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El Preste Juan, “Señor de las Tres Indias”. Entre la historia y Cunqueiro

¿Para qué sirven los mitos? A decir del historiador Georges Dumézil, un país, cualquier país, sin leyendas se moriría de frío y sin mitos estaría muerto. Isaiah Berlin, tiene una explicación de por qué sucede eso: los mitos, afirma, son formas de exteriorizar lo que uno es y por lo que uno lucha, y aparecen cuando no se sabe una cosa ni la otra, cuando se ha perdido el lugar en el mundo.

Eso sucedió con frecuencia en la Edad Media, entonces la Tierra era demasiado grande, misteriosa, la vida, frágil, y los mitos, heredados de las Sagradas Escrituras, sobre todo, pero también de Plinio, de Solino, de San Isidoro o incluso de historias como la de Alejandro Magno, dieron esperanza de consuelo a quien andaba perdido, palabras para expresar lo inexpresable y pusieron orden al desorden.

Uno de esos mitos fue el del Preste Juan. Aparece a mediados del siglo XII, cuando Occidente se encuentra en medio del caos debido a los graves y violentos conflictos que tenían el Imperio y el Papado en lucha por el “gobierno universal” y a la Guerra Santa promovida por los cruzados para liberar los Santos Lugares y Jerusalén. Ambas cuestiones enmarcarán la aparición y la evolución del mito del Preste.

La primera mención de su nombre –Prebyster Johanes– fue en la Crónica o Historia de las dos ciudades (1145), escrita por el obispo Otto de Freissing. Este obispo cisterciense había nacido en la segunda década del siglo XII, en el seno de la familia imperial, era hermanastro del rey alemán Conrado III y tío de Federico I Barbarroja, emperador desde 1155, y protector del famoso Waltther von der Vogelweid (ha. 1170-1239), el poeta del desencanto: “¡Ay!, cómo se nos ha engañado con dulces prendas”. Otto era un hombre de letras que estudió teología en París, aunque no dudó en coger las armas en ciertos momentos, como durante la infausta Segunda Cruzada (1147-1148), en la que tuvo a sus órdenes un cuerpo de ejército que terminó con muchos de sus hombres muertos por el cansancio o a manos de los turcos, todo “por culpa de nuestros pecados”. En su Crónica dice que un tal Hugo, obispo de Jabala, la antigua Biblos libanesa, le cuenta en Viterbo (donde estaba reunida la corte papal) que no hacía muchos años un rex y sacerdos, cristiano nestoriano, de nombre Juan, que vivía más allá de Armenia y más allá de Persia, había vencido a medos y asirios, también a persas, había tomado su capital, Ecbatana, la actual Hamedan, y se preparaba para liberar Jerusalén y los Santos Lugares del yugo musulmán. Esto último no había sido posible hasta ese momento por problemas que el obispo detalla y que, en síntesis, podemos decir que tenían que ver con la fragilidad de sus embarcaciones para cruzar el río Tigris y con un frío gélido, al que sus hombres no estaban acostumbrados. Hugo de Jabala le cuenta además a Otto de Freissing que los antepasados del Preste eran los Magos, reyes y sacerdotes, que habían visitado al Niño Jesús en Belén y que sobre las tierras en las que habían reinado, ahora lo hacía él.

