La primera vez que visité Etiopía quedé asombrado ante un país que, en buena parte, no se correspondía con la imagen mediática que de él tenía. A su naturaleza, tan espléndida como variada, se le añadía un conjunto de pueblos con un bagaje cultural tan diverso como rico. Así, pude observar como una Etiopía –la septentrional- dirigía su mirada al mar Mediterráneo. No en vano, esa Etiopía, la de tradición salomónica-cristiana, fue iluminada por los faros religiosos y políticos que, respectivamente, partían de Alejandría y Constantinopla. La mirada de otra Etiopía –la oriental- estaba oxigenada por vientos del Índico. A través del comercio, dichos vientos fueron esparciendo la cultura islámica por todo el oriente etíope. Por último, la mirada de otra Etiopía –la meridional- se nutría de arterias que surgen desde el mismo corazón de África. De ahí el título del libro, Etiopía, Un rostro con tres miradas (Altaïr), que escribí junto a mi mujer Dulce Cebrián.
Nuestra intención, con dicho libro, fue dar a conocer un país poseedor de una gran riqueza natural y humana que no podía estar simplemente reducido a desiertos, guerras y hambrunas y unido a una sola cultura: el legado salomónico-cristiano. Sin obviar la importancia histórica y cultural de dicho legado la Etiopía que descubrimos era pluricultural, multireligiosa y multiétnica. Con nuestro libro pretendimos cambiar la imagen de una estereotipada Etiopía y lo hicimos con dos intenciones, una indirecta y otra directa.
Indirectamente, nuestra intención fue mostrar la imagen de un país con gran atractivo para el turismo al pensar en el gran recurso económico que ello le podría suponer. Por otro lado, la intención directa iba dirigida no sólo al público en lengua española sino también hacia el pueblo etíope con el propósito de que vieran que su país se merecía un libro de gran formato que expusiera sus grandes valores naturales, humanos y artísticos. Esto último se pudo materializar con la edición en inglés de nuestro trabajo bajo el título Touching Ethiopia (Shama Books). Siempre hemos pensado que los pueblos, como las personas, sólo pueden superar sus problemas actuales y mirar hacia el futuro con esperanza si cuentan con una autoestima elevada. Uno de los males, entre muchos otros, que soporta África es ese complejo de inferioridad, en algunos casos hasta de culpabilidad, como herencia de la misión “civilizadora” de los poderes coloniales europeos. Una misión que no sólo expolió su riqueza sino que, además, implantó unos modelos económicos y socio-políticos totalmente ajenos a la idiosincrasia africana. Con otras estrategias, de acuerdo con los tiempos que corren, la mencionada misión aún continúa con su farisaica labor “civilizadora”. Tan solo han variado los protagonistas, y no todos.
Nuestro libro sobre Etiopía era un libro cultural y en él no tenía cabida desviarnos de ese camino. Por dicho motivo muchas cuestiones quedaron silenciadas. Entre ellas, la problemática del agua del Nilo. Al finalizar en el 2004 la edición de Touching Ethiopia me propuse, esta vez yo solo, el centrarme en dicha problemática.
Es incuestionable que Egipto, por su gran dependencia y alta demografía y, en parte, también Sudán, son los dos países prioritarios al acceso del agua del Nilo. No obstante, los demás países de la cuenca del Nilo, actualmente once países tras la independencia de Sudán del Sur, también tienen su derecho a poder hacer uso del agua que discurre por sus tierras.
Es bien conocido que el Gran Nilo se forma en la sudanesa Jartum por conjunción del Nilo Blanco, procedente de la Región de los Grandes Lagos, y del Nilo Azul que nace en tierras etíopes. La longitud del Nilo Azul es menor que la del Nilo Blanco, pero su aporte de agua representa el 59% del agua del Gran Nilo. Y de ello poco se ha hablado.
