Pepe, leyendo junto a su loro Plautus.
“Al publicar subasta
el Hombre su Espíritu”
Si hay una presencia constante, sutil, evidente, precisa y preciosa en la obra de José Jiménez Lozano es la de Emily Dickinson, una poeta secreta durante toda su vida que no deja de deslumbrarnos en la radical intimidad de su escritura. Y si algo tuvo siempre claro Pepe fue que él no quería ser escritor, sino escribir: “que no es lo mismo”. ¿Por eso vivió la última y larga etapa de su vida en un lugar tan en armonía con el silencio y la belleza del mundo como Alcazarén? Seguramente. Allí era donde nos encontrábamos cada vez que volvíamos a Vallelado, el pueblo de Corina, y para ello teníamos que atravesar la frontera invisible, de cañadas, de setos, de eras, de pinares, de crepúsculo, de cerdos, de forestales, de melancolía entre Vallelado (Segovia) y Alcazarén (Valladolid). Recuerdo esas carreteritas solitarias, a la luz de la hora violeta, casi cuando íbamos, y la noche luminosa, espectral, pero táctil, de animales que nos comprenden mejor que nosotros mismos, la noche de Nochebuena, las noches de cristal de Navidad, cuando volvíamos con el corazón caliente y la mente agitada después de haber escuchado a Pepe en su refugio, sobre el ajedrez flamenco de sus baldosas, de su estudio, y la compañía de Simone Weil como miliciana en la Guerra Civil Española, donde la autora de La levedad y la gracia sufrió sus desengaños, en una foto. Y junto a ella todos los santos laicos y no tanto del austero panteón de Pepe: Fray Luis de León, Teresa de Ávila, el mudejarillo Juan de la Cruz, el señor Pascal y el señor Spinoza, y el señor Cervantes: «siendo muy joven me leyeron en el señor Miguel de Cervantes que él luchó por no dejarse llevar de la corriente del uso, y me explicaron lo que esto significaba, también decidí yo, entonces, que no tenía por qué mirar a ninguna parte de las corrientes y los usos (…) Y esta es una de las razones por las que me gusta decir que soy un escribidor, porque lo que me gusta es escribir para contar» (según recordaba Fernando Palmero en El Mundo).
Todavía recuerdo algunas Terceras de ABC, que ahora se ha mostrado tan mezquino a la hora de celebrar a uno de los mejores autores que atesora su hemeroteca (su amigo, nuestro amigo, José Miguel Santiago Castelo, no lo hubiera de ninguna manera consentido), sobre todo las que encendía como un fuego en torno al misterio de la Navidad, que es el misterio infantil y perdurable de cada uno de nosotros en nuestra infranqueable e incorregible soledad. Era como si con sus palabras Pepe encendiera un fuego para que lo pintara Georges de La Tour, para que nos alumbrara solo lo esencial: las manos, el rostro, el secreto resplandor del alma.
Como recordaba ayer Javier Rodríguez Marcos (El último vuelo del pájaro solitario) en El País, en una de las más hermosas páginas que los periódicos le dedicaron a quien fuera lumbre en El Norte de Castilla (uno de los más admirables nombres para un periódico, casi tanto com Faro de Vigo), «para ser escritor hay que guardar mucho silencio». Eso dice, recuerda Javier, uno de los personajes de La boda de Ángela. Y eso hizo Pepe, aunque escribiese tantos libros que ahora son nuestros La Tour particulares. Los veo como aureolados de fósforo en mi biblioteca, desde la Guía espiritual de Castilla hasta Sara de Ur, desde Historia de un otoño hasta Los tres cuadernos rojos, desde Los cementerios civiles hasta La estación que gusta al cuco, donde, al azar, leo este autorretrato:
«Todas las primaveras,
despacito, despacito,
el caracol lleva a su casa
a ver mundo».
Es justamente ese ‘Caracol’, como titula el poema Jiménez Lozano, que no dejaba de asomarse al mundo desde su casa de libros de Alcazarén, un Montaigne como un ángel fieramente humano, que se encendía como se le encendían los ojos y el verbo, con una ternura tan inteligente que nos abría trampillas a un tenso miedo de pensar. Ese caracol que nos convocaba en la distancia a tantos amigos que se han ido entrelazando con el tiempo, Thomas y José Ángel, Guadalupe y Paloma, Ángel y Daniel, Antonio y Gabriel… Precisamente en el libro Semillas de gracia: Memorias de amor, guerra y amistad, el añorado Thomas Mermall, se lee: “Jiménez Lozano se centra en la pequeña reserva de esperanza que aún puede latir en el corazón de la humanidad. Muchas de sus historias tratan sobre las vidas de gente común y corriente, espiritualmente desplazada y confundida por las condiciones más duras, despersonalizadas y absurdas de la sociedad moderna. Pero Jiménez Lozano es también heredero de la tradición mística europea, para la cual el mundo es en última instancia una ilusión, una ficción. Sus héroes culturales son San Juan de la Cruz, las monjas de Port Royal, Kierkegaard y Simone Weil”. Ser amigo de Pepe era un ejercicio de escucha, no de disentimiento. Y no porque no tuviéramos discrepancias, que las teníamos, sino porque preferíamos dedicar el tiempo que pasábamos con él a oírle divagar, a ser él mismo. Y así, con esa fruición, lo leímos y lo seguiremos leyendo.
