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El problema de España con su pasado

 

Me encantaría poder visitar en Madrid o en cualquier otra ciudad un museo de la historia reciente de España. Por ejemplo, desde la Primera República. O desde antes, desde la Guerra de la Independencia. Y así se nos clarificara nuestro turbulento siglo XIX con varias guerras civiles que culminaron en la Guerra Civil del siglo XX, la más brutal de todas ellas porque, entre otras cosas, desembocó en una dictadura que duró cuarenta años. Me gustaría ir a un lugar así aunque fuera para quejarme de su parcialidad. Al menos, demostraría que nuestro país tiene cierta capacidad de introspección, cierta capacidad de autoconocimiento. Con su negativa a recordar muestra una gran deficiencia: carece de los mecanismos de defensa adaptativos que permiten aprender de los errores pasados.

 

En otros países sí es posible recordar el pasado. Con la creación de un relato oficial y, creemos, consensuado. Es muy sano. Incluso para que las minorías discrepen y lo pongan en cuestión. No sólo hacen memoria los países que tienen una historia gloriosa de la que presumir, como Grecia, que saca pecho por su proceso de independencia y exhibe las armas de Lord Byron, que se unió a la causa helena por romanticismo o porque no tenía otra cosa mejor que hacer. También en Jartum, capital de Sudán, hay un interesante museo con la historia de su liberación. Y La Habana, de la Revolución de 1959. Italia, por su parte, presume de su batalla por la unificación en la segunda mitad del siglo XIX en el edificio más feo de todo Roma, eso sí.

 

Te cuentan su historia incluso los que, a primera vista, son los responsables de las mayores tragedias de la Humanidad. En Sarajevo, justo al lado del puente donde murió el archiduque Francisco Fernando, que fue la chispa que prendió la llama de la Primera Guerra Mundial, un museo muestra cómo fue su asesinato. Aunque mayor espacio tiene Bosnia para sus dramas más recientes, palpables para locales y viajeros a cada paso: decenas de cementerios con tumbas datadas sobre todo en 1992 y 1993 en el centro de sus principales ciudades dan fe de lo que sucedió hace apenas veinte años. Y en cualquier momento uno se topa con una exposición temporal sobre la masacre de Srebrenica. O con una inscripción que recuerda una tropelía. O manchas de plastilina en las aceras simulando la sangre que se derramó de verdad.

 

A veces la memoria se convierte en una obsesión

 

En Israel van mucho más allá porque sientes que hay una especie de obsesión por el pasado. En todos los rincones respiras esa atmósfera. Y no puedes no imbuirte de ella. No sólo por la historia más reciente de los judíos, en el Museo del Holocausto de Jerusalén. Sino especialmente por la más remota, la que cuentan en el Museo de la Diáspora, en Tel Aviv, del que sales con la pregunta de momento sin respuesta de cómo ha sido posible que el pueblo judío haya mantenido su identidad intacta durante más de veinte siglos pese a haber sido perseguido dondequiera recalara precisamente por su adscripción cultural. También te encuentras otros lugares en el país, como la Torre de David, en Jerusalén, donde no tienes muy claro si el guía te está contando un mito religioso disfrazado de historia. Ése es el riesgo. Que te la cuelen. O que alguien por la calle te demuestre científicamente el origen divino del hebreo.

 

Unos pocos kilómetros más al norte, en la impresionante Baalbek, en el Líbano, se puede visitar uno de los museos de Hezbolá, con las tropelías que sufre el pueblo árabe a manos del Estado de Israel y las tácticas con las que ese grupo armado le combate. Escalofriante. El lugar está dispuesto estratégicamente para que ningún viajero se lo pierda: está al lado de unas de las ruinas más alucinantes de la región, que es lo único, junto al hotel Palmira, que merece la pena visitar en la localidad. 

 

¿Propaganda? ¡Algunos también cuentan sus miserias!

