Alameda de Cervera, 29 de septiembre de 2023
Tomo de la Biblioteca Pública de Cuenca, ubicada en un vistoso edificio construido por el célebre arquitecto Miguel Fisac (Daimiel, 1913-Madrid, 2006), el libro de Giovanni Papini Historia de Cristo. Reposa durante un tiempo en uno de mis mueblecitos sin que me decida a abrirlo, en espera de concluir otras lecturas, pero con vivas ganas de comenzar a saborearlo.
No rebasé las 40 páginas, pues enseguida empecé a cabrearme con el gran escritor, nacido en Florencia en 1881 y fallecido en la misma ciudad en 1956, muy bien dotado, en su exigente oficio, de un magnífico estilo. Pero resulta que, habiendo sido ateo, como su padre, Luigi Papini, también republicano y anticlerical (sin embargo, su madre, Erminia Cardini, decidió bautizarlo en secreto), a los cuarenta años se convirtió al catolicismo, muy fervorosamente, celebrando esa conversión con la publicación de Historia de Cristo, que llegó a ser un gran éxito comercial a nivel mundial.
El libro está muy bien escrito. Ya no sólo su agradable manera de escribir, sino la medida estructura, la ajustada distribución de los capítulos, son grandes méritos que atesoran los textos de Papini. Pero en esta ocasión acude al tópico y realiza deducciones en extremo inexactas e hirientes que francamente me ofendieron. Nada más comenzar la obra, arremete contra el paganismo (que no fue pantomima, sino auténtica religión, rigurosa, politeísta), llegando a decir que Horacio fue un plagiario. ¿Plagiario Horacio, cuando es posible que no haya sido superado aún por ningún poeta de la larga era cristiana?
Al tratar de la infancia de Jesús, escribe: «Los evangelistas canónicos no dan noticias de estos años; los apócrifos dan, quizá, demasiadas; pero casi difamatorias.» ¿Los evangelios apócrifos difamatorios? Yo los he leído y no son menos elogiosos con la figura de Cristo que los canónicos. Sus razones tendría el poder levítico para escoger los que escogió. Y luego el tío habla del padre del Salvador. ¿No fue Yahvé el padre del Hijo? ¿Y no fue, como escribe Papini, «un feroz dios de la guerra que ordena el exterminio de los enemigos»? Léanse los primeros libros de la Biblia donde se comprueba que la divinidad del pueblo de Israel se ensaña realizando una auténtica masacre con bebés y mujeres embarazadas para liquidar una raza hostil. A no ser que Jesús no fuese un verdadero judío y sí un rebelde, y tomase al Padre, desdeñando al guerrero Yahvé, como conformación de un sosegado y bondadoso sentimiento interior.
¡Y mira que me da rabia ponerme en contra de Papini! Yo leí hace muchísimo tiempo, casi de niño, aunque ya no era imberbe porque la barba me brotó pronto, sus famosos libros Gog y Juicio Universal. Ya no recuerdo nada de ellos, mas sé que su lectura me resultó muy placentera. También tiempo ha pero menos, disfruté de su biografía de Dante, Dante vivo, publicada en 1933 y donde nuestro autor recorre a la vez lo humano y lo «divino» del creador de la inmortal Commedia (quizá Dante se pueda igualar con el Horacio que vilipendió Papini) y de la sentimental Vita Nuova, ofrendado a una Beatrice, el más ilustre amor platónico de la historia, que no le hizo ni caso y se casó con otro. Como acierta a decir el crítico José Maria Pandolfi, en este libro Papini «nos enseña que los hombres son grandes porque pese a sus debilidades crean algo que sobrepasa el tiempo y todo lo que de relativo encierra éste.»
Como no guardo rencor al amigo Giovanni, nada más dejar en la tan bien equipada Biblioteca Pública conquense la Historia de Cristo saqué otro libro de Papini, El Diablo, publicado en 1953. Muchos párrafos se han escrito sobre Satanás, Lucifer, Leviatán, Belcebú, el Maligno, el Príncipe, el Rebelde, el Demonio; pero yo no conozco un libro entero, como éste de Papini, dedicado enteramente al Diablo. Bueno, sí, sé otro: la epopeya inconclusa, en siete cantos, El fin de Satanás de Víctor Hugo. El autor florentino realiza un admirable acopio de toda la literatura consagrada al siniestro personaje, relacionado con Dios, según Papini, más cordialmente de lo que pensamos.
