonaparte cuyo advenimiento preparaba el termidorismo de la política bolchevique.
Diez años después Kutepov mantenía los cuadros del ejército diseminados por todo el mundo, pero sujetos aún por su mano de hierro. Súbitamente, una mañana de domingo, el general Kutepov, que había salido de su casa en París para ir a misa, desaparece misteriosamente. Meses y meses los periódicos de toda Europa publican informaciones sobre la desaparición de Kutepov. Unos dicen que han sido los bolcheviques; otros, que se trata de una venganza personal; otros, que no es más que una fuga. Hay quien asegura que Kutepov se ha marchado a Rusia disfrazado para mover la rebelión contra el bolchevismo por cuenta de las grandes compañías petrolíferas; hay también quien dice que está en China.
Lo cierto y verdad es que, después de un año de pesquisas y fantasías, el misterio continúa impenetrable, y que lo único que se sabe es que el día de su desaparición alguien vio, desde lejos, cómo unos desconocidos hacían entrar a viva fuerza en un taxi a un hombre que bien pudiera ser el general Kutepov. El suicidio de un hermano suyo, acaecido en Grenoble hace unos meses, ha venido a enmarañar más el asunto.
La Asociación de combatientes rusos, después de la desaparición, ha continuado las normas de disciplina inflexible que él impuso. Al frente de ella se ha colocado otro prestigioso jefe del Ejército Imperial, el general Miller, quien, hablándome de la supervivencia de los regimientos rusos en la emigración, me decía…
Chatarra
Con la derrota del general Wrangel cayeron sobre Europa ciento cincuenta mil rusos que no habían querido abandonar el territorio patrio hasta el último instante. De estos ciento cincuenta mil evacuados por la escuadra del Mar Negro, cien mil eran jefes, oficiales y soldados de los ejércitos blancos; entre los cincuenta mil restantes había más de treinta mil mujeres y de siete mil niños.
Cuando los viejos buques de la escuadra, que llevaban aquel triste cargamento de seres humanos vencidos, llegaron al Bósforo, se separaron y comenzó la dispersión; el núcleo principal, formado por los militares, fue repartido entre los campamentos que se levantaron en Gallipoli, Lemnos y Tchataldja. Unos treinta mil fueron conducidos a Servia, Rumanía y Bulgaria.
Pasado algún tiempo, las potencias aliadas se cansaron de suministrar víveres a aquellos desgraciados y les invitaron a disolverse.
Este fragmento pertenece al libro Lo que ha quedado del imperio de los zares, recientemente republicado por la editorial Renacimiento.