Amahoro es una palabra de la lengua kinyarwanda que significa paz. Así se llama el estadio donde en 1994 miles de ruandeses buscaron refugio ante el acoso de las milicias de extremistas hutus. Durante semanas se mantuvieron allí en condiciones terribles bajo la protección de un débil contingente de soldados de la ONU, mientras cientos de miles de sus compatriotas caían asesinados por todo el país.
Exactamente veinte años más tarde, el 7 de abril de 2014, la multitud se apretuja en las gradas del estadio, a la espera de que comience el homenaje a las víctimas del genocidio, con la presencia de varios líderes africanos y la ausencia de todos los jefes de estado europeos. Sí están Ban-Ki Mon, secretario general de la ONU, y, por supuesto, el presidente de Ruanda, Paul Kagame.
La ceremonia transcurre con normalidad y, en algún momento, parece que es un mero entretenimiento aderezado con las marchas de la banda del ejército. Hasta que un superviviente del genocidio comienza a narrar su historia y la de su desafortunada familia, una historia de huida y aniquilación como muchas otras vividas en aquellos cien días de 1994 y en los pogromos de 1959 y de los años 60.
De pronto, en algún lugar de la grada, una mujer comienza a gritar. Sus primeros gritos apenas se oyen y parecen los gemidos de un animal pequeño. En poco tiempo se convierten en alaridos y la mujer desplomada es sacada en volandas, mientras otras mujeres, en todos los rincones del estadio, se van sumando en una sucesión de gritos insoportable, insoportable como el dolor vivido durante estos 20 años, contenido la mayoría de los días y que hoy salta como una espita de esta olla a presión que es el cuerpo humano, un cuerpo que sobrevive a la muerte pero no a la muerte de los tuyos, no cuando esa muerte es la de uno, la de varios, la de todos los miembros de tu familia. ¿Cuánto duele sobrevivir? Ni siquiera puedo imaginarlo. En cada grito, en cada mujer y hombre desplomados que son llevados fuera del estadio, salta una costura del dolor, un dolor contenido en silencio durante el resto del año para hacer posible la vida. Que levante la mano en Ruanda quien no tenga un familiar asesinado en los últimos cincuenta años. Sólo saben lo que es la paz los que la necesitan.
En lo alto, un par de aves juegan mientras comienzan los discursos de los poderosos, ajenas al peso del dolor humano, ajenas al fervor y al odio. Si sintieran una centésima parte de lo que han sentido los que hoy se sientan a mi lado, sus alas se quebrarían y sus cuerpos caerían en el centro de este estadio. Y lo harían sobre este césped que dibuja un mapa de Ruanda, al lado de los bailarines tendidos que hoy simulan ser los muertos de hace veinte años, los mismos muertos que no olvidan los que hoy gritan sin descanso, los que callan sin descanso, los que viven sin descanso.
Amahoro significa paz y en cada grito siento que se ha abierto una grieta. Amahoro significa paz y el primer alarido se ha adherido a mi estómago. ¿Qué puedo hacer para aliviar su duelo? Sencillamente, nada. En cuanto al mío, es cuestión de tiempo. Pasarán uno o dos días y, a través de esa quiebra, se derramará una sustancia viscosa: la palabra.
Antonio Pérez Río es licenciado en Derecho por la UCM y diplomado en Educación Social por la UNED, además de seguir una formación específica en creación literaria y fotografía. Fundador de LENS Escuela de Artes Visuales y creador y director del Máster en Fotografía de Autor y Proyectos Profesionales. Creador del blog Otra forma de mirar, especializado en textos que promueven la reflexión sobre la práctica fotográfica. El blog, que mantiene desde el año 2006, obtuvo más de 80.000 visitas durante el año 2013