Él ya llevaba 25 años siendo católico, un ortodoxo y ferviente católico, como hemos dicho. Pero a veces sus expresiones parecen acusar heterodoxia: «El Diablo no es ateo; todo lo contrario. Está convencido, aún más que nosotros, de la existencia de Dios, porque lo ha contemplado de cerca, porque lo ha visto actuar. […] Podría decirse en cambio que Dios es ateo. La fe, en efecto, presupone una relación entre el creyente y el objeto de la creencia. Pero Dios es Aquel que es, y ningún otro ser existe por encima de Él. Tiene conciencia de sí mismo, pero no tiene eso que llamamos fe o creencia. Sólo a Dios, precisamente porque es Dios, le está permitido ser ateo. […] Por el contrario, Satanás, que es una criatura, está obligado a creer en Dios: es un teísta.» También Víctor Hugo dice: “El diablo cree en Dios”, y aventura que Satanás y los condenados al infierno durarán lo que dure el tiempo. Después serán todos perdonados y Luzbel volverá a sentarse a la diestra del Padre, reluciente en su materia de llama y luz en la que está hecho, y no con el vulgar fango del hombre. Merece mucho la pena gozar, en suma, de este fascinante volumen de Giovanni Papini.
Otro converso, que mostró más coherencia que Giovanni Papini al decidirse por la fe católica, fue el norteamericano (aunque nació en Prades, Pirineo francés, en 1915), también escritor, Thomas Merton. Sus padres, si bien de filiación protestante, tenían una vocación agnóstica. El hijo siguió esta pauta, disfrutando de una adolescencia religiosamente despreocupada. Sintió llamadas interiores e influencias librescas (Blake, Manley Hopkins, entre otros) y a los 23 años se bautizó. Pero ciertamente le costó adecuar su fe a su existencia. Pasaron tres años más e ingresó en 1941 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en el estado de Kentucky. En 1949 se ordenó sacerdote. Hasta su muerte, ocurrida en un viaje que hizo a Tailandia en 1968, seguramente asesinado por la CIA, fue monje trapense, de la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia, a la vez que poeta y escritor de más de 70 libros. Activo defensor del diálogo entre religiones (y entre creyentes y no creyentes), del pacifismo, de los derechos civiles en Estados Unidos y opuesto totalmente a la proliferación nuclear.
Toda su trayectoria está magníficamente relatada en su autobiografía La montaña de los siete círculos, que llegó a ser un best seller. Se publicó en 1948 y está traducida a una treintena de idiomas. Cuando se editó, Merton ya llevaba varios años de monje en la abadía. Recibía cheques cuantiosos por las liquidaciones de la copiosa venta de su libro que entregaba directamente al abad. La bibliografía de Thomas Merton en español, si no es completa, sí es abundante. El papa Francisco, en un discurso pronunciado en Washington, ante el Congreso de EE.UU. en 2015, coincidiendo con el centenario de su nacimiento, dijo: «Thomas Merton fue sobre todo un hombre de oración, un pensador que desafió las certezas de su tiempo y abrió horizontes nuevos para las almas y para la Iglesia; fue también un hombre de diálogo, un promotor de la paz entre pueblos y religiones. Él sigue siendo fuente de inspiración espiritual y guía para muchos.»
Merton sabía un poquito de español. Mantuvo una correspondencia con el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal y algunos trechos de sus cartas las escribía en castellano. Hizo este buen elogio de nuestro idioma: “Después del latín, me parece que no hay lengua tan apropiada como el español, pues es una lengua a la vez fuerte y ágil, tiene agudeza, la cualidad del acero y, sin embargo, es suave también, gentil y flexible; es cortés, suplicante y galante; se presta, de modo sorprendente, muy poco al sentimentalismo.”