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El polvo que queda en la zona catastrófica de Valencia. “La reconstrucción apenas acaba de empezar”

A un lado del río Turia, varias calles de Valencia siguen coloreadas de barro más de dos meses después de que las inundaciones provocadas por una DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) arrasaran la región. Para los que llegan, un olor a humedad y podredumbre les asalta en oleadas, cuando pasan cerca de un garaje o un bajo que siguen llenos de lodo. Pero los vecinos han dejado de notarlo, un efecto común ante cualquier estímulo que se prolonga en el tiempo. Declaradas al menos 223 muertes por el desastre hasta ahora, las acusaciones de abandono de los valencianos contra las autoridades estatales y autonómicas hacen pensar que los responsables políticos a los que señalan también han dejado de advertir lo que sigue sucediendo en el terreno.

El barro se ha endurecido sobre el pavimento y los coches para volverse un polvo arcilloso, igual que en las cloacas donde no se ve, pero que afecta gravemente el sistema de alcantarillado de 34 municipios, según el Ministerio de Transición Ecológica. Son los restos del barro que los valencianos y los voluntarios que visitaron la zona estuvieron quitando de la calle con lo que hubiera a mano para tirarlo en las alcantarillas. “El barro se mezcló con aceite, putrefacción, excrementos y de todo, y en algunos edificios ya no funcionan los desagües”, afirma Xavi Rodríguez mientras se dirige a recoger placas de cartón yeso para dárselas a quienes necesitan reparar sus paredes podridas. Lleva más de cincuenta días ayudando a recoger donaciones privadas de comida y suministros para repartirlas a los más afectados en la localidad de Paiporta y sus alrededores, la zona de catástrofe. “Hubo un momento en el que decían que no echaran el barro a las alcantarillas, ¿pero cómo van los políticos a dejar cinco días sola a la población que vivió esta catástrofe y después regañarla cuando intentan resolver por sus propios medios?”.

Al salir, Xavi saca su teléfono móvil por la ventana de la furgoneta que conduce para grabar con su teléfono móvil. “Aquí hay unos cincuenta camiones cuba parados al lado del Ikea, sin trabajar”, dice, señalando la fila de vehículos con máquinas de limpieza de alcantarillado aparcados antes de enviar el video a sus seguidores en redes sociales. “¿Ves estas injusticias?”, resopla. “Ahí tienes la ayuda estatal, camiones parados mientras todavía hay miles y miles de garajes que siguen inundados en Valencia, y muchos con coches adentro”. Los primeros en sacar los coches, apunta, fueron “los 4×4 personales de los voluntarios, con varios que terminaron dañándose”, y aún hoy “algunos vecinos pagan de su propio bolsillo para limpiar sus garajes”. “Además nos quieren decir desde el Gobierno que fueron los militares los que limpiaron las calles, pero los que vinieron la primera semana, igual que los policías nacionales, lo hicieron como voluntarios”.

Al pasar al lado del barranco del Poyo, que atraviesa lo que parece un riachuelo comparado con la cuenca que ha dejado la riada, Xavi lo señala con el dedo. “Imagínate que era veinte veces más estrecho”, dice. “El agua arrastró todo; si no te mataba el caudal, te mataba un coche o un contenedor o un camión, porque flotaba todo con tanta agua. Y el sonido de los coches chocando con las puertas, con las farolas, los postes… es traumático, nunca se te olvida. Pero los que mandan se van a olvidar de nosotros como se olvidaron de las víctimas del volcán de La Palma o los del terremoto de Lorca”. Al conducir por las calles de la zona afectada, decenas de miles de coches amontonados en filas y columnas se vuelven parte del paisaje. Los que no se llevó el agua ya pueden circular entre los municipios, pasando por debajo de la sombra de torres de ruedas, resortes y vidrios rotos y entre los edificios con manchas cuya altura no superan en la mayoría de los casos.