¿Qué hay de verdad en lo escrito por el obispo alemán? Hugo de Jabala existió, su viaje a la curia papal también –está documentado que fue a Viterbo a pedir ayuda después de la caída de Edesa en 1144– y la victoria del Preste sobre persas, medos y asirios a la que se refiere la Crónica, probablemente fue la batalla de Qatwān (1141), que tuvo lugar cerca de la ciudad de Samarcanda y en la que Ye Liu Dashi, príncipe mogol, de la tribu de los Khara-Khitai al frente de un ejército, del que formaban parte numerosos cristianos nestorianos, derrotó a las tropas de Mu‘izz al-dīn Sanjar, hombre fuerte del Gran Imperio Selyúcida. Algunos especialistas han pensado que el Preste del que habla Hugo de Jabala y del que escribe Otto de Freissing es, en realidad, un trasunto ficticio e interesado del príncipe mogol, y el nombre de Juan, bien podría proceder de Wang, sobrenombre con el que eran conocidos los reyes mogoles. Otros, en cambio, han identificado al Preste con un misterioso arzobispo, de nombre Juan de la India, que aparece en dos testimonios –una carta del abad Odon de Saint-Rémi al conde Tomás, señor de Coucy, datada en 1122 y otro texto, un poco posterior, De adventu patriarchae Indorum ad Urbem sub Calisto papa secundo–, que cuentan que un arzobispo, que procedía de la ciudad india de Hulna, había contado, en una visita que había hecho a Occidente para verse con el papa Calixto II, de las excelencias de su país, del oro y joyas que abundaban en él y de los milagros que hacía todos los años el cuerpo incorrupto de Santo Tomás que estaba enterrado en la catedral de su diócesis. El Santo, al parecer, aceptaba ofrendas abriendo sus brazos a los fieles que se las ofrecían, aunque los cerraba cuando era un pecador o hereje el que lo hacía.

¿Cuáles eran las intenciones de Otto al dar a conocer la conversación con Hugo de Jabala y la existencia del personaje? El profesor Carlos Ayala habla de la predisposición apocalíptica y milenarista del obispo alemán y cómo, desde esa óptica, veía las batallas de los cruzados y, sobre todo, la caída de Edesa en 1444, que supuso un mazazo para Occidente, pruebas irrefutables del advenimiento del fin de los tiempos. El Preste Juan, con evidentes similitudes con el último emperador del Apocalípsis, sería un enviado de Dios y vendría de tierras lejanas y devolvería a los desmoralizados cruzados el ánimo que necesitaban confianza y esperanza para alcanzar la victoria frente a la “bestia y sus seguidores”, que no eran otros que los musulmanes. Seguramente, ni el papa Eugenio III ni Otto de Fressing tenían muy clara la existencia del Preste y menos claro aún, que fuera a ayudar a los cruzados a conquistar los Santos Lugares. En cualquier caso, en 1145 nace el mito del Preste y con él la idea de Oriente como lugar de salvación para los cristianos, un espacio inmenso que se confunde a veces con el Paraíso Terrenal, con la Jerusalén Celeste, la tierra prometida, un lugar maravilloso, mágico, pero real, un lugar que los mapas de la época localizan más o menos y del que escriben con pelos y señales autores como san Cipriano o Tertuliano.

Veinte años después volvemos a saber del Preste. Fue en 1165, cuando el abad Alberico de Trois-Fontaines, que vivió en el siglo XIII, cuenta que el “Señor de las Tres Indias” había escrito una Carta al emperador bizantino Manuel Comneno (1143-1180), con copia a Federico Barbarroja y al Papa, en la que, después de apremiarles a aceptar su señorío, hacía una descripción de su imperio del que dice se extiende desde la torre de Babel, en el desierto de Babilonia, hasta más allá de cualquier tierra conocida: “Cuenta las estrellas del cielo y la arena del mar, es esta la exacta dimensión de nuestro dominio”. En ese inmenso territorio conviven setenta y dos reinos, el mismo número que pueblos surgieron en la Tierra después de que los tres hijos de Noé se dedicaran a repoblarla y el mismo número de discípulos que ayudaron a los apóstoles en la difusión evangelizadora por todo el orbe.

La Carta abunda en otras particularidades sobre el Imperio del Preste, como que allí vivían comunidades extraordinariamente heterogéneas: cristianos, judíos –las “Diez Tribus Perdidas” de Israel–, paganos, amazonas, pueblos que seguían a los brahmanes hinduistas y otros en los que sus naturales no eran más que una especie de humanoides: sátiros, arpías, hombres con cuernos, con cabeza de perro, caníbales, gigantes con un solo ojo, faunos. No existían pobres, ni mentirosos, todos despreciaban los bienes materiales, desconocían la corrupción y el pecado, y gozaban de una inmejorable salud corporal y moral, en fin, el lugar donde sería bueno estar.