Conocía, y me asombraba, el que Etiopía, a través de las cuencas del Baro-Akobo, del Tekezze y sobre todo del Nilo Azul, suministrara el 86% del agua del Nilo y en cambio sólo hiciera uso de un escaso 2%. También conocía que la raíz de ello estriba en un tratado colonialista de 1902 suscrito por el emperador etíope Menilik II y el Imperio Británico, en representación éste de un Egipto bajo su total control y de un denominado Condominio anglo-egipcio de Sudán, algo que sonaba mejor que lo que en realidad era: una colonia británica. Por otra parte, tenía conocimiento de que desde hace unos años la denominada Iniciativa para la Cuenca del Nilo promueve el poder llegar a un acuerdo que equilibre, de forma justa y equitativa, el uso del agua del Nilo entre todos los países de su cuenca.
Con estas simples informaciones intenté, en ese año 2004, recabar una mayor información y escribir un libro sobre el tema del agua. No obstante, poco duró mi andadura. Con unas veinte páginas escritas no sólo mi aportación ya se había agotado sino que, además, su lectura era de una aridez extrema. Ante ello, desistí de centrarme en la problemática del agua del Nilo. Sin embargo, la suerte me acompañó cuando recibí el libro The Lake Tana and the Blue Nile, de Robert E. Cheesman. Dicho personaje, cónsul británico en la etíope región de Goyam adyacente al Nilo Azul, exploró en los años veinte del siglo pasado una gran parte del margen derecho del Abbay, tal como los etíopes mencionan a su Nilo Azul. La intención prioritaria del cónsul era dar información a las autoridades británicas sobre lugares apropiados para la construcción de presas en tierras etíopes. Una regulación del Nilo Azul, máximo contribuyente, aunque estacional, al Nilo era prioritario no sólo para Egipto sino también para Sudán. En los años veinte del siglo pasado los británicos, tras el rechazo etíope de que construyeran una presa en el lago Tana –un lago salpicado de monasterios cuyo carácter sagrado era irreconciliable con fines mundanos- se habían afanado en domesticar al Nilo Azul construyendo la presa de Sinnar en tierras sudanesas. No obstante, necesitaban construir más presas con el fin de garantizar un flujo constante de agua a sus provechosas plantaciones de algodón en la sudanesa Al-Yazira, la mayor plantación de algodón del mundo. La maquinaria textil británica que enriquecía al Imperio precisaba de más y más algodón. Las tierras etíopes por donde surca el Nilo Azul eran, más allá del sagrado Tana, el lugar adecuado para construir dichas presas, tanto por su altitud, evitando con ello la excesiva evaporación, como por su orografía al discurrir el río entre altas montañas. Robert Cheesman se encargó de facilitar a las autoridades británicas la necesaria información. Hay que tener presente que en esos momentos, años veinte, el curso del Nilo Azul todavía estaba por cartografiar.
La lectura de un párrafo del libro de Cheesman cambió mi rumbo e hizo que me introdujera de lleno en el Nilo Azul en busca de un conocimiento sobre las gentes que pueblan su cuenca. La espoleta de todo ello fue una incógnita que se planteó el mencionado cónsul y de la que no encontró respuesta válida: ¿Quién fue el santo Zerebruk?
En 1618 nuestro jesuita Pedro Páez estuvo en el etíope Sekele describiendo por primera vez las fuentes del Nilo Azul. Según Páez “las fuentes del Nilo”, al no tener en esa época conocimiento alguno sobre el curso del Nilo Blanco. Fue en ese siglo XVII cuando, a raíz de los escritos de los jesuitas, las miradas por descubrir el gran misterio que representaba conocer el nacimiento del Nilo variaron. Así, las pesquisas sobre el origen del Nilo ya no se centraron en plena África, las Montañas de la Luna mencionadas en la antigüedad por Herodoto, sino en tierras etíopes. Siguiendo dicha concepción, un siglo y medio después de Páez, el escocés James Bruce de Kinnaird, ninguneando a los jesuitas, marchó a Etiopía con el fin de “descubrir” las fuentes del Nilo. Bruce estuvo en el lugar dónde nace el Nilo Azul y a su regreso a Europa se proclamó como “descubridor” de las fuentes del Nilo. Habría que esperar a que transcurriera un siglo para que la exploración de Burton, Grant y Speek dieran con el lugar exacto donde se sitúan dichas fuentes dando validez a las palabras de Herodoto.
