Es difícil catalogar lo que supuso la toma de posesión de Porfirio Lobo como presidente de Honduras. El patético acto, en el que los poquísimos asistentes internacionales dieron gracias a Dios en alegre comanda, puede suponer el fin de la terrible crisis institucional abierta tras el golpe de Estado del 28 de junio de 2009 contra el gobierno constitucional de Manuel Zelaya. Eso es lo que auguran los optimistas y, por qué callarlo, los que de una forma más o menos abierta, apoyaron el golpe
cívico-militar. Eso es lo que quieren ya EEUU y España, según han declarado sus avergonzados aparatos diplomáticos después de meses de papel más que cuestionable. Eso es lo que ha dejado claro Lobo al amnistiar a los militares que sacaron del país a Zelaya en pijama hace medio año y al poner al golpista Michelleti en una posición de comodo retiro de por vida.
Sin embargo, me temo que este acto tenga otro significado mucho más aciago: el inicio de una década
repleta de pasado, preñada de malos recuerdos con buenos discursos, de autocracia
de derecha como respuesta a los tímidos intentos de la izquierda de construir
otra Latinoamérica. El fenómeno ha sido menos ruidoso de lo que fue el aterrizaje
bolivariano de Hugo Chávez o que los espectáculos electorales de Lula, Fernández
o Bachelet, pero ya es un hecho.
El chapucero, ultraderechista y reaccionario golpe de Estado de Honduras ha sido
el único tsunami en el periodo de transición, pero tampoco es que haya sido muy
ruidoso gracias al silencio cómplice de Estados Unidos o a la sordera crónica que afecta a la Unión Europea cuando de temas escabrosos se trata. Lo demás ha ocurrido en el silencio de la normalidad: Piñera ya campeón en Chile, Martinelli en el estilo
de sheriff colombiano instalado en ciudad de Panamá, la probable victoria de
Serra en Brasil a finales de año… el giro ya se siente y lo deben agradecer
presidentes que han cabalgado solitarios estos años en un panorama vencido a la
izquierda, como Álvaro Uribe (primera visita oficial a Tegucigalpa a 24 horas de la asunción de Lobo) o Felipe Calderón.
Bueno, y Washington. Con acuerdos para nuevas bases militares cerrados con Panamá y Colombia y con la derechización del Hemisferio ha logrado solventar la amenaza chavista sin disparar un tiro (aún) y sin prestar demasiada atención al avispero Latino. Al
final, del eje del mal de Otramérica, la única alternativa sólida en el tiempo
parece ser la de Evo Morales, que está construyendo ladrillo a ladrillo un nuevo
concepto de Estado y de gobernabilidad. Lo demás, como diría el propio Chávez,
es “buchipluma no más”.