A mediados de diciembre se registraron al menos dos incendios en los cementerios de coches ubicados en un solar de Catarroja y un vertedero en Alberic. Las baterías de los coches eléctricos y los depósitos de gasolina y aceite representan ahora un riesgo que puede repetirse en cualquiera de los cientos de espacios donde siguen montados los vehículos. Afuera del solar de Catarroja donde hay cientos de vehículos, un agente de policía llegado de Euskadi admite que todavía no se ha determinado si el fuego fue provocado por un accidente o se trata de una serie de acciones intencionadas. El peligro inmediato son los gases tóxicos que pueden dispersarse y alcanzar las poblaciones que se encuentran alrededor de estos numerosísimos enclaves que acumulan montañas de coches. De la autoridad autonómica depende la habilitación de zonas para llevar los vehículos que se encuentran amontonados provisionalmente en donde pudieran depositarse cuando se estaban retirando de las calles, pero nadie ha podido ofrecer una estimación de cuántos harán falta ni cuándo se podrían llevar todos.

Miguel está revisando su coche, que está a menos de 50 pasos de un cementerio de vehículos en Alfafar. Está lleno de tierra, y una vecina que pasa exclama: “¡Hala, le han salido ramas!”. “Me dicen los militares que tienen que venir y llevárselo a Paiporta”, cuenta Miguel. “Además, no he visto ni un duro del Gobierno; si he podido comer, ha sido por los voluntarios”.

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A poca distancia se encuentra el municipio de Massanassa, donde Tigran espera a la puerta de un edificio a que lleguen los inquilinos de un apartamento en el primer piso. Muestra varias fotos que le mandan personas que han pedido ayuda a Amigos de la calle y se ríe en voz baja. “Mira, algunos quieren que reparemos cosas que no dañó la DANA, y a veces les decimos que sí a eso también”, dice con un acento que los años no terminan de limar.

Tigran (un nombre ficticio para proteger su identidad) colabora con una organización no gubernamental como albañil desde hace varios años, a la vez que los organizadores se han encargado de encontrarle alojamiento. “Una mano y una mano, dos manos y lavan la cara”, dice. Ahora no tiene los papeles que necesita para quedarse en España, pero vivió durante muchos años en Valencia como un inmigrante legal antes de regresar a su país en el 2010. Cuando volvió a la península ibérica descubrió que su casero había tirado todas sus cosas para que otros vivieran ahí.

Al llegar los dueños del piso, invitan a Tigran a entrar y meten un deshumidificador que les han donado. No puede quedarse mucho tiempo. Manuel quiere llevar a su hijo de siete años a ver una especie de desfile donde cree que están repartiendo juguetes. “Al menos para que el chiquillo piense en otra cosa, porque ahora lo que siempre está contando es hasta dónde llegó el agua”, murmura. “Al menos ya volvió a clases en la escuela que está aquí cerca, el otro [el colegio público Luis Vives de Massanassa] se derrumbó, y un trabajador se mató mientras limpiaban ahí”. A través de la puerta abierta, pasa su vecina, que le cuenta que ya consiguió un coche nuevo. “Ella llevaba menos de un mes mudada aquí cuando ocurrió esto, y llamó a sus hermanos para que me ayudaran a vaciar la casa”.

Mientras Manuel y Tigran miran las manchas negras de los hongos en las paredes, Sara dice que agradece que las únicas pérdidas que han sufrido hayan sido materiales. “En el bajo de al lado estaba una señora mayor, la arrastró la corriente y tuvo que agarrarse a una farola hasta que bajara el nivel”, dice. “Por lo menos no le pegó un coche, como al chino Juan”, añade Manuel. “Él estaba dentro de su tienda, intentaba cerrar cuando se lo llevó el agua, y cuando se agarró de algo le pegó un coche. A él lo encontraron al lado de los raíles del tren”. Según él, la llegada súbita de la riada se parecía más “a un tsunami” que las inundaciones que había vivido antes, “a las que estaban mal acostumbrados los vecinos”. Se señala los tobillos: “de repente estaba aquí”. Luego, el pecho: “Y llegó hasta aquí en un segundo”.

