Fue una tarde del coriáceo último verano, en Casa Persépolis, en pleno barrio de las letras de esta ciudad de Madrid que no se parece un ápice a los que la nombran vestida con los lutos de un solo pasado que ni siquiera es reciente. Nos habían convocado dos amigos que acaso ya sabían que se iban a enamorar para descubrir la senda luminosa de la poesía persa. Fui allí donde escuché por primera vez las palabras de Sohrab Sepehrí:
“Será mejor que me levante,
coja un color,
y, sobre mi soledad, dibuje el plano de un pájaro”.
Eso es exactamente lo que debería hacer. ¿Acaso hay encomienda más hermosa?
Desde entonces no han dejado de abrirse caminos en el muro: de los prejuicios, de la distancia, de la noche.
Estuve en la tumba de Hafez en Shiraz, y comprobé una suave tarde de sábado cómo ante el mausoleo se reunían vecinos y viajeros. El hombre tenía semblante hirsuto y en cuanto vi el pájaro sobre su hombre me acordé de Shirin. Le pedí un sobre. El pájaro lo extrajo de un fajo apretado y el hombre me vendió mi porvenir. Todavía espero una versión del farsi que no sea más traición que toda traducción necesaria para entrar en otro paraíso que está exactamente aquí, en la acequia cordial del corazón. ¿No son eso los jardines iraníes? Luego entramos. Los devotos del poeta se esmeraban en posar su mano sobre el mármol de la tumba. Luego abrían al azar uno de sus libros, retrocedían una página y lo recitaban en voz alta. Y a partir de ese poema que la suerte había abierto a la luz de la noche interpretaban su porvenir.
Esta es la tumba de Hafez en Shiraz.
Y esto el cielo que ve el poeta desde su lecho eterno.
Sepehrí me acompañó en mi primer viaje a Irán, lo leí en voz alta cuando entrábamos en Mahan para recorrer la fortaleza de Rayen, laberinto silencioso, Ávila de adobe, en tierras del desierto central persa, la tierra natal de Sepehrí. En los márgenes de la ciudad que orla el paisaje, las manos de una mezquita que rezan al cielo, alminares vestidos de azulejos azul turquesa. Abrí el libro al azar, y leí a mis compañeros de viaje el poema titulado ‘Claridad, agua, flor, yo mismo’:
“No hay nubes.
No hay viento.
Me siento en el borde del estanque:
juego coleante de peces, claridad, agua, flor, yo mismo.
La pureza de la espiga de la vida.
Mi madre coge albahaca.
Pan y albahaca y queso, cielo sin nubes, petunias húmedas.
Salvación inminente: entre las flores del patio.
¡Cuántas caricias vierte esta luz en un cuenco de cobre!
La escalera, desde la cima del muro hace descender la mañana sobre la tierra.
Detrás de una sonrisa cualquier cosa se oculta.
El muro del tiempo tiene una grieta a través de la cual se ve mi cara.
Algo que desconozco.
Lo sé, si arranco una brizna de hierba moriré.
Asciendo a la cumbre, lleno estoy de alas y plumas.
Veo un camino en la oscuridad, lleno estoy de faroles.
Lleno estoy de luz, de arena,
y de ramaje de árbol.
Lejos estoy de caminos, puentes, ríos, olas,
de reflejos de las hojas en el agua:
pero, ¡qué soledad en lo hondo de mi ser”.
