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El peso de las ideas

Pienso en mis ideas sobre la literatura y en mis ideas sobre la creación literaria y en mis ideas sobre la literatura contemporánea y en mis ideas sobre la música y en mis ideas sobre el jazz y y en mis ideas sobre la sociedad contemporánea y sobre la condición contemporánea y sobre la estética contemporánea y sobre la religión y sobre la ciencia y sobre la posmodernidad y sobre la sociedad de control y pienso que estoy cansado de pensar  de tener tantas ideas sobre tantas cosas y que me gustaría dejar descansar mis ideas por espacio de unos cuantos años, o quizá para siempre.

 

Tantas ideas, tantos proyectos, tanto que demostrar, tanto que discutir, todo eso agota.

 

Lo primero que debe decirse de las ideas es que producen inquietud y desazón y que jamás proporcionan satisfacción, ni consuelo ni alivio ni paz. Las ideas difíciles de entender se nos escapan, las fáciles de entender se quedan fijadas en costumbres y se convierten en clichés, las difíciles de demostrar nos obligan a una búsqueda constante de argumentos y de pruebas, las fáciles de demostrar parecen tonterías u obviedades, las elegantes y paradójicas parecen verdad solamente porque son raras y hay algunas que todos sabemos que son verdad pero que no nos atrevemos a defender por no quedar mal o por no parecer malas personas. Todo eso agota, la verdad.

 

Lo segundo es que pesan. Las ideas no tienen volumen ni masa, es verdad, pero son muy pesadas y nos pesan mucho en la cabeza, en el cuello y en los hombros, a veces tanto que nos hunden, nos hunden en el suelo y nos impiden avanzar. Como el Pascal de Baudelaire, nosotros vamos por ahí siempre arrastrando nuestras ideas con nosotros. Caminamos, subimos escaleras, entramos en el cine, salimos del cine, y siempre vamos cargando con todas nuestras ideas. Es como si fuéramos siempre por ahí arrastrando un enorme armario sin ruedas, el enorme armario de todas nuestras ideas, teorías y opiniones. ¿Recuerdan aquella escena de Un perro andaluz donde se ve a un hombre tirando con todas sus fuerzas de dos pianos de cola llenos de burros muertos? Esos pianos y esos burros son las ideas que este hombre tiene que cargar a todas partes, las sublimes y las soeces, las inteligentes y las ridículas. Y tirar de dos pianos cargados de asnos muertos (también hay dos sacerdotes unidos a las cuerdas, los dos vivos, claro, y al parecer de muy buen humor, que el hombre arrastra por el suelo junto con todo lo demás) es algo muy, muy cansado. Agotador.

 

Lo tercero es que provocan el desacuerdo, la disensión, el enfrentamiento. Existe la opinión generalizada de que la discusión es algo muy bueno y muy noble. Se dice que «de la discusión sale la luz», aunque todos sabemos que de la discusión sólo sale más discusión. Es importante, qué duda cabe, que cada uno disfrute del derecho a tener sus propias ideas y a exponerlas y defenderlas, pero ¿es posible verdaderamente tener ideas «propias»? No parece posible por una mera cuestión de estadística. Somos miles de millones de individuos en el planeta, pero no existen miles de millones de ideas sobre cada tema. Sobre cada tema existen, como mucho, cinco o seis posturas. A veces sólo dos: a favor y en contra. De modo que nuestras ideas nunca son realmente nuestras. Nuestras impresiones, nuestras sensaciones, nuestras experiencias, nuestros recuerdos son nuestros, pero no nuestras ideas.

 

Ahora ya me siento completamente agobiado con la idea de lo agobiantes que son las ideas. En esta entrada del blog, por ejemplo, hay (al menos) una idea: que las ideas son agobiantes y que deberíamos intentar vivir sin ellas. Aunque la entrada no dice exactamente eso: no dice en ningún sitio que «deberíamos» vivir así o asao, sino que a quien esto escribe le da la sensación de que estaría mucho más feliz si viviera con menos ideas. Sea como sea, es una idea, y hay que desarrollarla, defenderla, poner ejemplos, ser ingenioso, adelantarse a las objeciones, ser convincente… Es agotador, francamente agotador.

 

Un hombre avanza por la calle empujando un enorme armario de esos que había en las casas de nuestros abuelos, un mueble enorme con unos espejos en el interior y muchos cajones llenos de ropa vieja, papeles viejos y cosas envueltas o empaquetadas que ya nadie recuerda lo que son ni quién las puso allí. Pero ¡un momento! No es sólo este hombre el que va por la calle empujando un enorme armario, agotado por el esfuerzo, rojo y sudoroso. ¡Todos en esta ciudad van empujando armarios! Algunos lo cargan sobre los hombros. Otros lo llevan en la baca del coche. Los niños llevan armarios pequeñitos, de juguete. Los ancianos, armarios monumentales. Pero de pronto este hombre, el protagonista de nuestra historia, se detiene, suspira profundamente, se limpia el sudor de la frente. Y mira a su alrededor. Estupefacto, ve lo que nadie ve: ve todos los armarios, y el enorme trabajo que producen. Y el hombre piensa que si no tuviera que ir empujando ese horrible armario podría avanzar con mucha más facilidad, llegaría mucho antes a donde va y podría además disfrutar del paseo y del paisaje.

 

El hombre se aparta de su armario. Da unos pasos. Camina hasta el final de la manzana. Cruza la calle. Avanza a buen paso. La sensación de ligereza es increíble. Se pone a gritar: ¡abandonad vuestros armarios! ¡Dejad de empujarlos! Pero nadie le hace caso. Le miran como si estuviera loco.

 

Y este hombre, ¿qué hará a continuación? ¿Seguirá caminando ligero y feliz, libre de su carga inútil? ¿O bien regresará a donde está su armario y, sin saber muy bien por qué, se pondá a empujarlo de nuevo? Les dejo con la incógnita.

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