1. “Algún día no os hablaré en parábolas” (Jn 16, 25). Hoy, sin embargo, solo podremos hablar de leyendas, ecos de sombras que tenemos incrustados en algún lugar de nuestro cuerpo. El Principito es un libro exactamente inolvidable, triste y atemporal, aunque cargado con la alegría de quien ya no tiene nada que temer, pues la noche y el desierto están al fin dentro. Se trata de una obra escrita para el niño inaccesible que somos, esa infancia profanada, enmudecida por el espectáculo progresista de nuestra supuesta madurez.
2. Estamos ante un libro violento, pues ama a la humanidad y a lo inhumano que arrastra, ese cristalino desierto que nos sigue. Destinado a “mayores de 38 años acompañados por sus padres”, pues nosotros (más que nuestros viejos padres, fuesen comunistas o cristianos) hemos conseguido olvidar el ser de la infancia, esa sombra que siempre nos acompaña como un rumor, un fondo de crisis que vuelve en cualquier edad. No solo el inconsciente no tiene tiempo. Nada importante en el ser humano lo tiene: la luna de diciembre que me hirió hace cincuenta años sigue goteando en mis entrañas. Hitos de la conciencia, las semillas son invisibles, duermen. Necesitamos libros que lo recuerden, introducciones a la ciencia paradójica del ser único.
3. Este breve e inmenso trabajo, diría Borges, entra así en nuestro vano corazón con limpidez de lágrima. Por eso hemos de repasar la vida entera al leerlo. En cada momento involuntario de encuentro y revelación, dure un minuto o dos horas, somos como un moribundo que lo sabe todo, casi sin necesidad de palabras. Y es que la infancia que nos sigue reina por su inocencia, por una mala salud de hierro que vive frente al enigma. Solamente nuestro puritanismo imperial ha logrado que olvidemos eso. Nuevas persecuciones vendrán de ese olvido, también un odio hacia la potencia del atraso, del despreocupado subdesarrollo que pervive en nosotros.
4. La inocencia, que lo sabe todo, ha de ser malentendida por la Modernidad. Posee un poder afrodisíaco que gobierna desde el mutismo, pero eso ha de ser ignorado por una sociedad iluminada hora tras hora para defenderse de la noche. El caballero de la fe, de Kierkegaard; el superhombre, de Nietzsche, deben parecerse a un niño, a un idiota cualquiera. Pero aquí hay que recordar esta advertencia de Heidegger, hablando de la demencia de Nietzsche: “Un hombre tímido que se vio obligado a gritar”. ¿Tuvo la vida mucho más fácil el piloto y escritor Antoine de Saint-Exupéry?
5. Pariente menor de Rilke o Nietzsche, Antoine escribió un raro texto de sabiduría como Así habló Zaratustra o Cartas a un joven poeta. En estos hombres anómalos, que jamás han olvidado el devenir-mujer que llevamos dentro, la equívoca complejidad intelectual se precipita de forma discontinua, en grumos o planetas cuya síntesis sensible nos dará trabajo para años. Como el inconsciente, también Dios existe a ráfagas. Así pues, como algunos otros libros míticos y escogidos (“Para todos y para ninguno”, dice Nietzsche), famosos y clandestinos a la vez, El Principito es un libro engañosamente breve.
6. En sus páginas la equívoca ingenuidad, la sencillez, también en los pueriles dibujos de Saint-Exupéry que acompañan a las palabras, encarna la condensación no intelectual de la verdad, algo que siempre se fuga de la soberbia del saber. Pero en San Agustín y en Clarice Lispector ocurre lo mismo, en Leibniz, Simone Weil y Sócrates. Que El Principito pase habitualmente por un libro para adolescentes solo indica hasta qué punto esta civilización, de la que estamos tan orgullosos, le ha dado la espalda al fondo sombrío de sus raíces. Vendrán nuevas desgracias de esta denegación. Así sea, pues solo el trauma puede salvarnos, devolvernos a una existencia que es mortal antes del primer accidente.
7. Lugar de retiro mítico para el asceta, suma total de nuestras posibilidades, el desierto ha sido el escenario ideal para hablar con Dios o pactar con el demonio de la verdad. En este mundo adormecido, ambas cosas vienen ya a ser lo mismo. Antoine lo logra con un tono de cuento juvenil que nos deja un poco helados. Es ahí donde la voz del extranjero, que viene de otro planeta, dice de nosotros lo que el hombre, por su sola razón, jamás podría saber. ¿El cerebro, la razón? En los instantes cruciales pensamos siempre con otro órgano, incluso con un cuerpo que no tiene corazón que le baste.
8. Cada asteroide y cada viaje del pequeño príncipe es como un repaso de la leyenda de los lugares. Estos son, como en Walser, expresión de una vida que se desenvuelve en un absoluto local. También los dioses serían situacionistas. La existencia que se autoriza a sí misma, si tiene el desierto dentro, late en cualquier espacio. Pero solo se puede vencer al desierto teniendo un desierto dentro, dijo una vez María Zambrano. Curiosamente, el autor de El Principito es aviador, pero volando acaso con la obsesión de una sola idea fija. La multiplicidad de las escenas, de ahí el encanto triste de todas ellas, repiten un solo eco primitivo, la fidelidad a un sobresalto remoto. Así el espacio entero se precipita en cada punto de ese tiempo. Rutilante en un cielo vacío, cada estrella será el pozo de una roldana enmohecida.