De Pepe recordaremos siempre aquel milagro que compartimos una Nochebuena. Nos habíamos entrado a platicar tres horas antes de la cena, cada mochuelo en su olivo, una noche de cuarzo, azul de vísperas, un índigo que había hecho de los pinos albares una ofrenda silenciosa a Emily Dickinson (y a Joseph Cornell, a todos los que han venerado la belleza silenciosa del mundo). Se nos pasó el tiempo sin darnos cuenta y, al salir, para emprender el camino de Vallelado, contemplamos asombrados la nevada que había estado tejiendo mientras tanto una Penélope de Castilla la Vieja, todo el mar inmenso de los campos, un manto que era como un cuaderno inmaculado para que volviera a nacer Dios, para que hiciéramos sobre el cuaderno de la vida nuestra propia, primorosa, caligrafía.
Al publicar estas palabras de homenaje a mi amigo, que se ha ido discreto, sin alharacas, hago la subasta de los epítetos, y escucho el ladrido de su perro en la lejanía de Alcazarén, tras la tapia del cementerio provincial, donde duerme mientras abro sus libros para pasar la noche juntos, buscando ese candil que orienta a los hombres que no se cansan de buscar la verdad.
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En la tapia de su casa de Alcazarén, un azulejo con las palabras que él eligió hace muchos años, palabras de su amada Emily, son acaso su más elocuente epitafio:
«Si yo ya no viniese,
cuando los petirrojos vuelvan,
dadle al de la corbata roja
una miga en mi recuerdo».
Fotos: Corina Arranz
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Coda
Palabras desde “los adentros”
(de los alumnos del Instituto José Jiménez Lozano de Valladolid)
El pasado 19 de febrero, don José nos acogía en su casa de Alcazarén. Le gustaba compartir su tiempo con los jóvenes, escuchar sus preguntas, echar la vista atrás y recordar momentos de su vida. Aquel miércoles no había prisa. En su pequeño despacho, baldosas blanquinegras, mesa maciza de madera, y unas librerías abarrotadas, cinco estudiantes conversaban con él distendidamente. José se ha quitado el cable que le ayuda a respirar pero suena de fondo el aparato que, en una cadencia continua, marca el paso del tiempo, inexorable. En un rincón, diminuta en su silla de mimbre, sencilla, está Dora, su mujer. Nos anima a hablar más alto, “ya no oye bien”, comenta. Don José se entrega a hablar de lo que le apasiona. Se enreda con sus lecturas, nos transmite su amor por el lenguaje, esas palabras que se están perdiendo, y bromea con los chicos a los que trata de usted: «¿Conocen la palabra pamplinas? –y sonríe tímidamente. Recuerda con cariño a sus compañeros de estudios, y la pasión que compartían por los libros, lecturas que, en sus tiempos, jamás fueron obligatorias, sino fruto de la curiosidad de juventud. La tarde avanza y el cuarto va oscureciéndose. Todos escuchamos, tenemos delante a un sabio, un hombre reflexivo, casi un siglo de vida ante nosotros. Atendemos con cierta veneración, impresionados por su persona: José, sencillo, cercano, generoso. Sabemos que quedan pocos hombres como él, con su experiencia y su altura intelectual. Conocemos bien el privilegio de esta tarde. Y nos cuesta irnos. En el zaguán de entrada, un paragüero recoge distintos bastones. Hace frío, pero él se empeña en acompañarnos. Cuando regresamos a la nacional la tarde ha dado su último brinco y un cielo añil, rosado en su extremo inferior, pone el broche a un encuentro entrañable. Volvemos impresionados, sentimos que nos llevamos a casa un tesoro único, la fuerza de su palabra. Detrás de la mesa, encogido bajo su americana gris, un hombre diminuto se muestra todavía enorme. Es la altura de una vida atrevida en el silencio. Una vida de aprendizaje, de reflexión. Una vida que siempre nos fue cercana y querida. Descanse en paz, nuestro don José. En el Jiménez Lozano siempre estará tu “casa de enseñanza”. (Margarita Gómez Riesco, profesora de Lengua y Literatura, por la transcripción).
(Irene Sánchez, Irene Virto, Claudia González, Roberto Riesco y Alejandra Alonso, estudiantes de tercero, cuarto de ESO y primero de Bachillerato del Jiménez Lozano).