El hermoso prólogo que abre la puerta al conocimiento de Sepehrí, obra de Daryush Shayegan, recuerda que era “pintor y poeta a un tiempo”, y que “tan impregnada de poesía se halla su pintura como pintor es de los estados poéticos”. Recuerda que ambas experiencias “beben de una misma fuente”, es decir: “un contacto místico con la naturaleza, un derramarse generoso en el ritmo secreto de cada pulsación que anima a los hombres y las cosas y una nostalgia de los orígenes”. Señala Shayegan algo que de alguna manera parece calcar esa división que cualquier observador atento, que quiera conocer y para ello ha dejar atrás el velo de los prejuicios, lee en el Irán contemporáneo: un régimen clerical, cerril, cerrado, y las que quieren despojarse del velo, rezar en la mezquita interior, disfrutar de los placeres sin el escrutinio de los vigilantes de la moral, los que como los fariseos de Jesús se dan golpes de pecho a la vista de todos cuando en la intimidad se comportan como lo que son. Habla Shayegan de las breves alusiones de Sepherí “la hipocresía y la superficialidad de los doctores de la ley, se oculta también una antigua querella que, desde siempre, ha opuesto, en la literatura persa, los librepensadores o los ‘libertinos inspirados’ (rend) a los comisarios (mohtaseb), los censores y los inquisidores. Esta oposición es susceptible de aplicarse a varios niveles: en el plano del conocimiento, será la lucha de la razón contra el amor, en el del comportamiento moral, la del inquisidor contra el libertino inspirado (es decir, el místico), y en el de la religión, en el sentido más amplio del término, se cifrará en el antagonismo que enfrenta la vía mística (tauriqat) y esotérica con la religión exotérica de los doctores de la Ley (shari’at). Todo persa cultivado sabe, debido a una experiencia secular, que un exceso de valoración del fanatismo incluido en la shari’at en vez de despertar el espíritu lo ofusca más; y esta agresión se convierte en algo aún más intolerante porque la religión, no satisfecha con su papel tradicional, se esfuerza en convertirse, también, en ideología política”. Es lo que me dijo desde Londres, en farsi, con palabras que alguien me ayudó a verter al español, la valiente premio Nobel Shirin Ebadi, que acaba de publicar en España el libro Hasta que seamos libres. Mi lucha en Irán por los derechos humanos (Confluencias): “El lugar de la religión es el hogar, el Estado debe estar al margen”. Es lo que, con otras palabras, escribió aquí mi amigo Dioniso Cañas, poeta que después de una vida de búsquedas y excesos ha decidido indagar en el mundo árabe y persa unos orígenes que, como tantos españoles, nos hemos empezado en enterrar concienzudamente. En un texto titulado Crónica de un viaje espiritual a Irán (Nueva York-Mashad-Jesuralén): “el sufismo es también una forma de comportarse y de pensar, claro está, y principalmente es un asunto del corazón. En última instancia, la religión debería ser como la masturbación, una cuestión privada, no una cuestión regulada y vigilada por el Estado”.
En la cena de Nochebuena, antes de acordarnos de los que esa noche no tenía ni mesa ni cobijo, y de dar las gracias por los dones que habíamos recibido y nos disponíamos a disfrutar, volvimos a evocar a Sepehrí. ‘Agua’, fue el poema que elegí para leer antes de cenar:
“No enturbiemos el agua:
más abajo, tal vez bebe una paloma
o en el bosque lejano un verdecillo se lava las plumas
o en el pueblo se llena una cántara.
No enturbiemos el agua:
Quizá esta agua corre a los pies de un chopo y se lleva la angustia de un corazón.
Quizá la mano de un derviche haya metido en el agua un pedazo de pan seco.
Una mujer hermosa llega a la orilla del río,
no enturbiemos el agua:
la hermosa cara se ha duplicado.
¡Qué agradable esta agua!
¡Qué transparente este río!
¡Qué afables son las gentes de allá arriba!
¡Que sus fuentes manen y sus vacas den abundante leche!
Yo no he visto su pueblo,
sin duda bajo sus cercados está la huella de Dios.
Allí la luz de la luna ilumina la anchura de la palabra.
Sin duda en el pueblo de arriba los muros son bajos.
Su gente sabe qué flor es la amapola.
Sin duda allí el azul es azul.
El capullo se abre, los del pueblo están informados.
¡Vaya pueblo!
¡Que su alameda esté llena de música!
Los de las fuentes de los ríos comprenden el agua.
No la han enturbiado. Tampoco nosotros
enturbiemos el agua”.