9. Como en Cristo, Rilke y Nietzsche, la resurrección es algo que solo puede ocurrir atravesando la muerte, queriéndola. La eternidad estelar es una expresión luminosa de ese pozo negro que está en el centro del universo, multiplicado en cada punto de vivencia. Pero también la risa es una inversión, desde dentro, de un asumir lo irreparable. La risa como “una fuente en el desierto”, igual que la flor y la estrella son una floración de la noche, de un previo sentirse “helado por la sensación de lo irreparable”. Una y otra vez vuelve en este libro la importancia del dolor para entender. Es preciso soportar las orugas si queremos la mariposa, se nos dice; soportar las espinas si queremos la rosa.
10. Las serpientes son en estas páginas el signo animal de cierta sabiduría vegetal, de la tierra misma. Una tierra más profunda que todas sus leyes, que solo se expresa en el silencio desértico de un cielo estrellado. Sobre los ofidios y su sabiduría, El Principito tiene a veces el tono de Zaratustra. La serpiente sabe ser invisible, camuflarse en la lentitud de la hierba o hacerse subterránea. Mientras, los ojos de los hombres están cegados por la velocidad de lo visible. Corremos, se ha dicho, para no tener destino. Para no reconocer que volver a casa es muy difícil, pues nuestra morada está lejos.
11. Aunque pararse tiene riesgos, el libro entero está recorrido por el imperativo oriental y occidental (taoísta, estoico, paleocristiano) de obedecer a los signos, a la cifra que nos ha tocado, rozado. “Cuando el misterio es demasiado impresionante, no es posible desobedecer”. La silenciosa quietud del desierto es un truco genial, una tecnología para intensificar la percepción. “Siempre he amado el desierto… No se ve nada. No se oye nada. y, sin embargo, algo resplandece en el silencio”. Y también: “Los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón”. Éste ve lo invisible que nos guía, aquello para lo que ningún ojo es suficiente.
12. Una y otra vez el compromiso, la fidelidad, el hacerse responsables; hasta de las flores que uno ha visto o cuidado. Enrojecer, enrojecer, enrojecer de compromiso con las cosas y las situaciones, pues esto duele. Crear lazos, buscar una morada, aunque esto nos haga sufrir: “Si uno se deja domesticar, corres el riesgo de llorar un poco”. Por favor, domestícame, dice el zorro: dame una morada en esta desolada perfección sideral.
13. Curiosidad infantil de buscar. Mientras los mayores dormitan o bostezan, “solo los niños aplastan sus narices contras los vidrios”. Demorarse, pararse, dado que el tiempo que perdemos con las cosas las agrandan y las hacen importantes. Hay en todo este libro una disciplina del instante que permite demorarse, pararse a sentir las cosas y reconocerles un rostro. De ahí, recuerda Virilio, que un adorable maestro de ayer repitiese en la hora del recreo: Niños, no corráis, el patio se os hará más pequeño.
14. Frente a la cercanía del trigo en la tierra y el significado mudo de las piedras, las situaciones y los ritos, la palabra es una constante “fuente de malentendidos”. Hay que juzgar a los seres por sus actos, no por sus palabras. Llevados por el viento y sin raíces, los hombres ocupan muy poco lugar en el silencio de la Tierra que se abre en estas páginas. A pesar de esto, igual que Zaratustra, el Principito jamás abandona las palabras o las preguntas, una vez que las ha formulado. Como un mudo extraterrestre, es fiel a sus pocas y cruciales interrogaciones.
15. Esto nos recuerda que hoy el loco es sencillamente quien intenta ser coherente; quien recuerda antes de hablar, buscando ser fiel a lo que vivió ayer. En nuestro terror inmanente, el del Yo narcisista que se desliza sin pausa, ya parece una primitiva locura agarrarse al sentido común de la experiencia y hablar según ella. Solo los niños, los extranjeros y los idiotas, cristalizados en su soledad común, pueden aspirar a conocer la verdad de este universo sublunar. El niño, el huérfano que somos en cada momento de revelación.
Sospechando que los volcanes extinguidos pueden despertar, este pequeño tratado abarca el enorme espacio mudo en el que nos agitamos. Y sus mil paisajes ocultos deseados como en sueños, con un poco de fiebre. Cercano a una poética rilkeana en tono de cuento juvenil, ¿refugia Saint-Exupéry su peligroso pensamiento en un aire de fábula?
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (A. Machado, 2007), Sociedad y barbarie (Melusina, 2012), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y Ética del desorden (Pre-Textos, 2017). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Reflejos en puente dorado. Sombras de un primer mundo en San Francisco, Apocalipsis juvenil. El temor de los profesores a hablar ‘en el desierto’ para la sangre de recambio del sistema, Los astros subterráneos. Mito y poesía en Clara Janés y Sobre la inquietud espacial de las poblaciones. La condición de extranjero, y mantiene el blog Crítica y barbarie. En Twitter: @ignaciocastrore
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