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El picoteo de contenido en la red nos hace más idiotas. La crisis del libro, o todo en manos de magnates digitales

Mircea Cartarescu nos dejó en El cuerpo una de las definiciones más certeras y sublimes del producto literario: “el objeto tristón, como una placa de madera, que es el libro, no es el libro mismo, sino el instrumento a través del cual tiene la oportunidad de ocurrir. Inyecto a través de él, en tu mente soñadora, la mitad de mi código genético. Solo en tu cráneo protector podrá desarrollarse el libro, cuando se fusione con la mitad del código de tu ser”. De ese mamotreto físico e impreso, no de otros soportes, tratará esto.

Decidí emprender este artículo horrorizado tras leer a no pocos ciudadanos distinguidos de la república de las letras clamar por ese concepto difuso, eufemístico y vergonzante que siempre converge en algo siniestro: un “nuevo modelo”; en este caso para la industria del libro. Por supuesto, se estaban refiriendo a liquidar la distribución tal y como la entendemos hoy en día para sustituirla por impresión y envío bajo demanda: los que se reivindican representantes de la esencia literaria por ser pequeños editores o autores independientes, los guerrilleros de la cultura, quieren llevarse por delante las librerías para dejar todo en manos de magnates digitales a los que tanto les da vender libros que papel higiénico. La excusa es la creciente carestía del papel y lo poco ecológico del proceso actual, en el que muchos libros distribuidos terminan siendo retirados sin vender e incluso desechados para hacer sitio a nuevos títulos en los almacenes; pero la realidad ulterior es la fantasía con regusto revanchista de poder competir en igualdad de condiciones con las editoriales tradicionales tras arrebatarles el recurso del presentismo, el escaparate y la estantería, que son el verdadero ariete de la mercadotecnia literaria. El transfigurar los libros en vulgares objetos es una amenaza muy grave, pero no la única.

Se juntan en el estuario también los intelectualillos dospuntocero (las universidades descastadas y con un año menos de cocción para sus egresados tras la reforma boloñesa no pueden hacer milagros) con ganas de normalizar la renuncia a tener que leer libros para cultivarse y aprender, existiendo blogs y vídeos de YouTube firmados por Perico el de los Palotes que son de digestión rápida; más aún, resulta suficiente con seguir a un puñado de cuentas en Twitter que explican obviedades en ciento cuarenta caracteres con efectismo rumboso. Es desolador leer a tantos graduados en humanidades, vestidos y calzados, quejarse en público de encontrarse en textos y clases con “vocabulario demasiado enrevesado” que apenas entienden o son capaces de procesar (estamos a dos telediarios de que se reclame suprimir los tecnicismos y adoptar la lectura fácil en los textos académicos). En suma, por primera vez en la historia existen aspirantes a custodiar o expandir la cultura que reclaman el derecho a la indigencia intelectual. Debemos conceder que el aprendizaje es una cuestión absolutamente actitudinal, pues el que tiene probóscide es capaz de aprender escuchando fútbol por la radio y el que no pasa por documentales y ensayos como por revistas de chismorreo; también que, desde hace décadas, el libro tiene en los hogares función más bien decorativa o de amuleto votivo que intercede por la culturización de su dueño a través de una extraña superstición. Sin embargo, resulta falaz y estúpido considerar al libro como un artefacto sobrevalorado, dado que ningún recurso de nuestra era ha podido destronar al libro como el más importante objeto transmisor del conocimiento; y es así porque el proceso mental asociado a la lectura es más profundo y robusto que cualquier combinación de fogonazos no azucarados del mundo digital. Antes bien, la lectura es el único antídoto conocido contra la debacle cognitiva que produce el consumo continuado de las redes sociales, cuyos opiáceos excitan la parte externa del cerebro en una falsa sensación de aprendizaje torrencial y paralelo, defenestrando la memoria y lastrando la capacidad de razonamiento complejo. Qué más quisiera que fuese mentira, pero ya sabemos que el picoteo de contenido en la red nos hace más idiotas.