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Frente a un bazar chino que sigue lleno de barro, polvo y enseres sucios se reúne una docena de diez personas de estatura, edad y acento variados, aunque los equipos de protección individual blancos, los guantes azules y las botas de goma borren todas estas diferencias. “Todo esto son donaciones de particulares”, dice Mónica, una voluntaria que llegó con el grupo a Benetúser, otra de las zonas más afectadas. Desde esta mañana han colaborado con militares para achicar algunos garajes que siguen inundados, a pesar de que varios equipos de voluntarios han reportado que les han prohibido hacerlo. Eso explica Nerea, una de las más jóvenes, pero la más alta. “Son cosas que nos dicen desde hace un par de semanas. Que tienen que encargarse las fuerzas del Estado o alguna de las compañías que han subcontratado”. Mientras ha pasado el tiempo, la policía ha controlado estas iniciativas privadas después de registrarse intoxicaciones con gases, sobre todo con aguas fecales, y ha limitado el acceso a garajes a empresas o entidades públicas especializadas.

“Es verdad que, desde el principio, no hemos tenido prácticamente ayuda desde el ámbito estatal y autonómico, y cuando ha llegado ha llegado tarde y de manera insuficiente”, dice Javier González, de la Agencia de Desarrollo Local del Ayuntamiento de Benetúser. “Puedo entender que en los primeros días costó conseguir maquinaria para la retirada de vehículos, pero es lamentable que todavía no tengamos una dotación adecuada de bombas para achicar los garajes, igual que con la retirada de vehículos de las zonas provisionales donde están, que en Benetúser son una campa junto al cementerio y el polideportivo municipal”, reclama. En otras ocasiones han llegado maquinistas los fines de semana para volver el lunes a otras obras en las que trabajan. “Creo que esta es una situación de emergencia lo suficientemente grave como para focalizar aquí esos recursos. Luego queda la reconstrucción, que, aunque pareciera que estamos acabando, apenas acabamos de empezar”.

En la oficina de González se han integrado los servicios para que la Policía Nacional expida los DNI a aquellas personas que han perdido la documentación, así como de asesoramiento jurídico en colaboración con el Colegio de Abogados de Valencia, con el Colegio de Mediadores de Seguros para temas sobre el consorcio y de compensaciones, la tramitación de ayudas para empresas y autónomos de ámbito estatal y hasta la puesta en marcha de los sistemas de gas. “A diferencia de otros municipios, aquí lo tenemos todo en una única oficina, y esto nos da una ventaja porque se pueden sacar varios documentos y trámites en una misma gestión”, explica González, aunque señala que el caso de este municipio no es el mismo que el de los demás. “A pesar de estar todos en la zona catastrófica, ni este edificio ni el ayuntamiento se han inundado. En Picanya, el ayuntamiento ha desaparecido y les resulta más difícil prestar sus servicios en la misma oficina”.

Entre las ayudas ofrecidas se cuenta la de 800 euros mensuales para quienes hayan perdido la vivienda y se hayan tenido que desplazar a otro domicilio y una bonificación del impuesto de bienes inmuebles. Pero para Rafael, que ahora se queda en un apartamento en un colegio de las religiosas de Jesús María, esto no representa ningún alivio. “Yo fui al ayuntamiento de Alfafar para consultar, pero como yo vivía alquilado en un bajo, me dijeron que no era vivienda y que no tenía derecho a la ayuda”, lamenta. Él se encontraba en Llornou de la Corona con su cuñado cuando empezó a entrar agua en la casa, y cuando volvió a Alfafar lo había perdido todo junto con su vivienda. “Yo tengo una pensión de jubilación de 825 euros al mes, 66 años y una insuficiencia cardiaca, y no hablo con mi familia en Alicante desde hace 20 años, ¿a dónde puedo ir así?”, se pregunta, añadiendo que no le dan trabajo en ningún lugar al ver su edad y que para entrar “en cualquier sitio”, le piden “dos o tres meses de alquiler. Unas trabajadoras sociales no sabían si mandarme a una residencia, pero eso son miles de euros que no tengo. No sé qué haré”.