Además, las tierras del Preste Juan eran fértiles, verdes y fecundas, brotaba en ellas leche y miel en abundancia y eran más que generosas en piedras preciosas, como solo lo son los países imaginarios. A las tierras, las bañaban cuatro ríos, alguno de arena y todos nacidos en el Paraíso: “Sé de ríos de arena y peces de oro/ que rige el Preste Juan en las regiones ulteriores al Ganges y a la Aurora” (Jorge Luis Borges). Vivía en ellas una variada fauna, llena de prodigiosos seres, de animales mitológicos, grifos, cíclopes, el ave fénix, monstruosas hormigas dedicadas a la extracción de oro, salamandras que se nutrían del fuego y hacían capullos que las señoras de palacio devanaban y utilizaban para tejer telas y vestidos o peces de cuya sangre se extraía la púrpura, plantas sanadoras, piedras que alumbraban la noche y permitían la invisibilidad, plantas capaces de exorcizar los demonios del alma e incluso compuestos anticatarrales. Y alguna cosa más que no cuenta la Carta del Preste, pero que Álvaro Cunqueiro tiene por cierta: en esas tierras tenían la más hermosa de las primaveras, donde era difícil distinguir los pájaros de las flores.

Y en el centro de todo el Imperio una corte fastuosa donde se había erigido un palacio real hecho con los materiales más exquisitos y costosos que se pueda imaginar y donde eran invitados cada día 30.000 individuos a comer. En el Palacio, imitación del que Santo Tomás construyó en el cielo para el rey Gundafor, existía un espejo gigante, una especie de gran hermano orwelliano, con el que el Preste controlaba todo lo que sucedía en su Imperio y sus provincias, y la Fuente de la Eterna Juventud, cuya agua eliminaba cualquier enfermedad y mantenía a los habitantes de estas tierras con una apariencia física nunca mayor a los treinta y dos años. Cunqueiro, que conocía muy bien la historia del Preste, la tradicional y la inventada por él, afirmaba que alquímicos coptos estuvieron a sueldo del Preste para buscar la piedra filosofal, pero que solo consiguieron retener la sombra de determinados objetos, animales y personas.

El Preste Juan también contaba de sus cualidades morales, todas ejemplares, como correspondía a quien era hijo de un monarca llamado Casidios, lo que demostraba la divinidad de su estirpe: su humildad, su buena relación con la Iglesia, con las dignidades eclesiásticas, pero también con los otros pueblos no cristianos, su política de bienestar y de justicia para todos, su castidad que solo rompía cuatro veces al año cuando se veía con sus cuatro bellas mujeres con el único objeto de procrear: “Y sabed que me llaman el Preste Juan porque debo ser tan humilde como un sacerdote. Y porque la de sacerdote es la mayor dignidad que existe y porque Jesucristo fue sacerdote y clérigo, enalteciendo tanto este nombre, me llaman el Preste Juan”, escribía en su Carta.

Una vez detallado el inventario de sus tierras y maravillas, el “señor de las Tres Indias” expresaba también el deseo de ayudar a los cruzados europeos a liberar del poder de los infieles, los Santos Lugares y Jerusalén. Para ello contaba con un poderoso ejército compuesto por 13.000 caballeros y más de un millón de hombres a pie, todos detrás de un lignum crucis y de dos recipientes, uno de oro con arena y otro de plata con oro, con los que todos tenían muy presentes cuál era su origen y el poder del Preste Juan, respectivamente. Riqueza y prodigalidad: los especialistas han puesto de manifiesto el parecido de las “Tres Indias” del Preste Juan con las descripciones de la Jerusalén Celeste, la tierra que Dios reserva a los justos.

