El suicidio tras abrupta suspensión laboral o despido hace mes y medio del doctor Antonio Calvo, director del programa de lengua española del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton, no ha cejado de levantar preguntas y causar consternación entre los miembros de un campo profesional al que sin embargo no conviene llamar comunidad. Produce cierta perplejidad, pero también esperanza, observar tal reacción, que se da contra una débil insistencia institucional en la procedencia de sus acciones. La preocupación por el silencio oficial sobre sus causas es patente y afecta al departamento de Calvo, del que se dice que apoyaba al profesor, pero sobre el que siguen pesando cuestiones que deberían aclararse con prontitud. En su lado positivo, el movimiento es saludable. Si alguna vez hubo una comunidad real de enseñantes de culturas hispánicas en el inmenso mundo universitario norteamericano, la apelación entró en desuso hace ya tiempo. La indignación actual, basada en rumores de acoso contra Calvo que no aceptan la versión oficial, no responde a ninguna preexistente solidaridad efectiva. Quizá la cree.
Ignoro hasta qué punto la relativa ausencia de comunidad —la inamistad colegial, la falta de interés, la rivalidad generalizada, el desdén por el apoyo mutuo, la caída del compromiso primario con el saber y la competencia a favor de la toma de posición ideológica, la cesión a intereses espurios de poder interno— caracterice también a otros campos de saber universitario. Una de las consecuencias de la evolución corporativa del mundo académico norteamericano es precisamente la tendencia a un aislamiento personal que ninguna “interdisciplinariedad” desbanca—no es imposible pasarse media vida en el departamento de algún sitio sin tener idea alguna de lo que pasa en el departamento vecino, y a veces sin conocer siquiera al personal. En los departamentos de estudios hispánicos lo lamentable es que, en la mayor parte de los casos, tal ignorancia no está causada por lo bien que uno lo está pasando en casa. Responde a otras causas que no son tampoco derivables de la felicidad teórica—la felicidad por la teoría—que Aristóteles recomendaba. Algo huele a podrido en espacios de saber y enseñanza donde ni la excelencia profesional ni la calidad humana se han mantenido como objetivos dominantes. Y a veces ya ni se cree en ellas. No es una situación sana, y produce tensiones a veces extremas e insoportables. Los celos, la envidia, el resentimiento, el abuso, aun sin razón aparente, se hacen visibles y densos. El impacto de todo eso en la vida diaria del departamento puede imaginarse sin dificultad. No ocurre en todas partes: las excepciones saben que lo son. Es la generación presente —los mismos cuya temprana experiencia profesional ha quedado ya marcada por la historia de Calvo— la que puede y debe cambiar el estado de cosas que prevalece.
Es raro aunque no imposible el caso del departamento en el que hay genuino afecto y respeto entre sus miembros. La norma no es esa. Este fenómeno de alienación profesional generalizada, siempre cercano al miedo, y a la vida en el miedo, no tiene nada que ver con la estructura de evaluación mutua y sostenida que impone la administración en muchas universidades. Yo pienso que entra en el terreno de la opción personal, del mero hábito colectivo, y pertenece a esas prácticas de auto-esclavizamiento que el marrano Benito Spinoza, buen conocedor del acoso personal, diagnosticaba como pasiones tristes. La buena nueva, por lo tanto, es que es posible cambiarlo; que una decisión general en ese sentido no es descartable. El departamento de Princeton puede iniciar esa reforma de costumbres que pasa en primer lugar por la transparencia efectiva, pero que está lejos de terminar en ella. Restituir decencia profesional y legítima ambición académica en nuestro campo es ya inexcusable.
El trágico ejemplo de Calvo (más acá de lo que permanece insondable y así nunca ejemplar en todo suicidio) debe ser usado para ayudarnos a entender que no hay por qué arruinarle la vida al otro, y que es estúpido hacerlo, porque uno siempre acaba arruinando la propia. Su muerte seguirá siendo inasimilable, pero por lo menos tendrá buenos efectos, será espuela, y no quedará ignorada por aquellos más cercanos a él después de su familia y amigos directos: sus colegas de campo en otras universidades (los de la suya, sea lo que sea que haya pasado, perdieron el derecho a invocar cercanía alguna). Entre ellos somos muchos los que elegimos un destino de expatriación similar al que Calvo buscó, y quiso desesperadamente mantener, y no pudo porque no le dejaron (hasta que logró la expatriación definitiva). Princeton pretende inocencia, pero elige no demostrarla. Nuestra solidaridad de principio, si hubo acoso y cualquier acontecimiento posterior puede ser explicado como reacción al acoso, es una obligación ética y política.