El libro también tiene su quinta columna, sabotajes perpetrados por los que sí leen y se ufanan de ello; y el mejor termómetro para medirlo son los premios literarios comerciales, que para ser amortizados necesitan orientarse a obras que se vendan con facilidad. Aunque la palabra “comercial” pueda sonar hoy peyorativo, lo cierto es que no hace tanto tiempo muchos de los libros más vendidos eran obras respetables con aspiraciones culturales, no era necesario el epíteto “literario” para identificar un cierto nivel, porque de todas se esperaba un mínimo digno y razonable… Salvo el género de folletín, claro, que hoy día ha sido sustituido por los sellos exclusivos de libro electrónico en edición montonera y consumo al peso por suscripción. La realidad actual es que las novedades con pretensiones son cada vez más infrecuentes y las editoriales que tratan de manejar este género tienen que refugiarse a menudo en clásicos o autores exóticos para subsistir, luego es el lector medio y no la industria quien inviste a cualquier presentador de televisión como novelista con premios y boatos. No tienen más que buscar qué tipo de obras ganaban los premios no más de veinte o treinta años atrás para comprobar que en nuestro país el censo de burros se ha multiplicado desde entonces, por más abultada que sea la población universitaria. En este sentido, por desgracia hay que dar la razón a los dospuntoceristas y reconocer que la lectura hoy ya no tiene por qué tener una dignidad cultural mayor que una ración de telebasura; o incluso que las tendencias de consumo han propiciado que existan ejemplos concretos que podamos tachar de bibliobasura, que además presenta la misma eficiencia esfuerzo creativo versus éxito en la imprenta que en la televisión… Precisamente en la época en la que más se prodigan los talleres literarios, claro que antes todos los autores se educaban a partir de los clásicos y hoy se jactan de apenas leer a los referentes del género que pretenden cultivar. Justo es añadir que la mediocridad lo ha invadido todo, así que no nos temblará el pulso al afirmar que también existe la melobasura, temas putolocos suenan sin complejos en las radiofórmulas con sus rimas de primaria y ritmo sincopado que nos hacen hoy ver como gongoristas a Don Omar, Daddy Yankee o Wisin & Yandel en perspectiva a muy corto plazo. La primera derivada del espíritu posmoderno, tras derribar a los antiguos ídolos, es dignificación de la miseria cultural, ¿quién lo iba a decir?

Pero la puñalada que más me duele, con la que me toca cerrar el artículo, es la trapera en la que se prodigan en los últimos tiempos críticos e incluso autores (a menudo se intercambian papeles) que se han dejado envenenar por la repugnante superstición del “todo es política”. Claro que ha habido siempre autores con compromiso ideológico, como también de todos los credos, de espíritu goliardo o caballeros; pero siempre despreciaron el panfletismo, porque en la escritura, como en cualquier otra dimensión de la vida “nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo”. Hoy se entiende menos o la balanza cede más bien hacia el otro amo, de modo que es cada vez más complicado encontrar quien busque en los libros algo diferente a lo que buscaría en medios de comunicación, una suerte de catecismo en el que regodearse. De ese modo, muchas pequeñas editoriales nacen más con vocación de servir a una burbuja de afinidad cosmogónica (cada vez más numerosas y especializadas) que como verdadero proyecto cultural. Aportaré un ejemplo fundamental para que se entienda mejor.

Por mi parte llevo mucho tiempo deseando equivocarme en mis intuiciones, negándome a pesar de las evidencias, pero no pude más que caerme del caballo tras la publicación de Aniquilación, de Michel Houellebecq, a principios de verano. Sus novelas siempre desencadenan revuelo, una cierta polémica, pero esta vez ocurrió algo diferente: el autor francés dio un giro copernicano, pasando de lanzar sus críticas desde fuera de la sociedad (a través de sus habituales arquetipos misántropos) a hacerlo desde dentro con personajes llanos. No estoy seguro de lo que pretendía con este escorzo, tal vez lo que consiguió en España: reivindicar a través de una exposición más explícita (y por tanto vulgar) que lo suyo no es, tal y como por estos lares se solía decir, un postureo nihilista, una oda al relativismo; sino más bien todo lo contrario: un retrato crudo y socarrón de la decadente sociedad occidental. Ocurre muy a menudo con las obras literarias de gran éxito que todo hijo de vecino trata de homologarlas a empujones con su ideología particular para sentirlas más cerca de sí, algo que casi siempre funciona por autor fallecido o silente para vender más; casi nunca sale este respondón y salta a la arena para defender su verdad. Pienso que con Houellebecq ha ocurrido esto mismo, que los devotos de las cosmovisiones modernistas estuvieron dispuestos a disfrutar de él hasta ahora porque tenían la posibilidad de secuestrar su literatura… Y tras su aclaración, ese sector de la cultura rompió en vómito coral contra el autor francés, con un rencor e inquina que pocas veces he visto con un consagrado; más aún, Aniquilación había recibido antes críticas favorables de reseñistas conservadores. En fin, que por esta novela Michel ha sufrido un linchamiento lateral que no conoció en obras más arriesgadas como Sumisión o Plataforma; y con él se pretende invalidarlo como verdadero literato y regalárselo “a los de derechas”, tal vez pretendiendo (Dios quiera que me equivoque) presionar para condicionar en el quién y en el cómo la edición de sus próximos libros.

Es evidente que el libro está en crisis. Y los únicos que pueden rescatarlo son las librerías y los lectores.

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