Una tradición que se remonta a la época renacentista y al pensamiento neoplatónico asegura que el arte es incompatible con la maldad. Los artistas pueden ser extravagantes, caprichosos, egocéntricos; nunca malvados. La historia indica otra cosa. Sin salir de esa época conocemos al menos tres casos de demostrada iniquidad: el de Leone Leoni, que asesinó a su ayudante, el escultor Martino Pasqualigo; el de Benvenuto Cellini, verdugo del orfebre Pompeo de Capitaneis; y el de Caravaggio, quien apuñaló una noche de 1606 a Ranuccio Tomassoni. El mismo Bernini, hombre de confianza del sumo pontífice, pudo haber entrado algo después en esta lista de no haberse interpuesto entre él y su hermano pequeño el portón de una iglesia, cosa que no le ocurrió a la adúltera con que ambos se acostaban y a la que, cegado por los celos, ordenó desfigurar el rostro.
Creer que los artistas son almas puras es una ingenuidad; creer lo contrario también. Muchos confunden, sin embargo, desmitificación con denostación. Es un error insólito en el pasado. Ni siquiera Thomas de Quincey, quien propuso juzgar el asesinato en relación con el buen gusto, o sea, como una de las bellas artes, insinuó esa posibilidad. Una cosa es que los asesinatos contengan entre sí diferencias y matices de valor, igual que las estatuas, los oratorios o los camafeos, y otra que la capacidad para producir este tipo de cosas garantice una aptitud especial para el crimen.
La pornográfica presión que viene ejerciéndose sobre los conceptos con el objetivo de ensancharlos hasta donde convenga permite que hoy se llame arte a cualquier cosa, incluido el crimen –Stockhausen, por ejemplo, caracterizó el atentado contra las Torres Gemelas como una obra de arte total, una suerte de anillo del Rin de la barbarie–, aunque por muy nominalistas que nos hayamos vuelto, por mucho que ahora se repudie la lógica, la mayor parte de los artistas debe estar en su fuero interno tan cerca de tomar en serio todo esto como sir John Rothestein, el Vasari británico, de pensar que el grupo de Bloomsbury era una asociación con fines criminales, idea que insinuó en su Modern English Painters.
Otro asunto es el interés que despierta ahora la muerte, y no solo la del arte, tan cacareada. Nuestros artistas han descubierto con consternación que poseemos un cuerpo caduco, que nuestra vida linda con la nada, que el vacío nos rodea por dentro y por fuera. Sus obras recuerdan en parte al barroco, con su afición a las vanidades y postrimerías, la reliquia, el gusano y la calavera. Si alguien sustituyera una noche las pinturas de Valdés Leal del Hospital de la Caridad de Sevilla por otras de, pongamos, Francis Bacon, pocos advertirían el cambio y menos lo censurarían. Cierto que las agónicas contorsiones de las figuras del pintor dublinés ocurren antes de que llegue la muerte, pero esa concepción del cuerpo como víscera dolorida concuerda a la perfección con los pensamientos de Miguel de Mañara, autor del escalofriante Discurso de la verdad, o Teresa de Ávila. “Me parecía estar descoyuntada, con grandísimo desatino en la cabeza, toda encogida, hecha un ovillo”, escribe la santa. Que los cuerpos de Bacon no anuncien el tránsito de lo carnal a lo espiritual que daba sentido al extremismo místico barroco es sólo un efecto de la falta de la dimensión trascendente. Claro que: ¿a dónde queremos que el alma vaya si no hay Dios? Por fuerza el movimiento tenderá a oscurecerse. “Pienso en la muerte cada día”, declaró Bacon una vez. Lo mismo o parecido han dicho otros artistas contemporáneos, entre ellos Walter Richard Sickert, cuyo interés por el tema transciende las fronteras de la estética para entrar en las de la historia criminal. Conspicuos investigadores hablan, de hecho, de doble vida: artista de día, asesino de noche. Y es que Sickert, según ellos, fue, además de pintor, un criminal, un criminal compulsivo, el modelo del psicópata desatado, del asesino en serie: nada más y nada menos que Jack el destripador.