Una de las características de los mitos, además de decirnos quienes somos y por lo que luchamos, es que cambian, se resignifican, se adaptan a nuevas políticas, casi siempre para legitimarlas. Eso sucedió con el Preste Juan. El emperador Federico I, desde el inicio de su gobierno en 1155, insistió en su independencia del Papa y en el fortalecimiento del Imperio. Otto de Fressing, su tío, puso las bases del programa imperial: si, en 1145, hablaba en su Crónica de la llegada del fin del mundo y de la del último emperador que traería el final de los tiempos, en las Gestas de Federico Barbarroja, terminadas de escribir en 1158, lo que hacía era alabar las virtudes del emperador del que dice que es un “regalo universal para todo el orbe” con la misión de restaurar el Sacrum Imperium, que se anteponía a la Sancta Ecclesia y también a Bizancio.

A partir de la década de 1160, el desarrollo del programa imperial provoca enfrentamientos directos con los seguidores del papado que creían que eran los pontífices los que debían ejercer el poder espiritual, y el temporal a través de los reyes. Los enfrentamientos entre ambos tuvieron lugar en los campos de batalla, pero también en los de la propaganda y la acción política. Sobre esto último, los seguidores del emperador intentaron medidas de exaltación hacia su persona entre la población: provocan, en 1159, un cisma en la iglesia de Roma a la muerte de Adriano IV, cuando sus partidarios eligen como sucesor al primero de los antipapas, Víctor IV, mientras que la mayoría del colegio cardenalicio se decantaba por Alejandro III. Utilizan textos sagrados para la difusión popular de la figura del emperador, como el Libro de Daniel, que confirma, según sus seguidores, que el Imperio romano de Occidente será el último de los imperios antes de la consumación de los tiempos: “Será un reino eterno al que temerán y se someterán todos los soberanos”; y Federico I, el último emperador, recuperará Jerusalén y por eso poseerá el derecho divino a ejecutar su autoridad sobre los fieles. Impulsan el culto a los tres Reyes Magos, cuyas reliquias habían sido llevadas a Colonia en 1164 para que “los antecesores” del Preste Juan descansaran en el centro del imperio, cerca del emperador. Canonizaron de forma irregular a Carlomagno en 1165, del que Federico I se declara descendiente, con lo que trata de evidenciar el derecho del emperador a ostentar el papel de defensor de la cristiandad, impidiendo cualquier intromisión pontificia que pudiera poner en tela de juicio su autoridad. Y publican la Carta, que obviamente no había escrito el Preste Juan, sino la propia Corte Imperial. Era un acto de propaganda más, el más eficaz, seguramente, con el que sus colaboradores trataban de establecer un paralelismo entre los territorios de las “Tres Indias” y el imperio y entre el Preste Juan y Federico Barbarroja, sobre todo en lo que se refería a la política de pacificación y armonía de todas las tierras y reinos que ambos practicaban; a la multiplicación de las fidelidades privadas; a los esfuerzos de uno y otro por convertir al mundo en una Christianitas y a las cualidades de un buen gobernante, de las que gozaban los dos: justicia, bienestar y paz.

El conflicto termina cuando las tropas de Alejandro III vencen a las de Federico Barbarroja en la batalla de Legnano (1176). La derrota, que no fue definitiva, obligaba a Federico Barbarroja a dar por terminado el Cisma en la Iglesia que había “patrocinado” y por el que estaba excomulgado; a reconocer la independencia de los estados papales; y a otras muchas cuestiones, algunas simbólicas, como prestar el servicio ceremonial de palafrenero al papa: lo hizo en el atrio de la iglesia de San Marcos de Venecia, arrodillándose a los pies del pontífice. Después de su victoria, Alejandro III contestaba a la Carta del “ilustre y magnífico rey de las Indias” informándole de que era él, en exclusiva, el responsable de la Iglesia universal. La carta llegaría pronto a manos de su único destinatario, Federico Barbarroja.

