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Mientras tantoEl perro de Pitesti

El perro de Pitesti


 

 

Llegamos con la noche encima, entre destellos de desconocidos, por una carretera desde la frontera búlgara, donde el carro de caballos todavía formaba parte del paisaje contemporáneo y las casas campesinas están decoradas con sencillas filigranas que hablan de un primor que se niega a ser descuartizado, después de atravesar la gran llanura dacia, entre maizales, campos de la despensa que antes de rumana fue romana y las despiadadas e invisibles concentraciones rurales con las que Nicolae Ceasescu quiso rehacer Rumanía a imagen de sus delirios. De esa infausta obra de ingeniería humana, que tanto despreciaba la naturaleza de los campesinos y que traía ecos de las atrocidades soviéticas con los mujiks, recuerdo lo que en su día escribiera Hermann Tertsch en El País, antes que nadie en España y casi en cualquier otro sitio, cuando El País, como recordaba Gervasio Sánchez al volante de su viejo Opel Vectra lanzado a toda velocidad hacia nuestro pasado, nos enseñó el mundo que estábamos ansiosos de pisar con nuestros ojos. “La realidad internacional no se entiende”. ¿Hemos vuelto a la oscuridad? Ahora tenemos otros ojos.

 

De Pitesti no sabíamos nada hasta que, tras haber dejado atrás los días emocionantes de Sarajevo y el tristísimo funeral de Srebrenica, buscamos un punto equidistante donde pasar la noche entre el amanecer de Belgrado y la noche rumana. El experimento de Pitesti alcanzó cotas de crueldad inauditas para un régimen que durante años fue celebrado por sus partidos hermanos como el Partido Comunista Español, cuyos dirigentes disfrutaban de la hermandad ideológica en balnearios insonorizados al sufrimiento de los disidentes reeducados en la prisión de esta urbe industrial. Allí, en la cárcel de Pitesti, bajo la supervisión de antiguos fascistas y de gente que conocía desde dentro el sistema de chekas soviético, se llevó a cabo un plan de reeducación a través de la tortura sistemática y la delación. Lo explica el historiador francés Sthépane Courtois, director de investigación en el Centro Nacional de Investigaciones científicas de la Universidad de París X, en la página El genocidio de las almas:

 

“En mi opinión lo que pasó en la cárcel de Pitesti al final de los años 40 y principios de los años 50, ha significado el Experimento Comunista llevado hasta in extremis, la experiencia de una ingeniería psicológica. Los comunistas han hecho muchas ingenierías sociales: han intentado modificar la sociedad exterminando una parte específica de la población: las elites o una parte u otra de ella. Pero en este caso tenemos cómo un tipo de experiencia en probeta en un laboratorio, una experiencia de ingeniería psicológica. Me refiero a que llevaron estudiantes nacionalistas y cristianos y se intentó, mediante la tortura física y síquica adecuada, convertirlos en personas nuevos, en comunistas. Así que, donde yo sé, es en realidad un experimento increíble, llevado al extremo. Seguro que se han experimentado ingenierías psicológicas, como fue sobre la población de Camboya, por los jemeres rojos. Pero eso fue algo banal: la gente se vio obligada a participar, después del trabajo en reuniones donde tenía que repetir consignas todo el tiempo. En cambio en Pitesti se trabajaba día y noche, sin interrupción, sobre la psicología de los jóvenes, para transformarla totalmente”.

 

Y añade Courtois:

 

“La extraordinaria barbarie es que las personas se han visto obligadas a destruirse entre ellas mismas. Esta era la base de la experiencia psicológica: hacer que la víctima sea su propio verdugo. Esta era la razón para el comunismo. Tienes medios limitados: tomar las víctimas para convertirse en sus propios verdugos. No hay necesidad de hacer su trabajo como verdugo. Y este es el fondo del Experimento de Pitesti: todas estas formas de arrancar las máscaras una tras otra, de negación de los amigos hasta su propia negación, de auto-negación, de poder torturar a sus amigos para ponerse al lado de los torturadores”.

 