La acusación hay que tomársela con humor. La lista de sospechosos a quienes se han achacado los crímenes de Whitechapell es demasiado larga. La policía en su momento barajó ocho nombres, la prensa británica añadió cinco y los aficionados al género negro han sumado después otros veinte. Ninguna profesión ni clase se ha salvado de las dudas, incluida la familia real –el príncipe Alberto, duque de Clarence, hijo de Eduardo VII, es uno de los sospechosos–. La inclusión de Sickert se produjo en 1976, con Jack the Ripper: The Final Solution, obra en la que Stephen Knight sostuvo la hipótesis de que los crímenes del destripador fueron una macabra tapadera con la que se distrajo la atención de la policía y la opinión pública sobre el único asesinato intencionado de la serie, el de la última víctima, Mary Jane Nelly, testigo del matrimonio secreto del duque de Clarence con una humilde muchacha católica. El papel del pintor en la intriga, conocido gracias a las revelaciones de un supuesto hijo ilegítimo suyo (quien poco antes de fallecer acusó a su presunto padre de ser la mano ejecutora), se sustenta en una serie de hechos: su interés por los asesinatos, su afición a contar que durmió en la habitación del homicida (idea que sacó de una casera chismosa a la que no gustaba el anterior inquilino) y, sobre todo, ser el autor del cuadro titulado El cuarto de Jack el destripador. Aunque muy poco convincente, la tesis de una conspiración monárquica, al estilo Lady Di, desató una fuerte polémica, convenciendo a algunos de su verosimilitud, entre ellos una popular autora de folletines, Jean Overton Fuller, quien dio un paso más que Knight al conjeturar que el artista no fue sólo cómplice de los asesinos, sino el verdugo encargado de las ejecuciones, idea que intentó probar en su libro Sickert and the Ripper Crimes.
No malgastaré el tiempo del lector comentando un libro que ha cosechado muchos más reproches que alabanzas, pero antes de olvidarlo quiero mostrar mi sorpresa al saber que, pese a existir un número tan grande de teorías acerca del asesino de Whitechapell, se haya podido afirmar que la tesis de la difunta señora Overton no fue tomada en serio debido a su condición de mujer. Soy consciente, por supuesto, de que ni es la primera vez que alguien se expresa en semejantes términos, ni la primera que se utiliza el discurso reivindicativo capciosamente; sin embargo, el hecho de que la persona que deslizó dicha observación –Patricia Cornwell, autora de Portrait of a Killer– haya sentido la necesidad de replantear la investigación pone de manifiesto que: o bien ha cambiado en breve tiempo la imagen de las mujeres, o bien tampoco ella aceptó los argumentos de su predecesora. Ambas posibilidades la dejan en muy mal lugar y vuelve casi insignificante el hecho de que, para preparar su libro, la creadora de la forense Kay Scarpetta haya invertido, según declaró a la prensa, cuatro millones de dólares.
Cornwell arranca con una fantasiosa suposición: que Sickert nació con un problema genital (hipospadias, fístula de pene, hermafrotidismo) que ensombreció su infancia y su carácter. Las tres intervenciones quirúrgicas a que fue sometido antes de los cinco años le depararon un pene pequeño, deforme, inepto para la cópula, y un alma taciturna y llena de resentimiento. Ninguna de esas afirmaciones casa bien con los hechos externos de su vida (tres matrimonios, amantes, hijos –recuerden el ilegítimo–), pero ello no impide que la autora se adentre en su inexplorado mundo interior y concluya que el pintor culpó de su malformación a la promiscuidad de sus abuelas. Su madre y su padre, el ilustrador danés Oswald Sickert, eran fruto de relaciones extramatrimoniales, y puesto que entonces todos pensaban que no hay embarazo sin coito placentero y que las malformaciones congénitas son consecuencia de la lujuria, el pintor dedujo, según Cornwell, que estaba pagando la ligereza de sus antepasadas. Su odio a las mujeres, extraño habida cuenta que estuvo siempre rodeado de ellas, incluso en su propio taller (famosas son dos de sus discípulas: Sylvia Gosse y Therese Lessore, con la que se casó), tendría su origen ahí.