No será hasta el trascurso de la Quinta Cruzada (1217-1221) cuando el Preste, o uno de sus descendientes, aparezca de nuevo. Entonces vuelve a cambiar, a adaptarse a nuevas políticas o mejor a readaptarse, porque vuelve a ser el Preste Juan apocalíptico y utópico. En la primavera de 1213 Inocencio II hace un llamamiento a la cristiandad a través de la bula Quia maior, que, entre otras muchas cosas, dejaba claro su exclusivo liderazgo en la nueva cruzada, hecho, por cierto, que no fue bien acogido por reyes y reinos. El objetivo de la bula era la conquista de Egipto –el mismo objetivo que había tenido Ricardo Corazón de León en la fracasada Tercera Cruzada (1189-1192)– y después la ocupación de Jerusalén y toda Tierra Santa. El lugar de encuentro de los cruzados del mundo sería Sicilia y la fecha junio de 1217. Algunos de ellos hicieron un alto en el camino,para ayudar al rey de Portugal, Afonso I, a conquistar Alcaçer do Sal y muchos se quedaron por tierras lusitanas para proseguir la llamada Reconquista, que era también una Cruzada. De Sicilia partirían los primeros barcos cruzados hacia Acre, a donde llegarán en septiembre de 2017. En la primavera del año siguiente ya se encuentran todos, barcos, cruzados y órdenes militares, frente a Damieta, la ciudad llave para la conquista de Egipto, porque era desde allí desde donde los musulmanes controlaban el brazo principal del Nilo y con él, la entrada al país de los faraones. Un año y seis meses después los ejércitos cristianos entraron en la asediada ciudad de Damieta, donde solo encontraron enfermedad y muerte, pero pronto comenzarán las controversias, sobre si había que aceptar la oferta de paz de los musulmanes que consistía en que Jerusalén con Belén, Nazaret y la Verdadera Cruz pasaban a manos de los cristianos, o la opción de avanzar hacia el interior de Egipto.

Es en ese contexto de enfrentamiento, que hacía imposible tomar decisiones, cuando curiosamente vuelve a aparecer el nombre del Preste Juan en unos textos hallados en Damieta y elaborados allí mismo, textos que predicen el triunfo de los cruzados gracias a la ayuda de un misterioso rey cristiano que, claro, procedía de Oriente. El más interesante de ellos para esta historia es el Libro de Clemente, que Oliverio de Paderborn, cronista y testigo directo de la Quinta Cruzada, recoge en su Historia Damiatina. El texto, escrito en árabe, cuenta las supuestas revelaciones que Cristo había hecho al mismísimo san Pedro y de las que tomó nota el tal Clemente, discípulo del apóstol. Una de las revelaciones era que las conquistas de Damieta y Jerusalén iban a suceder gracias a la colaboración de dos reyes, uno de occidente y otro de oriente, al que Clemente le pone nombre: el rey David. Otro texto –una especie de informe sobre este rey oriental titulado Relatio de Davide– que reproducen también el cronista Paderborn y Jacobo de Vitry, obispo de Acre, cuenta las numerosas e importantes victorias a los musulmanes del rey David, del que dice que era cristiano nestoriano. ¿Qué hay de verdad en esta historia? Lo mismo que en 1145, el Preste Juan podría ser el trasunto del príncipe mogol Ye Liu Dashi, el rey David lo era de Küchlüg, último príncipe naimano, nómada y cristiano, pero en este caso no había victorias sino derrotas, sometimiento a Gengis Khan y huida en los primeros años del siglo XIII. En cualquier caso, Oliverio de Paderborn identifica a este rey David como hijo del Preste Juan: “Encontré a David, mi siervo, el rey de los indios ungido con el óleo sagrado, a él a quien ordené vengar las injurias perpetradas contra mí, levantarse contra todas las cabezas de la bestia, a quien di la victoria contra el rey de los persas, que tenía bajo sus pies a gran parte de Asia. El rey de los persas, llevado por su soberbia, quiso ser el monarca de toda Asia, y frente a él, a este rey David, que llaman hijo del Preste Juan”. Estaba claro que, con este reclamo, los partidarios de continuar la Cruzada ganaron la partida, entre ellos el propio Pontífice, que daba instrucciones para que los cruzados prosiguieran la lucha, con el argumento de que con la ayuda del rey David, “vulgarmente conocido como el Preste Juan”, la ocupación de Egipto sería un hecho. Además, para que todos los cruzados estuvieran al tanto de lo que decían los textos, el cardenal Pelayo de Albano, legado apostólico para la Cruzada, hizo que se leyeran en voz alta a todos los que allí estaban: los intentos de musulmanes por firmar una tregua y de cruzados partidarios de aceptar la oferta musulmana, sobre todo los que seguían a Juan de Brienne, rey de Jerusalén y, según Steven Runciman, un segundón sin un cuarto, se vieron abocados al fracaso. Tampoco había servido de nada otro intento de tregua llevado a cabo por Francisco de Asís: en septiembre de 1219 el santo italiano se entrevistaba con el sultán de Egipto, al Malik al Kamel, quien escuchó con atención el llamamiento a la paz del santo de Asís, con el que seguro estaba de acuerdo. Estaba claro que esta Quinta Cruzada tenía que terminar como las anteriores, con derrota o victoria, pero nunca con acuerdo.