Es desconcertante que a pesar de la ingente cantidad de testimonios y ensayos publicados sobre las atrocidades cometidas bajo el socialismo real, como a los propios regímenes les gustaba denominarse, desde los Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov, que ha venido publicando de forma impecable la editorial Minúscula, sobre el espanto del Gulag soviético, al reciente Bajo una estrella cruel, de Heda Margolius Kovály, en Libros del Asteroide, sobre las depravaciones y la denigración y la ejecución de comunistas convencidos en la antigua Checoslovaquia que caían en desgracia en medio de una espiral de paranoias, pasando por el tan injustamente denostado en la España franquista y hasta ahora mismo en algunos círculos Alexandr Solthenitsyn, publicado de forma exhaustiva por Tusquets, como el rumano Norman Manea, uno de los escritores más críticos del régimen de Ceausescu, que acabó exiliándose en Estados Unidos, haya todavía tantos que no quieran saber, que no quieran oír. Hasta se encuentran hoy día, sin escarbar demasiado, justificaciones para las peores miserias del régimen cubano. Muchos antiguos creyentes se niegan a exponerse a esas pruebas inequívocas, o alegan que en cualquier caso fueron aplicaciones degradadas de una idea que en su origen era buena. ¿Una idea que para aplicarse, para triunfar, tiene que pasar por las armas o reeducar a todo el que se ponga por delante, que es ipso facto declarado enemigo del pueblo o loco por no entender precisamente la bondad del nuevo plan? Hasta las tempranas denuncias de André Gide o de Arthur Koetsler sobre el espanto soviético, rápidamente tachadas como “literatura al servicio del enemigo”. Resulta asombroso cómo la plasmación práctica del comunismo (una idea cargada de tan buenas intenciones como atroces resultados) sigue sin ser revisada en toda su integridad por quienes adoptaron su fe en la adolescencia y la juventud, y se niegan a hacer examen de conciencia: como si la mera idea del hombre nuevo pudiera ser defendida sin vergüenza. ¿Quién decide quién es el hombre nuevo?

 

Encontramos alojamiento en un nuevo y anodino hotel del centro de Pitesti. Tras hablar con el recepcionista crucé la plaza para recoger el equipaje. Había dos perros callejeros (de los muchos que al parecer abundan en las calles de Rumanía) sentados en el suelo, y sin que mediara el menor intercambio de palabras ni de miradas, uno de ellos, de mediana envergadura, con rizado y sucio pelo con manchas negras, se lanzó sobre mi pantorrilla sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo. A saber qué le recordó el olor del extranjero. Dejó nítida huella de sus colmillos. El evento, a última hora de la noche de un caluroso viernes de julio, nos permitió conocer a un taxista que en Zaragoza había intentado hacer fortuna y acabó estafado por una empresa de la construcción que todavía le adeuda 30.000 euros. Después de cinco años, en su Pitesti natal encontró el trabajo que España le hurtaba.

 

 

Juan (así nos dijo que le llamáramos), con un español impecable y sin acento reconocible, nos hizo de traductor. Primero a las Urgencias del Hospital Militar de Pitesti, donde los vecinos de la ciudad acudían, como en cualquier ciudad española equivalente. Un viernes por la noche genera su propia ración de dolor y accidentes. Tras rellenar un impreso con su ayuda y la presentación del DNI, la atención no se demoró. Las estancias, limpias y bien iluminadas, estaban atendidas por médicos y enfermeras bienhumorados y con pericia intachable. Fue la primera cura, y la primera vacuna: la antitetánica. De allí nos fuimos al centro de enfermedades infecciosas, en plena madrugada (hasta la mañana siguiente no nos percatamos de que era una hora más tarde en Rumanía que en Bosnia-Herzegovina o en Serbia). Nos acercamos a un antiguo palacio a oscuras que jamás hubiéramos encontrado por nuestros propios medios en la madrugada pitestina. Por una rampa lateral avistamos una barrera. De entre las sombras, seguramente de una garita camuflada en la maleza, salió un vigilante que, tras las explicaciones pertinentes de Juan, nos franqueó el paso. Dos enfermeras de antigua estampa estaban de guardia en un pabellón en penumbra. Al cabo de más o menos una hora de espera, una joven doctora que hablaba inglés y que estaba de guardia, se presentó: me dijo que había hecho lo correcto y dio instrucciones a una de las nurses para que me pusiera la primera dosis de la antirrábica y me dio instrucciones para cuando regresara a España. El procedimiento fue el mismo: presentar el DNI y dar las gracias. No tuve que pagar un solo euro.

 

 

Después de invitar a Juan, y al amigo que recogió de camino al restaurante, su relevo, en un kebab turco, uno de los pocos locales que a esa hora seguían abiertos, hubo que persuadir a nuestro taxista e improvisado intérprete para que aceptara una generosa propina. No quería cobrar nada después de haber derrochado más de tres horas largas con sus nuevos amigos españoles. La nueva Rumanía que trata de salir de la noche. Para que luego nos cebemos en España con los rumanos, que cargan con todos los prejuicios de quienes no se atienen al patrón del estereotipo. Así funcionamos los pueblos, con una mochila de sambenitos, con una máscara de miedos. Para eso también es bueno viajar. Para exponerse al otro, a lo que no sabemos. Acaso el infausto perro callejero sea uno de aquellos despiadados carceleros comunistas, obligado a reencarnarse una y otra vez para pagar por sus inhumanidades del pasado.

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