Al margen de su verdad, parece evidente que estas observaciones serán útiles a condición de que conozcamos la identidad del destripador, no si la estamos buscando. Cornwell, sin embargo, se sirve de ellas como de una conclusión. Satisfecha, adopta un estilo postcoital y se lanza a la búsqueda de vestigios psicóticos en la obra del pintor que confirmen su intuición. El resultado, desde una perspectiva estética, es catastrófico. No es que incurra en el error de penetrar en el mundo del arte (decía Wittgenstein que “tratándose de arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada”) o que su exégesis de los signos visuales sea penosa (“el punto de vista de la mayor parte de los cuadros de Sickert –afirma recordando que el destripador mataba por la espalda– es observar a la gente por detrás”), sino que la información que usa es a menudo falsa: desde que “dibujaba, grababa o pintaba tan solo lo que veía, sin excepciones” (tesis difícil de aceptar a la vista de La integridad de Bélgica, óleo que representa a un militar en la guerra del 14, acontecimiento en el que no participó Sickert), a la de que únicamente tiene ojos para mujeres gruesas o flacas, siempre repulsivas, pues la belleza femenina le disgustaba (opinión que el lector sin duda rechazará delante de Mornington Crescent Nude) o la suposición de que tras la boa de plumas que cubre los hombros de la mujer retratada en Hastío se entrevé la sombra del agresor. Es la voluntad de solapar las personalidades de Sickert y el asesino, quien efectivamente eligió sus víctimas entre prostitutas pobres, alcohólicas y prematuramente envejecidas, lo que le empuja a defender lo que defiende, no desde luego ningún detalle de su pintura.
Turner presumía de imprecisión –“la imprecisión es mi fuerte”, decía–, Cornwell de lo contrario. Que encuentre siempre lo que busca, igual que la forense Kay Scarpetta de sus novelas, torna sus hallazgos sospechosos. No me refiero a los dibujos sin catalogar, las obras inaccesibles o los cuadros que atribuye al pintor y acerca de los cuales es imposible pronunciarse porque sólo ella los ha visto, sino a esos otros bien conocidos sobre los que desbarra abiertamente. Analiza, por ejemplo, Dos estudios de la cabeza de una mujer veneciana, y deduce sin la menor vacilación que los ojos abiertos, la mirada ausente y la raya oscura del cuello, son los de Mary Ann Nichols, víctima del destripador. La mujer despatarrada en la cama de Noche de verano es, a su entender, otra versión de la misma, y Prostituta en casa le recuerda las fotografías tomadas en la morgue a los cadáveres que dejó el monstruo. Su rigor de perita en receptores proteínicos, secuencias cromosómicas y zarandajas por el estilo la lleva hasta el delirante extremo de rescatar dibujos infantiles en los que Sickert representa escenas violentas y detenerse en uno en el que un hombre clava su puñal en el pecho de una voluptuosa joven atada en una silla y ataviada con un traje escotado. ¿Lo ven?, parece preguntar la autora. Claro que lo que ella pretende que veamos no es lo que hubiera visto Freud, sino lo que hubiera visto Kay Scarpetta. Por si no bastara con todo esto, tizna aún más la memoria del pintor señalando que, a pesar de haber sido un niño muy activo e inteligente, hacía trampas a sus hermanos en el ajedrez, despreciaba las normas y, sobre todo, se burlaba de las creencias religiosas, acusación que dudo mucho pueda prosperar en los tribunales actuales. Ecuánime como alguien que ha invertido cuatro millones de dólares, acaba perdiendo los papeles y afirmando cosas tan desconcertantes y fáciles de refutar como que: “dejando a un lado el análisis artístico y académico, la mayoría de los desnudos de Sickert parecen mutilados o muertos”.