Dentro del mundo anglosajón, con su gran fuerza mediática, la figura de Bruce va unida, indiscutiblemente, al descubrimiento de las fuentes del Nilo Azul. Hay que tener presente que, si bien el manuscrito de Páez no se publicó en su momento, cincuenta años antes de que James Bruce emprendiera su viaje a Etiopía fue publicado, tanto en inglés como en francés, la obra del jesuita portugués Jerónimo Lobo. Una obra con precisas referencias a las fuentes del Nilo Azul. James Bruce conocía los trabajos de algunos jesuitas portugueses que mencionaron “las fuentes del Nilo” en tierras etíopes, pero cuando regresó a Europa no dudó en declarar, con rotundidad, que él era el “descubridor”, tachando a los jesuitas de farsantes al negar su presencia en las fuentes. Habría que añadir que, por diversas circunstancias, el escocés era un acérrimo anticatólico.
Por otra parte, James Bruce señaló en Sekele la presencia de una iglesia dedicada al arcángel Miguel. Y ello me llamó la atención, pues Robert Cheesman, al visitar las fuentes se extrañó de que la iglesia estuviera dedicada no sólo a San Miguel sino también al santo Zerebruk, nombre éste compuesto de dos términos, zere y bruk, cuya traducción viene a ser “semilla sagrada”. El cónsul indagó en el lugar sobre Zerebruk, pero no obtuvo respuesta válida aunque le sugirieron que bruk tal vez era una deformación de Bruce. Robert Cheesman no lo aceptó plenamente, pero tampoco lo desestimó dejándolo como una cuestión abierta.
No acostumbro a recabar información en internet por la dificultad de separar el trigo de la paja y si alguna vez lo hago lo es en websites académicas. Así que pulsé Zarabruk, tal como figura en lengua inglesa, y no me sorprendió el que en la web de cierta universidad anglosajona apareciera el omnipresente James Bruce como indiscutible descubridor de las “fuentes del Nilo”. Mi sorpresa me la llevé cuando a continuación pude leer que su presencia en tierras etíopes había sido tan grande que los cristianos ortodoxos le habían elevado a los altares al estar la iglesia de Sekele dedicada a San Miguel y a James Bruce como santo Zerebruk. En ese momento abandoné el agua como tema prioritario y me centré en conocer quién fue en realidad el mencionado santo. Es más, decidí recorrer la cuenca del río en tierras etíopes indagando en aquellos temas poco conocidos. Tenía más de una incógnita en mente y un débil conocimiento sobre alguno de los pueblos asentado en ambos márgenes del río y ello me atraía. Por otra parte, dichas indagaciones me permitirían dar a conocer la problemática del agua al convivir con el campesinado etíope y observar in situ sus grandes carencias.
Puesto en ello tracé un plan para dividir el río en varios tramos e ir, tras informarme sobre los mismos, recorriéndolos. En la búsqueda de dicha información mis libros sobre Etiopía se vieron incrementados por los escritos de los jesuitas, del siglo XVI y XVII, o los de esos exploradores del siglo XIX e inicios del XX que nos legaron su testimonio sobre el Nilo Azul.
No iba a ser una empresa fácil y, de antemano, ya fui consciente de que muchos objetivos serían irrealizables. Y, obviamente, no lo serían por la gran dificultad de la abrupta orografía que encierra gran parte de las tierras etíopes adyacentes al Nilo Azul, sino además, porque mis medios iban a ser muy modestos y mi edad, de camino hacia los sesenta, no era la apropiada para tamaña empresa.