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En una nave industrial de Paiporta, llamativamente vacía, construyen una pared para dividirla por la mitad. De este lado hay palés con colchones, comida y electrodomésticos a los que se les suman las láminas de pladur que trae Xavi y que varios jóvenes están descargando con esfuerzo de su furgoneta. Roberto se pone de puntillas para señalar con el dedo la marca que dejó el río en la pared exterior de la nave, que supera los dos metros de altura. Ninguno de los trabajadores de la nave estaba adentro durante la riada, pero ha sido apenas en estos días que ha aparecido el cadáver de la última desaparecida en una nave vecina, no muy lejos de donde el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y los Reyes Felipe y Letizia se enfrentaron al fango que les arrojaban los vecinos durante su primera visita oficial después de la DANA, acompañado de gritos de “¡Fuera!” y “¡Asesinos!”.

“Aquí teníamos anaqueles llenos de zapatos, máquinas que pesaban más de dos mil kilos”, dice. “Todo eso terminó a más de tres calles de aquí, porque a diferencia de los pisos que se inundaron, el agua entró a presión después de que superara los rieles del tren, que actuaban como presa”. Cuando lo superaron, pasaron con una fuerza brutal a través de esta nave y otros edificios aledaños. Una escena que se repitió en Alfafar, cumpliendo con las predicciones de los vecinos que pedían el soterramiento de estas vías.

Comentando los daños de los equipos de las empresas, dice que “el 60% de los negocios de los vecinos de Valencia no tienen seguro o lo tienen infravalorado, por lo que no quedaban cubiertos”. Roberto señala a los obreros que reconstruyen la pared que dividía la nave antes de que la riada la tumbara. “Ahí había una máquina que valía 150 mil euros. Hubiera tenido que pagar 50.000 euros por ella”.

Cuando llega Belkis Olmos con voluntarios de la ONG Amigos de la calle, Roberto se le acerca para hablar sobre los suministros que han llegado. “Esto de acá lo mandó el influencer este, ¿cómo se llamaba?, y nos dijo que lo esperáramos para entregarlo porque quiere hacer un video”, le explica. Belkis se ríe antes de dirigirse a los voluntarios. “Yo sé que todos queremos ayudar”, dice, levantando la voz para que lo escuchen los que están cargando colchones y los que están apurados por salir a entregar electrodomésticos. “Pero va a haber momentos en que no van a hacer nada. No quiero que se frustren ni que sientan que están perdiendo el tiempo. Lo que pasa es que tenemos muchas cosas que hacer y que gestionar y lo mejor que podemos hacer es esperar a que nos digan qué hacer”. Mientras los jóvenes se encargan de mover muebles, colchones y electrodomésticos y llamar a personas que han pedido ayuda, Belkis recuerda a los que llegaron en los primeros días de la tragedia. “Pedían días de vacaciones para poder colaborar con la limpieza”, dice. Ahora, los voluntarios llegan casi únicamente los fines de semana, sin acercarse a las cifras vistas en el primer mes.

El Auditorio Municipal de Paiporta es uno de los puntos donde se concentran los esfuerzos de varias organizaciones y particulares para repartir comida y víveres a los vecinos que llegan y hacen cola para recogerlos. Varias de las ventanas están rotas y se ven las mesas con bolsas donadas, entre las cuales se deslizan los voluntarios con sus chalecos fosforescentes y sus carpetas con listas de suministros, y los carteles que explican las reglas para quienes quieren abastecerse. Este edificio se habilitó para estas tareas después de que se sacara todo el barro y el mobiliario, pero el auditorio mismo, al ser subterráneo, ha quedado inservible hasta que se lleve a cabo trabajos que todavía no han empezado. Pegados a los vidrios que quedan de la fachada del auditorio se ven unos dibujitos de niños que expresan así su solidaridad con Valencia, garabatos de señeras coloradas y muñequitos con sonrisas.

