Gloriana fue un encargo para los fastos de la coronación de Isabel II, la reina incombustible. Sabemos que a Britten le salió regular el estreno, porque la historia de la reina virgen (la otra Isabel) y el traidor Essex no fue del agrado de la gente finísima que acudió al estreno. Una coronación necesita fanfarrias y un libreto ligerito con alguna moralina final. Mozart lo hizo muy bien con La clemenza di Tito: un tipo bueno y justo al que todo el mundo traiciona, pero al que no consiguen matar; los asesinos se arrepienten, él los perdona y ¡qué rey más maravilloso tenemos! William Plomer podría haber escrito un libreto en el que se festejase un nuevo periodo isabelino. Pero no. Las atormentadas renuncias de Isabel, su tesón por estar a la altura del trono, las muchas contradicciones y su vida desdichada seguramente provocaron que más de un monóculo se cayera esa velada.
Como es lógico, la reina estaba al tanto de lo que iba a ver, y no era de esperar, entonces, que se molestara. Fueron los cortesanos, más papistas que el papa, los se tiraron de los bigotes por ella. Isabel II había encargado una ópera a Benjamin Britten, y eso ya anticipaba el posible resultado. No iba a ser algo festivo ni inofensivo.
Gloriana es un relato complicado, lleno de dobleces, en el que una reina se debate entre las cosas que quiere ser: una gobernante ejemplar («dejaré la corona tan reluciente como la encontré»; «dadme un corazón de hombre») o una amante correspondida. Sería simple decir que esto es la tensión entre el deber y el deseo. Es ella quien cree que estar casada con Inglaterra es la manera correcta de estar en el trono. Es ella quien supone que privarse de las pasiones carnales la hará parecer más regia. Y es ella quien se equivoca. Porque Isabel es tan víctima de sus apetencias como cualquiera, y si una vez se contiene para echar de sus aposentos al conde de Essex, luego humilla su esposa (el conde está casado, sí) en presencia de toda la corte, dejándose en evidencia.
Gloriana es una ópera trágica, que narra la historia de una mujer poderosa llena de debilidades, que vive entre disyunciones imaginarias (el amor de un hombre, el amor de su pueblo) y que ya, presa de los años, descubre la medida exacta de su fracaso. Essex es un traidor y es ella quien debe firmar la sentencia de muerte. Así acaba Isabel, ejecutando a quien ama, vieja, sin descendencia, esperando ser recordada por su pueblo como una reina amable y buena. Nosotros somos espectadores privilegiados de su vida, no solo porque la vemos en público y en privado, sino porque sabemos (¡cuánto daría ella por esto!) cómo la ha tratado la historia.
Lo cierto es que la Gloriana que está ofreciendo estos días el Teatro Real es maravillosa. La orquesta, dirigida por Ivor Bolton, hace un trabajo prodigioso, en una ópera realmente difícil, que mezcla música antigua (danzas palaciegas) con el lenguaje personal de Britten (pocos directores parecen tan idóneos para esta mezcla como Bolton). El montaje de David McVicar es también sobresaliente. Ha vestido a los personajes de época y los ha puesto en un entorno intemporal: un mapa de Inglaterra que gira alrededor del trono, con tres aros y dos esferas, como si fuera uno de estos artilugios que permiten jugar con las combinaciones de órbitas y planetas. En este sentido, la conjunción de planteamientos antiguos y contemporáneos es un acierto elogiable. El coro en esta ópera tiene un papel esencial (a veces casi hace el rol que se le atribuye en las tragedias clásicas), y el del Real está a la altura a que nos tiene acostumbrados.
Asistí a la interpretación del segundo elenco, y debo decir que todos están muy bien. Alexandra Deshorties encarna a una Isabel fuerte y quebradiza, con una notable presencia escénica (recordemos que bailan gallardas). David Butt Philip hace Essex y Hanna Hipp de condesa. El resto de este reparto tan coral lo completan Gabriel Bermúdez, Maria Miró, Charles Rice y David Steffens.
Al Teatro Real le sienta bien Britten.