Mis rutas, partiendo de Addis Abeba, siempre siguieron la misma pauta: carretera asfaltada tras la cual venían las pistas para terminar en sendas agrícolas. Al finalizar éstas ya había que contratar un par de burros y mulas y descender al río. Prácticamente, en toda la gran curva que dibuja el Nilo Azul etíope, con la excepción, en esos momentos, de la presencia de dos puentes aptos para tránsito rodado, tan solo se podía acceder a sus márgenes salvando montañas que resbalan hasta su cauce. En ellas, y sin excepción alguna, los zigzagueantes caminos que te conducen al río están abiertos sobre roca viva o se aprovechan como tales las torrenteras. Por dicho motivo, a excepción de un viaje, todos los demás lo fueron en plena estación seca, de febrero a mayo, y su duración fue de unas dos semanas. No disponía de más tiempo ni mi salud lo hubiera podido aguantar.
Al finalizar cada tramo del río, con los objetivos más o menos cumplidos, regresaba a Addis Abeba donde me era muy placentero contar con la amabilidad la embajadora de España, Carmen de la Peña, y de su marido, Amador Martínez, embajador en Etiopía en la década de los ochenta del siglo pasado. Cuando, tras cinco años de viajes y lecturas, mi experiencia etíope ya la daba por finalizada, Carmen de la Peña me sugirió que continuara el curso del río para penetrar en tierras de Sudán y así completar todo su recorrido desde sus fuentes hasta Jartum. Mi conocimiento sobre Sudán era muy básico, al concretarse en la riqueza arqueológica de Nubia y en esos vaivenes históricos que vivió el país a finales del siglo XIX. En esos momentos me encontraba muy saturado y descarté la propuesta al pensar en el trabajo que ello me supondría. Cuando penetré en el Nilo Azul etíope llevaba conmigo cierto conocimiento del país y ello me facilitaba en buena parte la tarea. Sin embargo, no sucedía así en el caso de intentar sumergirme en un país como Sudán y mucho menos ante mi total desconocimiento de su Nilo Azul. No obstante, el reto que ello me suponía encerraba un gran atractivo. El atractivo de la inquietud ante lo desconocido. Así que decidí seguir adelante con el Bahar an-Nil al-Azrak, tal como los sudaneses mencionan a su Nilo Azul.
En tierras etíopes quedé fascinado por la majestuosidad de las grandes montañas que acunan al río. Los paisajes eran soberbios y su riqueza en biodiversidad espectacular. Soy un aficionado a la fotografía, pero tomar fotos en esos parajes no fue tarea fácil. Una neblina grisácea o un sol que quema los colores los envuelve casi constantemente. Pero mi gran fascinación fue entrar en contacto con ese campesinado que, obligado a abandonar las productivas mesetas, debido a la alta demografía y sobreexplotación de la tierra, se ha visto abocado a descender a tierras bajas, insanas y menos productivas, para poder sobrevivir. Un campesinado que, en un gran tramo del Nilo Azul, vive esparcido en las laderas de las montañas que cobijan al río guardando cierta distancia del mismo. El gran riesgo de sufrir malaria o de que sus exiguos ganados sucumban ante diversas zoonosis les mantiene a una altitud donde el riesgo es menor. Cada amanecer, y tras algunas horas de marcha, los pobladores alcanzan el río para que el ganado abreve o para mimar sus parcos cultivos de alubias, guisantes, o de los apreciados pimientos berbere y mitmita. Ingredientes estos últimos que alegran sus inyeras de sorgo, un cereal tan resistente como tosco. Las apreciadas inyeras de teff, cereal endémico de Etiopía, es un privilegio de las altas tierras.
En el último tramo etíope del Nilo Azul, de camino hacia Sudán y ya liberado de las altas montañas, otros pueblos se han adaptado a vivir en sus márgenes. Pueblos cuyo único medio de irrigar sus cultivos es esperar que, tras las lluvias de su invierno –nuestro verano-, los márgenes del río se inunden aportando sus fértiles lodos y la necesaria humedad. Herodoto dijo que Egipto era un regalo del Nilo, pero en realidad se podría afirmar que es un regalo del agua y de la tierra que arrastra el Nilo Azul etíope.
