“Menos el suicidio, lo he probado todo”.
Habla memoria, Nabokov.
Son las 2 de la mañana de un miércoles. Paulo Leminski trabajaba todas las noches hasta las 5 con una botella de vino blanco. Después dormía. Y mientras dormía decía trabajar, como los poetas surrealistas que colgaban el cartel en la puerta que dictaba: «Silencio, el poeta está trabajando». En dos biografías diferentes que encuentro en la biblioteca sobre el poeta brasileño dice en las primeras páginas: «Nació, como Borges, un 24 de agosto». Según una se mató de cirrosis y la otra dice que murió de cirrosis.
En 14 días vuelo a Río de Janeiro y llevaré en la maleta una libreta con una nota en una de sus páginas que diga lo que quiero hacer. Como cuando me recuerdo por alarmas casi todo de mí mismo. Y a Río no le hace falta porque allí hay que hacerlo todo, pero uno nunca sabe.
Ayer Brasilia cumplía 55 años y el parque de la ciudad se inundó de gente. Supongo que esas ganas de celebrar se disuelven con los años. Como una chica que cumplió hace un mes 21 y me confesaba que se le escapa el por qué pero siempre llora en sus cumpleaños. Imagina toda una ciudad llorando.
Yo últimamente me muevo de luto porque mis compañeros de piso me han pedido que cocine sin aceite, que asfixio el apartamento. Intenté explicarles que sin aceite no sé hacerme ni la fruta, y que qué carajos hago sin comer patatas fritas. Al horno, todo al horno…, pero no es lo mismo, claro, es robarle la esencia al asunto, como si al echar un polvo te advirtiesen de que no arrugues las sábanas. Y los cabrones le restaban importancia, hablando de las patatas como Miles Davis de su obra: «It´s just music, man». Así ando, trastocado, que he aguantado una semana pero al hacer la compra el lunes me cargué con litros y litros del aceite más barato, cuatro kilos de patatas y dos de cebolla. Mañana en cuanto despierte me atrinchero en la cocina y vuelvo a dar sentido al mundo.
Son las 2 y cuarto y desde mi ventana parece que la calle parpadea. Al volver de fiesta el jueves me encontré con un cartel en mi portal que decía que una de las vecinas de mi edificio había sido diagnosticada con el virus del Dengue. Nada más llegar a Brasil me vacuné de la fiebre amarilla y el mosquito debe ser muy parecido pero por lo visto no me sirve de un carajo. Para el Dengue no hay vacuna, y bueno, es raro morirse por eso pero yo estoy en un punto en el que me acojona hasta un catarro. Fui a la farmacia ipso facto y pedí con gestos de cortesía y algunos signos de ansiedad el repelente más potente del mercado, balanceando la cartera al aire como advirtiendo de que estaría dispuesto a pagar lo que fuera por salvar mi pellejo. La muchacha me enseñó todas las opciones, botes familiares idóneos para excursiones al campo. El primero que vi que mencionaba por la parte de instrucciones algo parecido al Dengue me lo eché al hombro y en la puerta de la tienda me rocíe hasta los zapatos. Por el momento esto es todo; el repelente sigue en mi mesilla de noche y en cuanto toso un par de veces me salpicó un par de gotas por el pecho, por si acaso.
En el parque de la ciudad hemos estado tirados un par de horas mirando a la gente pasar, viendo a las muchachas avanzar sobre patines echándose el pelo a un lado. No sé por dónde iba la conversación cuando hemos llegado a enredarnos en una discusión sobre si consumir porno era malo, hasta el punto de que un amigo se ha planteado bloquearse el ordenador con el control parental y yo ahora miro la ventana de incógnito de Google Chrome con la nostalgia de un náufrago.
Este fin de semana hemos ido cinco amigos en un coche alquilado a un parque natural a 300 km de aquí, un paraíso de cascadas y paisajes de ensueño donde desconectar y entrar en contacto con la naturaleza un rato. Bueno, tardamos 8 horas en llegar, tres de nosotros no vimos ni una cascada, los cinco nos perdimos por la noche por el pueblo y uno no apareció hasta las 11 del día siguiente, supongo que porque salimos a cenar y la cosa se nos fue de las manos. Pero ya hablaré de eso en otro momento.
Son las 3 menos cuarto. Antes de ayer vimos Disconnect, una película de historias cruzadas en la que uno de los protagonistas es un crío que se intenta suicidar ahorcándose. Me hunde la peli. A la ficción le pediría todos los suicidios con delicadeza, como el protagonista del cuento de Samuel Beckett, que para suicidarse alquila un bote y rema mar adentro, entonces quita con cuidado los tapones y ve cómo se hunde poco a poco.