Belkis va tachando nombres mientras entrega las bolsas a quienes acuden a ella. “Mientras pasa el tiempo, todo se va normalizando, pero siempre habrá personas que no tienen cómo salir de esta, por muchas donaciones que se hagan”, comenta. “Conozco a una pareja que me dijeron que la reparación de la casa les iba a salir en 130 mil euros. Es inviable. E incluso los que están completamente cubiertos por el seguro están en situación de emergencia, por lo que van a tardar en recuperarlo todo”.

Las tareas de ayuda comenzaron, según Belkis, desde el inicio de las inundaciones, con los que avisaban a sus vecinos que no bajaran a los garajes y que fueran a los pisos superiores y los que llamaban a los que vivían en los edificios cerca del barranco para que salieran a refugiarse en otros lugares. La avalancha de la solidaridad y el apoyo que llegaba de toda España ayudó a adelantar el trabajo de aseo, repartición de donaciones y limpieza de garajes que después pasaría a manos de las fuerzas estatales, cuando llegaran de manera oficial los militares (la Unidad Militar de Emergencias, UME) y la policía, aunque siguen en el terreno mientras el ayuntamiento todavía “no se da abasto, y se dieron cuenta de que esto va para largo”. “Los pobres estaban perdidos al principio, no conocían el terreno y venían de diferentes lugares con las órdenes que tenían que cumplir, sin dejar entrar al pueblo donde había maquinaria pesada”, dice Belkis, añadiendo que “fue hace algunas semanas que tomaron las riendas porque la gente está cansada y tiene que trabajar en lo suyo”.

En temporada navideña, la UME ha estado repartiendo juguetes para los niños de los pueblos y municipios más golpeados, donaciones que en muchas ocasiones ellos mismos deben decidir dónde entregar. Es un desafío parecido al que han presentado los víveres que llegaban de todo el país, acumulándose en ciertos puntos mientras otros sitios no llegan a verlos hasta que las ONG se organizan para distribuirlos. El dinero que llega por vías oficiales es “muy poco”, dice Belkis, y quienes donan dinero lo hacen para comprar materiales, electrodomésticos y deshumidificadores porque “la gente no puede volver a vivir en estas casas mientras no se rehabiliten, si es que no son un desastre total, y varios no pueden retomar sus negocios por su situación económica”. A esto se suma el frío y la humedad que lo hace más insufrible.

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En el espacio vacío que era la sala de Isabel un puñado de voluntarios de la fundación Juntos Mejor golpean las paredes con picas para quitar el pladur podrido, exponiendo el ladrillo. “Si creen que esta pared hay que tumbarla, no se esfuercen en picarla”, exclama la dueña de la casa a través de la mascarilla que se pone para no respirar el polvo. A través del pasillo que conecta los cuartos, la sala y la cocina aparecen sendas grietas horizontales que recorren las paredes a dos metros y a unos setenta centímetros del suelo. “El perito del seguro vio eso, dijo que eso ya estaba ahí y se fue sin tomar fotos. Todo lo contrario a lo que dijeron los que vinieron del ayuntamiento y otras organizaciones de ayuda”, se lamenta. Ahora cuenta con la ayuda de voluntarios y vecinos, pero también ha sido testigo de los momentos en los que “la gente saca lo peor de ellos mismos”. Con eso se refiere a “una vecina del segundo piso que amuebló su casa entera, que no había sufrido daños, con lo que traían los voluntarios”.

Isabel es dominicana. Vive en esta casa desde hace más de veinte años. Es suya, insiste, y ha preferido quedarse aquí a ir a un albergue “lleno de chinches”, aunque tenga que quedarse sola. “Mi marido ya se acostaba temprano desde antes por la medicación que tomaba, y a eso de las cuatro de la tarde parecían las nueve por lo oscuro. Entonces cuando empieza a entrar el agua y el barro en la casa él no lo nota hasta que empieza a moverse la cama. Y cuando se para [se pone de pie], se le mojan los pies. Ahora está internado en la unidad psiquiátrica de una residencia porque después del desastre se ponía a correr por las calles embarradas sin saber a dónde iba”.