Así pues, los ejércitos cruzados tomaron el camino de El Cairo. Poco antes de ponerse en marcha, en la primavera de 1220, los musulmanes habían destruido una flota cristiana en Chipre y una vez en camino destruyeron los diques del Nilo, lo que hizo subir el nivel de agua y detener a los cruzados: en Sharamsah, relativamente cerca de Damieta, los ejércitos cristianos sufrieron el 26 de agosto de 1221 una derrota abrumadora agravada por el mar de barro en que estaban. La Quinta Cruzada acabó mal para los cruzados, un tratado de paz les imponía abandonar Damieta y les obligaba a firmar una tregua de ocho años. En contrapartida, podrían marcharse sin contratiempos y los musulmanes devolverían la Verdadera Cruz, pero no lo hicieron.

Los mitos cambian, lo hemos visto, se adaptan a nuevas condiciones políticas o culturales, pero también decaen, se desdibujan con el trascurrir del tiempo. En el caso del Preste Juan ocurrió por diversos motivos, el primero porque los mogoles, el pueblo con que se identificaba a los súbditos del Preste Juan, se dirigieron hacia occidente y no, como pensaron en un momento los cristianos, para derrotar a los musulmanes, si no con un propósito más ambicioso, ocupar todo Occidente: en 1241 invaden Hungría y poco después los caballeros teutónicos tratan de detenerlos en Polonia. La iglesia de Roma, además, pronto supo que no eran cristianos, ni siquiera cristianos nestorianos y que era necesario llegar a acuerdos con ellos para detener el avance. Hubo otros motivos, en parte relacionados con el anterior. A partir de mediados del siglo XIII, embajadores y comerciantes comenzaron a viajar al centro de Asia y muchos de ellos escribieron sobre sus misiones y andanzas, y todos, de una forma u otra, fueron progresivamente desmitificando al personaje: y con él, los territorios de Oriente: John Mandeville, Marco Polo y González de Clavijo fueron algunos de ellos.

Cuando era niño mi padre me contaba que, en la laguna de Antela –que alimentaba de agua al río Limia, el río del Olvido de los romanos–, en las noches de San Juan ocurrían fenómenos extraordinarios que se repetían año tras año: un gallo cantaba a las 12 horas y, si te fijabas bien, se podía ver la ciudad de Antioquía y, por sus calles, paseando, al rey David con su hija. Quiero pensar que ese rey David era el Preste Juan del cronista Oliverio de Paderborn. ¿Quién podía ser si no? Desgraciadamente la estupidez desecó la laguna en 1957 y ya nadie ha vuelto a ver la ciudad, ni al rey David, ni a su hija. Todo ha desaparecido. También lo va haciendo la memoria que de eso se tenía. Hoy, el “Señor de las Tres Indias” ya no nos dice quiénes somos y por lo que luchamos, no estoy muy seguro que nadie ni nada lo haga, por lo menos nadie con la fantasía y la imaginación del Preste Juan, el histórico o el que se inventaron Cunqueiro o Perucho. Pero quizás sea cierto lo que dijo Salustio de Emesa, amigo del emperador Juliano el Apóstata, cuando al referirse a la existencia de los mitos dijo que “no ocurrieron jamás, pero son siempre”.

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