Lo peor del libro, no obstante, llega en los capítulos donde se hace ostentación de las aptitudes deductivas a las que debe la autora su popularidad literaria. Convencida de que sólo alguien dotado de aptitudes artísticas formidables pudo lograr las variaciones caligráficas de las cartas que el destripador remitió a la policía, ejecutar los falsamente toscos dibujos que figuran en algunas de ellas y simular el estilo deliberadamente rudo de sus textos, deduce que nadie en Gran Bretaña salvo Sickert pudo cometer los asesinatos. Por otra parte, la sospecha, divulgada por el cine, de que al asesino gustaba de pasear disfrazado por el escenario de sus crímenes le parece acertar también como un balazo en el corazón de nuestro indefenso pintor, quien, además de entusiasta del teatro, fue actor y confesó en cierta ocasión sentirse frustrado por no haber podido desarrollar una carrera profesional. La culminación de estas consideraciones, antes de llegar al carísimo capítulo del ADN (del que no hablaremos aquí porque los expertos han dejado claro que no puede ser tomado en serio), es que los bocetos de miembros sueltos (brazos, piernas, torsos) que solía dibujar cuando asistía a representaciones dramáticas constituyen otra prueba de su insania. Pero, ¿qué pintor, hasta el expresionismo abstracto, incluido Rothkovitz, de quien exhibe la National Gallery de Washington una especie de friso en óleo y grafito con fragmentos humanos, podría sortear tal acusación?
Sickert, según Cornwell, era un tipo tortuoso, esquivo, egocéntrico y traicionero, pero estaba dotado de una formidable capacidad para fingir (la acción, según Nietzsche, en la que el intelecto ejerce su fuerza principal) y logró ocultar a todos la insondable crueldad que llevaba dentro. En qué medida esta duplicidad pudo afectar a su pintura, no se dice, aunque la sensación al contemplarla sea más bien la contraria, de veracidad y franqueza. Sickert trabajó como pintor sesenta años, desde 1882, cuando dejó la Slade School of Art, hasta su muerte en 1942. Discípulo de Whistler y Degas, al que dedicó un libro (Degas, pintor de la vida moderna), ha sido considerado por unos un impresionista del día nublado y, por otros, un precursor de la pintura esquemática y abstracta, en todo caso siempre un pintor fiel a sí mismo. Atribuirle varios asesinatos porque tuvo un sentido documental de su oficio es una infamia. Como Bacon, acumulaba montañas de recortes de periódicos en sus estudios, imágenes de la vida cotidiana que formaban en el suelo una especie de mantillo iconográfico del que extraía al azar motivos de inspiración. Detrás de esa afición, heredada del padre, quien le inculcó como ilustrador su sentido de la cotidianidad, está la influencia de Degas, de quien tomó el gusto por la representación de escenas del teatro, los café conciertos o el music-hall. La primera vez que expuso obras dedicadas a estos temas y fue atacado por ello se defendió diciendo que su objetivo era representar la vida de la gente en la ciudad. La predilección por los temas urbanos explica, por otra parte, su amor por Londres, que recorría a pie en busca de asuntos, no de víctimas. Y si es verdad que rara vez elegía personajes deslumbrantes por su belleza o espacios asombrosos por su elegancia, su afición por los bajos fondos no tenía nada de indecoroso o delictivo, sino que respondía más bien a cierta visión baudelariana de los tiempos.