La psicóloga Rocío Blanes cita el shock, el miedo a quedarse dormido, el estado de hiperalerta y problemas de falta de sueño y atención como consecuencias que sufren personas afectadas por la DANA. “En los casos que atendimos, la atención estaba dirigida a la ayuda, la resiliencia de seguir adelante y de ser resolutivos”, explica, señalando “la rabia y la frustración por el retraso a la hora de recibir los avisos del estado de alarma”, así como “la culpa por no haber evitado situaciones y por sentir que la ayuda aportada de forma individual no es suficiente”, por no hablar de “pensamientos de hiperfocalización, como la anticipación de futuras catástrofes”. Aunque “las emociones que más se observan son desagradables muchas personas se sienten muy agradecidas y conectadas con la gratitud respecto a la movilización de la población tanto de personas de la zona como de otras ciudades y pueblos que se desplazaron para aportar su granito de arena”.

Según la psicóloga, la cercanía a la ciudad de Valencia, que no resultó afectada por las inundaciones, genera la sensación de “estar viviendo en dos realidades”. Es otro factor que se suma a las posibles causas de la aparición de síntomas depresivos, como la desgana y el descuido de la higiene, ansiedad y estrés, duelos no resueltos tras la pérdida de familiares, viviendas, rutinas y estabilidad económica. Así, las víctimas pueden sentirse incomprendidas en el ámbito laboral y personal, por lo que Blanes destaca la importancia de la atención de urgencia de profesionales especialistas y la necesidad de poner en marcha protocolos desde el Colegio Oficial de Psicólogos de Valencia. Menciona el soporte telefónico y los servicios gratuitos ofrecidos por el sector privado.

“Según pasaban los días, aparecía [en los pacientes] el miedo de que volviera a pasar algo similar y revivir situaciones experimentadas durante la DANA, como pérdidas de familiares y amistades, gritos, ruidos, imágenes, etcétera”, dice la psicóloga. Aún hoy podrían sufrir en algunos casos problemas de salud física, una forma de somatizar el estado emocional, o simplemente por la dificultad de “gestionar lo sucedido”.

Hay muchas cosas más que Isabel preferiría olvidar. Comenta que además de la riada que le llegaba hasta el pecho y se llevó todos sus muebles, el bajo en el que todavía vive se llenó de las aguas negras de todos los pisos que tiene encima. El esfuerzo y el apuro por sacar “toda la mierda” del piso le afectó hasta el punto de tener que buscar ayuda psicológica, que sigue necesitando.

“A veces estaban repartiendo comida para los afectados, pero yo solo iba a recoger una salchicha por estar afanada en limpiar la casa y no volvía a comer en días”, recuerda. “Incluso después no quería salir de la casa, creo que fue por lo que pasó esos días, porque mientras yo estaba aquí también escuché los gritos de la gente que se había quedado encerrada en su coche, y cuando salía, podía ver lo que había quedado de ellos y hasta a algunos que sacaban de los garajes, que se quedaron durante tanto tiempo en el agua que se deshacían y la policía tenía que meter lo que quedaba en contenedores de plástico”.

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En el borde del barranco de Paiporta un eucalipto sigue de pie. También sobrevivió a la riada de 1957, hace 67 años, que se cobró al menos 81 vidas. Mientras en las noches del centro de la ciudad brillan las luces de Navidad, este árbol luce los adornos que los agentes de la UME han colgado de sus ramas, incluyendo la bandera valenciana. “Lo ponen para ofrecer una cierta normalidad para los niños”, explica Xavi mientras graba un video con esas luces de colores mientras la noche va comiéndose la luz del día. “Pero aquí la normalidad no existe”.

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