En dichas tierras etíopes conviví con un campesinado, tanto cristiano ortodoxo como musulmán, fuertemente arraigado en sus tradiciones y en la defensa de sus diversas identidades. Un rasgo común a todos ellos fue la sencillez de una vida en constante lucha por sobrevivir. Su sentido del servicio, a cambio de nada, me fascinó. Poco te puede dar quién no tiene nada pero sentí cómo lo importante no es lo que te dan sino el cariño con el que te lo ofrecen. Un vaso de agua, un huevo, un par de pimientos, un vaso de tella (cerveza) o araki (aguardiente)… La pobreza no da para más. Pero a la hora de prestarme ayuda era gente muy voluntariosa al conseguirme una mula o algún burro para descender al río. Y más de uno, kalashnikov al hombro, siempre veló para que mis sueños y andares fueran seguros.
Ya en tierras de Sudán el Nilo Azul discurre por una vasta planicie y el acceso al agua es a pie de tierra. La vegetación dominante en dicha planicie es predominantemente de tipo arbustiva con escasa presencia de árboles adaptados a la severidad de un clima tórrido. Sin embargo, el fácil acceso al agua propicia vastos cultivos de sorgo así como el vergel agrícola que se extiende en el estado de Al-Yazira. De esto último se encargan dos canales, grandes como ríos, que surgen desde la presa de Sinnar. Pero, una vez más, mi fascinación se centró en esos pueblos sudaneses que acoge el Nilo Azul. Su gran diversidad, en términos de etnicidad, se concreta en una única identidad: la arabo-islámica.
No hay duda alguna de que la hospitalidad del mundo árabe es legendaria. Doy fe de ello al haber visitado gran parte de los países que engloba dicho mundo, pero es en ese Sudán del Nilo Azul donde más lo he sentido. Con respeto, conocimiento y valoración no hubo puerta que se me cerrara. Además de la gran hospitalidad me fascinó el islamismo de la mayoría del pueblo sudanés, un tema demonizado por el monocromático y camaleónico Occidente. Bajo la influencia de las cofradías sufíes la gran mayoría del pueblo sudanés sigue los preceptos de un orden social donde no todo es válido, preservando con ello su identidad. Pero habría que añadir que dicha identidad, respetuosa y pacífica en sus cimientos religiosos, tal como lo dicta el sufismo, continua vigente ante quienes, desde dentro o desde fuera del país, intentan socavarla con ideologías intransigentes.
Cuando, tras siete años de lecturas y viajes, me despedí en Jartum del Nilo Azul tuve la sensación de que, si bien mi interior se había colmado de vivencias y conocimientos, algo de mí iba a quedar atrás y para siempre. Mi soledad, en ese atardecer sudanés y ante la visión de un magnífico Nilo Azul arrollando al Nilo Blanco, quedó turbada al no encontrar reposo ante el aluvión de sentimientos que me invadían. Y escribí:
“El Nilo Azul, como un ser viviente, expiraba con dignidad y grandeza abrazándose al Nilo Blanco. Retrocedí varios años atrás en mi memoria, aún viva pero tan colmada que ya empezaba a dibujar algunas sombras. Remonté mentalmente el río y recordé cómo lo había visto nacer en Guish Abbay. Luego lo había acompañado en su cuna del lago Tana y lo había seguido en los inicios de una tortuosa e impetuosa adolescencia, para ir arañando, a diestra y a siniestra, las tierras etíopes con su rebelde juventud. Un ímpetu juvenil que se había ido apaciguando con la distancia, para alcanzar la plenitud de una sosegada madurez en tierras sudanesas. Y, finalmente, veía cómo se extinguía, arrastrando con él culturas, tradiciones, creencias, historias, personajes, viajeros… y sentí cómo la tristeza de todo final se eclipsaba ante la dicha de que, tal vez, mi testimonio ayudaría a rescatar la memoria de un mundo olvidado: el Nilo Azul”.
Javier Gozálbez es autor de los libros El Nilo Azul. Testimonio de un mundo olvidado, y de Etiopía. Un rostro con tres miradas, escrito junto Dulce Cebrián. Ambos han sido publicados por Altaïr