Será porque todo el mundo está obsesionado con que le roben el móvil, será que me lo han dicho a mí mil veces, mis vecinas, mientras me señalan el trasero: ese móvil que te sale tanto del bolsillo del pantalón, que te lo acabarán robando; te lo digo yo…
Será por los calores del verano o el tedio.
Será por lo inhóspito de su localización, pero me he estado fijando con bastante curiosidad, en los últimos meses, en esa zona sobrepélvica, ombliguista, en la que, como icebergs, asoman en los cuerpos de las adolescentes millennials sus teléfonos móviles.
Puede argüirse que una de las razones fundamentales de esta (geo)localización inhóspita es la falta de lugar adecuado en la que relegarlos, siendo que casi siempre se corresponde la innovadora costumbre con adolescentes que portan leggins.
Mas no me parece algo sexual o sexy o cómodo, como tampoco me lo parecía cuando nuestras abuelas se escondían los billetes entre los pechos, sosteniéndolos con el carnoso sujetador.
Ya digo que es algo que me deja bastante perplejo.
Y no creo que tenga que ver con una señal externa de ninforromanticismo (como una clave secreta), esa hipersexualidad de la última adolescencia amorosa o con aquello que cantaba Rosario Castellanos en su poema “Amor”, al decir que “Sólo la voz, la piel, la superficie / Pulida de las cosas». Qué va; no lo creo. Me parece mucho más prosaico.
Yo en este acto veo más bien su inevitabilidad, lo contingente que resulta la fraternidad de lo íntimo con el origen del mundo. Igual que se lleva el bolso (con todos sus íntimos contenidos) al lado del corazón, imagino que todas las pulsiones del móvil quedan ahí bien resguardadas en el horizonte pélvico.
El porqué no llevamos también ahí los hombres el teléfono móvil sigue siendo para mí un misterio, se me escapa. Supongo que todo se debe a que solemos llevar pantalones con bolsillos, por aquello del pragmatismo, digo yo.