Quienes me conocen saben que detesto hablar de periodismo y de los periodistas, del ejercicio interminable de mirarnos el ombligo. Es un acto que considero una banalidad y una distracción de lo que debe ser nuestro trabajo: buscar historias y contárselas a la gente. Siempre he pensado que debía dedicar todas mis energías a encontrar las mejores fuentes, a llegar un poco más allá de lo que ya se conocía y a pulir las historias para que fueran redondas, incontestables con la verdad. No he renunciado a este compromiso personal pero hoy, como excepción a esa regla, voy a hablar de mí. Hace unos meses dejé el trabajo que había sido mi pasión durante más de una década por cuya labor estoy hoy aquí con todos ustedes. No he hablado públicamente de ese pasaje ni de sus detonantes, pero hoy me encuentro, por fin, con la energía de hacerlo por primera vez.
Durante los años que cubrí la Primavera Árabe me emocioné con el valor de aquellos jóvenes que dejaron de aceptar lo inaceptable y se echaron a las calles. Lucharon pacíficamente, con enormes dosis de ingenuidad a veces, pero siempre con lealtad a lo que creían. La historia posterior fue implacable con ellos. En Egipto islamistas y militares pactaron primero sepultarlos, arrinconarlos y más tarde destrozaron con su incapacidad para compartir el poder todos y cada uno de aquellos sueños alumbrados en 2011. Ellos, los verdaderos protagonistas, son hoy carne de cárcel y exilio. Otros ya no viven para contarlo y algunos de los que están recorren aún un tortuoso camino plagado de secuelas psicológicas. Egipto es hoy una de las grandes cárceles de periodistas del planeta y uno de los agujeros negros de la libertad de prensa, por delante de Irak, Turquía, Venezuela o Rusia.
Yo siempre he admirado profundamente su determinación. Un coraje que durante los últimos años en El Cairo, en un ambiente cada vez más asfixiante, se volvió hacia mí como un bumerán. ¿Por qué yo, que era capaz de contar sus historias e injusticias, era incapaz de actuar y dejar de aceptar lo inaceptable? Mi última etapa en El Cairo estuvo marcada por circunstancias que hacían sentirme en mitad de un tupido fuego cruzado: debía bregar con constantes llamadas al orden de las autoridades locales, enfurecidas por lo que publicábamos y por romper el silencio que trataban de preservar sobre la represión. Llegaron a amenazar con una retirada de la acreditación, una demanda judicial y una deportación. La situación de los periodistas locales es mucho peor.
La otra circunstancia se desarrolló en Madrid. No son buenos tiempos para ejercer el periodismo internacional en España. Pertenezco a una generación que ha sido condenada a contentarse con las migajas. Ser freelance hoy es aceptar una protección laboral nula y una posición de extrema debilidad frente a quienes deben comprarte las historias, empezando por el ejercicio de responder a los correos de propuestas. Es vivir permanentemente a la intemperie, al capricho de un editor no siempre magnánimo. Hace unos meses me vi enfrentado a una reflexión de la que surgió mi decisión de no aceptar lo inaceptable, como los protagonistas de algunas de mis historias.
Tras una dedicación extrema durante años, en una labor maratoniana que nutría con reportajes e historias propias muchas secciones del diario, llegué a la convicción de que no merecía la pena seguir en las condiciones en las que trabajaba, con cada vez más limitaciones para viajar y hacer el trabajo como consideraba que debía hacerlo. En mayo hice las maletas y me fui de El Cairo y también de El Mundo. Imagino que pensarán que fue una decisión radical, pero no me arrepiento. Me consta que no soy el único freelance que ha recorrido ese camino últimamente. Para desgracia de mi generación, el periodismo internacional en español es cada vez más un reducto donde reina el voluntarismo de cada cual y brilla por su ausencia la más leve exigencia de profesionalidad. A menudo lo que se termina premiando es el refrito complaciente, institucional.
Agradezco al jurado haberme elegido entre los finalistas de esta edición. Ojalá sirva esto como reflexión del periodismo que estamos haciendo hoy y de cómo deberíamos tratar a los freelances que arriesgan su vida y le dedican horas interminables a una pasión a mayor loor del periodismo internacional y a su situación cada vez más precaria en nuestro país. La mayoría de los freelances que hoy copan el periodismo internacional en español hacen su trabajo con escasos recursos y un desamparo digno de denuncia. Con un entusiasmo a menudo no correspondido por sus jefes.
Este reconocimiento, el mío, tiene nombres y apellidos. Lleva el de todos mis compañeros de profesión con los que compartí los años más intensos y extenuantes de la historia reciente de Egipto; los colegas de la agencia Efe, donde comenzó mi periplo profesional, la mejor escuela de periodistas que conozco. Los de quienes me abrieron las puertas de El Mundo, Pako Herranz y Ana Alonso. Trabajar y cooperar con ambos, con Pako y Ana, en aquella sección de Internacional sí que fue un disfrute continuo. A la sección de Crónica y a Ildefonso Olmedo, donde firmé algunos de las historias de alcance internacional, una prueba de que el periodismo en español puede marcar agendas y firmar exclusivas y no reducirse al seguidismo bochornoso del anglosajón, a ser mero traductor. En junio me incorporé al proyecto de El Independiente con la voluntad de continuar aprendiendo. Mi gratitud también para Casimiro García-Abadillo por apostar en Madrid por alguien que se curtió lejos de casa y que asume hoy el reto de contar esos dos mundos que llevo, de establecer un diálogo entre ambos.
Si queda algún margen para salvar esta profesión y defender este oficio maltratado por unos y otros, deberíamos aplicarnos en ello. Recordando que nada justifica que nuestro gremio se convierta en una ávida trituradora de seres humanos o un campo de batalla donde todo vale. En el periodismo que yo defiendo y en el que –creo– deberíamos reconocernos todos, no caben las vacilaciones. El lado correcto es el de los débiles, siempre y bajo todas las circunstancias. El de aquellos jóvenes egipcios que dejaron de aceptar lo inaceptable y se echaron a las calles. Gracias.
Estas palabras las pronunció Francisco Carrión en la celebración de la 36ª edición del premio de periodismo Cirilo Rodríguez para corresponsales o enviados especiales de medios españoles en el extranjero, celebrada en Segovia el pasado 24 de septiembre. Carrión fue finalista junto a José Naranjo y Mavi Doñate, que fue la ganadora de esta edición.