Si las semejanzas estructurales que por ahora son solo aparentes se confirman, mi experiencia personal es relevante para entender qué le pasó a Calvo. Mi mujer, Teresa Vilarós, y yo nos fuimos voluntariamente de una prestigiosa universidad privada como Princeton, después de casi quince años de considerarla nuestra casa y de mantener en ella una trayectoria profesional digna y activa, porque algunos de nuestros colegas trataron de hacernos la vida imposible y llegaron a conseguir el apoyo de una administración inepta. El problema más terrible no suele ser ese: uno, por viejo y no por diablo, acaba sabiendo qué esperar de los insólitos enemigos que van apareciendo, y que en cada caso fueron amigos o podían haberlo sido. Lo que hacen esos apenas duele porque a partir de cierto punto todo es ya esperable. Pero la dinámica institucional y sus juegos de poder acaban imponiendo la traición efectiva de aquellos con quienes uno contaba. Es entonces cuando las cosas cambian. Cuando el abandono y la dura soledad aprietan —hay que tener en cuenta que para el expatriado el trabajo lo es casi todo: uno no se va sin más a Kentucky o a Alabama o a Nueva Jersey desde Madrid o Barcelona o Benavides de Órbigo si no es porque apuesta muy fuerte a la vida profesional y cree en ella— el mundo se nubla, y la vida pierde sentido a menos que se tenga el privilegio de una estructura familiar y afectiva intensa con gente que no pertenece al colectivo destructor o es cómplice de él. Solo eso puede salvar.
E incluso en este último caso los efectos del mobbing son muy similares a los del síndrome de estrés postraumático: ansiedad, insomnio, obsesión, dificultades en el trabajo, y una pena profunda que se hace indescriptible e injustificable pero que dura mucho tiempo. Calvo, sin duda, anticipó esos efectos, que en su nota publicada póstumamente llama la “tortura más fuerte,” y decidió hurtarse a ellos. Nadie —y por cierto ninguno de los cómplices activos o pasivos de lo que pasó, de aquello que llevó a Antonio Calvo a la muerte— tiene derecho a cuestionar tal decisión. Pero todos debemos pensar en ella. Quién sabe —pero Princeton ya sabe, y otros saben— por qué una persona de trayectoria intachable como Antonio Calvo, según múltiples testimonios, y entre ellos el de su colega Ricardo Piglia, puede llegar a ser puesta contra las cuerdas de forma que su escarnio final sea retrospectivamente justificable como procedente. El silencio de la administración de Princeton es el silencio del poder. Creer ciegamente en su verdad o en su justicia es un riesgo demasiado grande. Pedirlo es otro abuso.
Pero no sabemos todavía qué pasó en Princeton y no es bueno llegar a conclusiones infundadas y mucho menos acusar a nadie injustamente. La estructura de la historia, a falta de que Princeton hable, apunta desde luego a un fallo de la administración, a quien competía en última instancia la ayuda y defensa de Calvo antes de que las cosas llegaran a la cercanía de su desenlace. Ahora nadie quiere hacerse responsable, y nadie se hará. Eso es más de lo mismo. Eso es lo de siempre, lo que siempre viene pasando, pero ojalá no haya pasado en Princeton: abuso por parte de algunos, protección del que abusa, complicidad institucional, traición y placer inconfesable en la destrucción del otro, quizá reacción desesperada del acosado, refugio en la hipocresía administrativa, e impunidad final para los responsables de la destrucción. Si Calvo hubiera sobrevivido, su carrera posterior habría sido una perpetua lucha desigual contra la sombra. Nadie se repone nunca del todo. La vida profesional nunca es ya lo que fue.
Hasta que colectivamente decidamos que no debe pasar más. Princeton puede empezar ese camino, u otros pueden. No hay nada más importante en la vida académica hoy que la protección efectiva de ese que Michel Foucault o Giorgio Agamben, entre otros, llamaban “cualquiera que sea”, es decir, el individuo despojado de todo poder y de todo derecho por la acción de sus acosadores y que así se hace vida desnuda, susceptible de ser consignada a la muerte social, sin asesinato ni sacrificio. Yo he estado ahí, y me fui, pero no fue simple. Calvo les leyó el farol, y lo literalizó. Quizá ese gesto impresionante de las cuchilladas, al que saludo con emoción y respeto, acabe por cambiar nuestro mundo.
Alberto Moreiras es catedrático y jefe del departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Texas A&M, en Estados Unidos