El concierto ha terminado, y pese mi reconocida timidez, antes de abandonar el Auditorio, siento que necesito acercarme y mostrarle mi entusiasmo. Pocas veces lo hago, ni siquiera cuando quisieron presentarme a Sergi López en la Seminci de Valladolid y casi me muero de la vergüenza. Pero ahora es distinto. Él es un pianista desconocido, pero no un pianista cualquiera. Lo suyo es vocación, su padre lo fue un día: un músico que según he sabido después, llevaba la música dentro, sin aspavientos como se llevan dentro las cosas que de verdad importan. Y él, lejos de su tierra, lejos de su Italia, con la vehemencia de la juventud, ha heredado el mismo amor, un amor que por contagioso parece tener alas, como si bastasen las alas para escapar cuando ya se está atrapado por la música y por el piano.
Sonríe halagado cuando le felicito, y lo imagino en su risa, impetuoso, deslizando con arrogancia otra vez sus dedos por el teclado, con la misma emoción con la que amasaría la pasta de sus fettucini o rascaría la panza de su gata al llegar a casa. No se trata tan solo de tocar, la música se siente o no se siente, me dice quitándole importancia, es como el que escribe, que incluso cuando duerme intenta enlazar con ingenio una palabra tras otra, pues a mí me sucede igual. Duermo y las melodías se suceden en mi cabeza como queriendo escapar, atronadoras. Y al despertar, vuelvo a la realidad que aunque no lo parezca también es música, pero diferente.
Habla pausado, como queriendo no dejar escapar ni una sola idea, y gesticula, gesticula tanto que parece ahora visto lejos de su piano, más pequeño, como si los gestos le engulleran hasta quedar en nada, o tal vez sea el traje oscuro, que en su delgadez se diría le queda enorme aunque no lo parezca por su porte. Y sin embargo tanta fragilidad no desmerece su aspecto de italiano elegante que seduce mientras habla, como lo hubiera hecho cualquier personaje de Moravia en sus cuentos romanos o el mejor Luciano Ligabue, quien tal vez por el tono desgarbado de su voz no deja de recordármelo.
No es mi intención molestarle, le digo, mientras intento retirarme, interrumpir la que supongo será la celebración con el resto de sus colegas, pero confieso egoísta que este rato de charla me está devolviendo una energía que creía perdida. Tiempo habrá para compartir unas cervezas -ríe-, además los tengo muy vistos, vuelve a reír. Le noto interesado por lo que escribo, porque sin saber por qué le he dicho que escribo, ¿a quién se le ocurre? Pensará que soy periodista, y ahora me cuesta responder, hablar de mí, como si fuera yo la protagonista. Y créanme que lo intento, trato de escapar de ese laberinto de palabras huecas, quitándole importancia, volviendo de nuevo a él, escabulléndome, pero me resulta difícil distraer la atención puesta ya en mí.
Por suerte, no soy la única en querer compartir este momento: felicitaciones, besos y la que supongo será su novia, una rubia oxigenada, que por el modo en que le abraza presiento tendrán mucho que celebrar cuando las luces se apaguen. Aprovecho para alejarme, discreta. De nuevo el ruido del mundo llega a mí, vuelvo la cabeza y ahí está con su traje enorme y su sonrisa franca, pero la melodía de “Quasi una fantasia” de Bethoven continua en mi cabeza, inamovible como esos domingos de lluvia, como esas tardes de invierno de quedarse en casa. Y quien lo hubiera dicho, pero es una sensación que por una vez me gusta.