Sickert tuvo tres esposas, varias amantes e innumerables amigos, entre ellos Georg Moore, padre de la ética contemporánea. Cuesta creer que engañara a todos. Una de sus cuñadas, en la época en que se estaba divorciando de su primera mujer, dijo que la gente tenía una visión idealizada de él, lo que significa, en efecto, que tal vez no fuera tan bueno como se pensaba, pero ¿hay alguien de quien su cuñada no podría decir algo semejante? Cornwell, a la que sólo ha faltado exhumar su cadáver y hurgar en sus uñas buscando ADN, la molécula estrella del moderno género policial, cree que Sickert rima con ripper (destripador) y para demostrarlo presenta todo lo que encuentra en su contra, incluidas aquellas pruebas que solamente atestiguan su propia incompetencia. Así, por ejemplo, y sabiendo que a fines del XIX los pintores se preocuparon menos por la realidad que por su visión de la realidad, elige de su catálogo las obras más turbias, omite el ingrediente crítico que palpita en ellas, como si ignorara que una de las características del arte contemporáneo es la búsqueda de una conciencia alternativa a la mundanidad corriente, y las señala con dedo acusador. Lo curioso, sin embargo, es que Sickert no representó ningún papel, aunque se moviera de maravilla en esa “mundanidad corriente”, el orden de las cuñadas, pues si algo no hizo jamás en su obra fue confundir las apariencias con la realidad.
Prueba de ello son las obras que realizó en Venecia. Confieso sentir un cierto pavor recordándolo –lo único que faltaba es que Donna Leon inmiscuyera en nuestra historia al comisario Brunetti–, pero hay que equilibrar la balanza. Sickert consideraba a Venecia la ciudad más bella del mundo. Su pasión, común a tantos artistas, parece que se alimentó inicialmente del tórrido adulterio que protagonizó allí con Ada Leverson en 1895. Al año siguiente, rotas sus relaciones con la amante, tornó con la exclusiva intención de pintarla. Turner y Ruskin, pero también Sargent, de quien admiraba la habilidad para introducir en los retratos de las damas un toque picante, o su maestro Whistler, le habían precedido en esto. La Venecia de Sickert está muy alejada, sin embargo, de la ciudad deslumbrante de sus colegas. No es raro porque salía al anochecer, como si no le interesara más luz que la última, esa que se engancha a los pináculos de la basílica de San Marcos y refulge como en un manuscrito miniado cuando cae sobre los mosaicos superiores de la fachada. Elegir esa hora para captar una ciudad en la que los destellos del sol, espejeando sobre las aguas y las paredes de los palacios, martirizan las pupilas y las sumen en una especie de orgasmo visual, constituye ciertamente una decisión extraña. Cornwell apreciaría sin duda pruebas de la taciturnidad homicida del pintor. Lo que de ninguna manera comprendería es que con su elección Sickert halló un camino nuevo en la representación de Venecia, algo difícil si se tiene en cuenta que estamos hablando quizá de la ciudad más pintada de la historia. El intenso contraste entre la silueta de los edificios y los cielos planos de la noche transmiten con inesperada precisión y, desde luego, de una forma muy distinta a las aproximaciones de románticos e impresionistas, la sensación de vaciamiento espiritual de una ciudad que, tras perder su milenaria independencia, llevaba un siglo agonizando. Sickert comprende que Venecia, con su impresionante belleza, es un fantasma y que su auténtico ser, esa congelada monumentalidad de pirámide llena de momificados espíritus, sólo se vuelve inteligible contra el telón de fondo de la noche. Midiéndose con el espectro de una ciudad que conservó durante más de diez siglos su fecunda singularidad, el pintor demuestra que no es un maniático demente sino, al contrario, un alma lúcida, consciente de lo que significa el tiempo en un momento de la historia en la que el progreso avanza destripando toda diferencia a su paso. ¿Acaso se vería más claro si, como Rilke, hubiera hablado de ángeles?
Este texto pertenece a una serie sobre el mundo del arte en la que hasta ahora han aparecido:
Vivir junto al precipicio: David Bomberg en Ronda
Retratos de mujer desnuda: Pierre Bonnard y el éxtasis
El hombre en la encrucijada. Diego Rivera y el compromiso del artista
Jacob Lawrence, un arte más allá del color y del sufrimiento de los negros
Epifanías del dolor: Käthe Kollwitz, la pintora que alertó de la llegada de Hitler
La “casa sin salida” del pintor Felis Nussbaum y los perseguidos
Nosotros no somos los últimos. Zoran Music, un pintor en Dachau