El día de Navidad amaneció seco, amable y soleado en Vallelado. Después de desayunar, sin haberlo pensado antes, atraído por la luz y la soledad de las cuestas y los campos, decidí hacer como otros años: emprender un paseo solitario por el páramo hasta llegar a San Cristóbal y volver al punto de partida. Quería leer en voz alta algunos de los poemas de Sepehrí. No había reparado en que la mejor manera de leer a este poeta persa es precisamente en medio de la naturaleza, y leerlo además en voz alta, en soledad, para la tierra, los arbustos, los pájaros, los árboles solitarios o emboscados, los insectos, la luz que cambia a cada instante, las nubes, el agua secreta y el agua que refleja los cambios del cielo y los cambios en nuestro corazón. Por ese camino empecé, casi sin darme cuenta, a buscar un nexo, a veces sutil, a veces arbitrario, entre algunos retazos del paisaje y versos de Sepehrí que habían captado mi atención o me iban a maravillar esa misma mañana de Navidad, y lancé al cielo a través de Instagram las fotografías con las que iba leyendo el paisaje y los versos reveladores de este poeta que ya es un ineludible compañero de viaje.
«Un trozo de cielo se cayó en mi vaso de agua. Bebí agua con cielo».
«Y les dije:
aquel que en la memoria de la madera vea un jardín
su rostro permanecerá siempre en la brisa de la arboleda».
«Aquel que haga amistad con el ave del aire
tendrá el sueño más tranquilo del mundo».
«La boca es el invernadero del pensamiento.
Hay viajes que te ven en las callejuelas de los sueños».
«Y les dije:
la piedra no es un adorno de las montañas
como tampoco el metal es un adorno de la azada».
«En esta ciudad, la mano de todo niño de diez años es una rama de conocimiento».
«Camino significa: exilio.
Viento, canto, viajero, y anhelo de un breve sueño.
Tallo de hiedra y llegar y patio».
«Alguien siente añoranza.
Alguien hace punto.
Alguien cuenta.
Alguien canta».
«Vida significa: un estornino se ha ido volando.
¿De qué sientes nostalgia?».
«Alguien murió ayer noche.
Y sigue siendo bueno el pan de trigo.
Y el agua sigue bajando, y en ella beben los caballos».
«Será mejor que me levante,
coja un color,
y, sobre mi soledad, dibuje el plano de un pájaro».
«Huele a emigración:
mi almohada está llena del canto de plumas de golondrina».
«Ven para que no tenga ya miedo de las ciudades donde el suelo negro sirve de pasto a las grúas».
«¡Qué esplendor en el sacrificio de las superficies!».
«Mi asombro se confundía con el árbol.
Vi que estaba a unos metros de los cielos».
«Vi que el árbol existía.
Si existe el árbol,
es claro que hay que existir».
«Cuando cesó la lluvia
el paisaje estaba desguazado.
Las vastas extensiones mojadas
quedaron sin aliento».
«Hay que cerrar el libro.
Hay que levantarse
y andar siguiendo al tiempo».
«El ser humano es un largo pergamino de espera.
Pero ¡tú, pájaro!
eres el punto del punto en la improvisada página de la vida».
«Esta noche
cada árbol tiene tantas hojas como yo temores».
Al volver del largo paseo, y antes de comenzar la comida de Navidad, elegí el poema que más me había cautivado, de esa mañana y de todo el libro, que casi había terminado de leer, en voz alta, en los caminos solitarios que enlazan Vallelado y San Cristóbal de Cuéllar por el páramo, en el corazón de Segovia, y por lo tanto de Castilla. Se titula ‘Movimiento de la palabra de vida’:
“Más allá del pinar, nieve.
Nieve, una bandada de cuervos.
Camino significa: exilio.
Viento, canto, viajero, anhelo de un breve sueño.
Tallo de hiedra y llegar y patio.
Yo, y la nostalgia, y este cristal mojado.
Yo escribo, y el espacio.
Yo escribo, y dos muros, y algunos gorriones.
Alguien siente añoranza.
Alguien hace punto.
Alguien cuenta.
Alguien canta.
Vida significa: un estornino se ha ido volando.
¿De qué sientes nostalgia?
Hay gozos bastantes, por ejemplo este sol,
el niño de pasado mañana,
la paloma de la semana aquella.
Alguien murió anoche.
Y sigue siendo bueno el pan de trigo.
Y el agua sigue bajando, y en ella beben los caballos.
Las gotas en las corrientes,
la nieve en los hombros del silencio.
Y el tiempo en la columna vertebral del jazmín”.
Sohrab Sepehrí, Espacio verde/ Todo nada, todo mirada. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Traducción de: Clara Janés, Sahán y Mojgan Salami.