Suena Colorblind, de
Counting Crows
Algo ocurre cuando después de haber visto una película cuyo discurso se sustenta sobre cuestiones “importantes”, cuando a las claras te invita –o incita- a la reflexión, uno se mantiene entre la indiferencia y el reconocimiento, merecido, sin duda, de haber visto una obra a tener en cuenta, una de esas que conviene ver, y comentar, y recomendar. Eso mismo me ocurre al ver La profesora de parvulario (Haganenet, 2014), el segundo largometraje del israelí Nadav Lapid, cuyo punto de partida, basado en la propia experiencia del cineasta quien en su infancia se dedicaba a escribir poemas, nos habla de la relación que se establece entre Yoav, un niño de cinco años con un asombroso talento para componer versos llenos de símbolos que esconden profundas y bellas reflexiones sociales y metafísicas, y Nira, su profesora, poeta ocasional que asiste a talleres de creación literaria, y que descubre como a los ojos de los demás, incluido su propio padre, el joven protagonista es simplemente un niño.
Esa relación, despojada progresivamente de cualquier aspecto entrañable y afectivo cuando descubrimos que Nira pasa de la fijación a la obsesión, le sirve a Lapid para construir un relato para adultos, de la misma manera que Yoav recita poemas para gente con una sensibilidad especial, una parábola a través de la cual hay que interpretar una lectura sociológica de Israel. Una lectura crítica y amarga sobre una sociedad incapaz de apreciar la belleza de lo poético y el, supuestamente, enorme talento de una especie de Mozart de las metáforas –y Nira podría ser una versión de Salieri-. Lapid también utiliza los símbolos y así tenemos a ese pequeño Rimbaud convertido en un mesías que cruza el desierto aunque en este caso no lo haga seguido de ningún pueblo, demasiado ocupado este en la practicidad de lo cotidiano, sino raptado por una mujer que cree haber visto la luz que le lleve a salir de su gris, triste y monótona vida familiar. Frente a las imágenes de La profesora de parvulario uno se ve casi obligado a seguir ese discurso, de la misma manera que uno debe admirarse ante la capacidad poética del pequeño Yoav. Sin embargo, a uno esa lectura sociológica le acaba casi provocando la misma sensación de incredulidad e ignorancia que le causan esos momentos en que Yoav, yendo de un lado a otro, empieza a recitar sus versos.
Puede que algo de todo esto sea provocado por la distante y precisa puesta en escena del propio Lapid –quien se permite algún desliz formal algo fuera de lugar-, cuya mirada a veces resulta tan indiferente y tan poco afectiva como lo es la de esa sociedad a la que parece criticar de forma tan contundente como maniquea. Tan solo cuando el eje del relato se desplaza y el interés se apoya en Nira y vemos cómo ese personaje va progresivamente obsesionándose con el joven protagonista, cómo su relación con él va convirtiéndose en algo tortuoso, enfermizo y ambiguo, solo entonces La profesora de parvulario se convierte en una película con cierta entidad dramática, y de ahí que en su tramo final recupere algo de su aliento. Y es también a través de ella, y de cómo se relaciona con Yoav –como se aprovecha inicialmente de sus poemas, como después buscará su reconocimiento-, como surgen algunas cuestiones interesantes sobre si el talento para escribir surge a partir de la experiencia adquirida o es un don que pertenece a unos pocos elegidos, sobre si la sensibilidad poética puede residir en un inocente niño incapaz de redactar sus versos, sobre hasta que punto hay que intervenir o no ante un fenómeno por el estilo, etc.
Sin embargo, todas esa cuestiones son lastradas, en parte, por la falta de apego absoluta que el film desprende y, en parte, porque parece querer Lapid que prevalezca otro tipo de reflexión. De ahí esa sensación de apatía que me dejan sus imágenes, tras cuyo visionado uno permanece como esa sociedad israelí ante los poemas de Yoav. Puede que, sin ser consciente del todo, uno sea incapaz de apreciar todos los valores de una película como La profesora de parvulario. No es descartable cuando a uno le han tenido que explicar dónde reside la belleza poética de las palabras del joven protagonista. Puede que uno, sin darse cuenta, este en ese grupo al que pertenecen todos los demás, aquel del que huye Nira. Seguramente, porque si no fuera así, uno la vería con otros ojos, y la entendería.