 

Sales de España y no sólo te encuentras la historia sobre los momentos fundacionales de las patrias que visitas, como los señalados de Grecia y de Italia, cuyos relatos, es cierto, pueden incluso pecar de un poco propagandísticos. Pero se lo perdonamos: construir un relato mítico de un proceso de liberación está permitido. Al menos, por nosotros. Además, no nos sentimos con la autoridad suficiente como para calificar de mentirosa a la historia que nos cuentan. En cualquier caso, para el viajero curioso visitar este tipo de museos puede resultar hasta clarificador, aunque sólo sea porque muestra la visión que un pueblo tiene sobre sí mismo. O, mejor, el relato que el poder ha elaborado sobre su historia reciente.

 

Lo bueno es que con mucha frecuencia no nos recuerdan únicamente los momentos de la historia en que fueron héroes o víctimas, que son los que más agradecidos resultan de contar. También relatan los acontecimientos más oscuros. Aquéllos de los que se avergüenzan. Y el caso más paradigmático lo constituyen los campos de concentración convertidos en museos, sobre todo en Alemania. Además, relatan aquéllos procesos de los que se enorgullecen haber superado. En Sarajevo, la dictadura de Tito, aunque cada vez haya más gente que lo eche de menos. En Praga, el comunismo en su naïf museo del anti-ídem. En Budapest, meten en el mismo saco, en el mismo museo, al Gobierno colaboracionista nazis con los comunistas que les sucedieron, porque ambos regímenes utilizaron el mismo edificio para ejercer su política represora: la Casa del Terror.

 

En esta última ciudad han retirado todos los símbolos comunistas de las calles a excepción del homenaje al Ejército Rojo, que se encuentra a pocos pasos de la embajada de EE.UU. y de una efigie de Ronald Reagan. Pero todas esas estatuas de comunistas que quitaron de la ciudad, incluida la que recordaba a los brigadistas que lucharon del lado de la República en la Guerra Civil española, se las llevaron a un descampado de las afueras, donde destacan las botas, lo único que queda de una gigantesca estatua de Stalin que el prueblo destruyó. Al lado de las estatuas, en un barracón, encontramos el museo del relato épico de la Revolución de 1956 y de la definitiva caída del comunismo en 1989 y lo malos y siniestros que eran los espías que trabajaban al servicio del régimen, según un vídeo divertidísimo con el que termina la muestra. Memento Park se llama el lugar.

 

En Moscú han hecho eso mismo, pero de una manera mucho menos elegante, aunque mucho más ilustrativa de cómo fue el final del comunismo: aunque en el centro de la capital rusa aún sobreviven algunas estatuas de Lenin, de Marx y de Engels, se han llevado unas cuantas mucho más incómodas a un parque pequeñito cercano al mítico Parque Gorki, donde están, muchas de ellas destrozadas, tiradas por el suelo sin orden ni concierto. Seguiramente quienes lo visitan son sólo nostálgicos y anticomunistas que se ponen contentos sólo de ver las ruinas que quedan de su principal enemigo.

 

Hablando de comunismo, en el Museo de la Revolución de La Habana, hace diez años no ocultaban los problemas económicos que estaba atravesando Cuba tras la caída de la URSS, circunstancia que les estaba obligando a renunciar a sus principios de manera, decían, temporal. “Periodo especial”, así habían bautizado a la fase que atravesaban.

 

Incluso Estados Unidos cuenta las vejaciones a las que sometían a los inmigrantes que entraban al país a través de la Isla de Ellis, al ladito de la Estatua de la Libertad. Y en Washington, en los Smithsonian, no les duelen prendas en recordar el desastre de Nixon, por ejemplo. 

 

¿Y si es mejor que no haya un relato oficial? 

 

¿Por qué no tenemos eso en España? ¿Por qué no contamos nuestra Transición, nuestro particular mito de fundación nacional? ¿O la Guerra Civil? ¿O por qué no recordamos la Dictadura? ¿Por qué no hay consenso en crear un museo sobre el Franquismo en el Valle de los Caídos? Porque no hablo de exposiciones temporales como las que antes organizaba la Fundación Pablo Iglesias sobre la Dictadura o de congresos organizados por entidades privadas. Hablo de un relato de Estado. Aunque, en realidad, así dicho suena fatal. Quizás sea mejor que nos quedemos como estamos. Que cada uno tenga su propio relato de la historia de España. Elaborar relatos compartidos es muy complicado. Aunque podría ser la única prueba de que hemos superado nuestros traumas.

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