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El pueblo que sobrevivió en la selva peruana al terror (y a la indiferencia)

Apenas nos acercamos, los niños huyen despavoridos. Más tarde comprenderemos que su actitud responde a una secuela psicológica, abierta como una herida profunda. También a nuestras enormes cámaras y lentes, que a ellos –indígenas machiguengas– les recuerda la imagen de la muerte, a los militares y policías con sus fusiles y bazucas. Hace más de un año, ellos invadieron sus casas, violentaron sus puertas, los interrogaron a la fuerza, y después los obligaron a huir. A refugiarse de las balas, las minas y el bombardeo desde helicópteros que, durante un mes, sobrevolaron la zona en busca de terroristas. Desde entonces, el zumbido de un helicóptero o la presencia de extraños los alerta sobremanera. Los pone en guardia.

Porque este lugar, perdido en la espesa selva cusqueña –como muchos otros, que permanecen escondidos– se hizo visible por la desgracia: el secuestro de 36 trabajadores de Camisea, el proyecto gasífero más grande de Perú, a manos de terroristas de Sendero Luminoso. Antes de eso, los nativos de Incaree vivían tranquilos, a sus anchas, en una selva caliente e intrincada. Su existencia no estaba marcada en las guías de turismo ni en los libros de geografía. Y a ellos eso no les importaba. Habían estado solos mucho tiempo, desde que sus ancestros se asentaron allí y fundaron el pueblo (aunque nadie recuerda cuándo fue).

Se trata de un pueblo al que se accede, después de superar un viaje de doce horas en camioneta, desde Cusco, a través de una carretera polvorienta y angosta. Un pueblo donde antes todo era diáfano y solitario. Incaree –que en machiguenga significa laguna– era una comunidad de setenta casas desperdigadas entre las montañas. Durante el día, los indígenas labraban la tierra y pescaban en el río; y por la noche se reunían a la luz de una fogata, a conversar en su dialecto.

Pero esa calma llegó a su fin el jueves 12 de abril de 2012. Y, la primera señal de que algo andaba mal fue ver helicópteros en el cielo, con artilleros observando las montañas. Después, los indígenas escucharon disparos, de metralleta, de fusil, bombas, y más disparos desde el aire. Freddy Díaz Martínez, el jefe de la comunidad, se refugió debajo de su cama, junto a su esposa y sus tres hijos. Allí permanecieron largas horas. Oyendo las ráfagas y explosiones, cada vez más cerca. Hasta el sábado, cuando decidieron cobijarse en la casa de un familiar, cerca de la escuela, a media hora a pie. Esa noche no pegaron el ojo. Tampoco lo harían las próximas noches.

Al día siguiente, de madrugada, despertaron sobresaltados por las hélices de un helicóptero, que aterrizó cerca de la escuela. Los militares se desperdigaron entre las viviendas. A todos les apuntaron por las rendijitas de las paredes de madera –recuerda el director de la escuela de Incaree, Iván Barrientos–. Al papá de Freddy, el viejo Roberto, que tenía la rodilla hinchada, lo jalonaron como a un muñeco. A sus hijos también. A todos les apuntaron con armas. Un policía de Kiteni pidió que los soltaran, porque sabía que eran nativos. Si no hubiera sido por ese policía, los mataban a todos creyendo que eran terroristas –prosigue Barrientos–, siempre en voz baja porque tiene miedo. Miedo de morir por hablar; miedo de morir por callar, también.

De ese día, sin embargo, no quiere acordarse Roberto, que esta tarde acaba de volver del campo, con sus botas de hule, su polo mugriento y su caña de pescar. Hace un rato se ocultó el sol en Incaree, y los niños han retornado a sus chozas, con sus madres. Las casas están desparramadas entre montañas verdes, casi camufladas. Solo Adán, el hijo de Freddy, permanece en la cancha de fútbol, donde su tía Lisbeth está de pie, con la mirada petrificada. La mujer viste un polo rojo y varios collares con llaves y figuras de animales salvajes. Los usa como protección contra los malos espíritus. Contra fuerzas malignas, como esos soldados que aquel funesto domingo se llevaron su radio, sin dar explicaciones.

—Con esa radio nos comunicábamos con otras comunidades, cuando alguien se enfermaba. O cuando necesitábamos ayuda. Ahora estamos aislados. ¿Sabes por qué lo hicieron?

El silencio, a veces, no es la mejor respuesta a las inquietudes profundas. En la mirada de Lisbeth hay una furia contenida, como si de pronto un animal indomable fuera a salirse de su cuerpo para atacar. Una manada de patos y gallinas desfila por el campo deportivo. Adán juega con la cámara de Álvaro, el fotógrafo. Don Roberto se lava las manos, agachado, con el agua que brota de una manguera. La luna ilumina esta selva enmarañada. La noche aquí no solo amenaza con su oscuridad, sino también con sonidos extraños, figuras raras en los caminos, o voces cerca de la carretera. Pero no siempre fue así.

Lisbeth recuerda que, antes de abril del año pasado, ninguna de las setenta familias de su comunidad se preocupaba por los terroristas de Sendero Luminoso. Los veían como algo lejano. Algo que atacaba a cachacos y policías en el Vraem, ese pedazo de territorio peruano que agrupa parte de las regiones de Apurímac, Cusco, Junín, Huancavelica y Ayacucho. Para ellos, Sendero era un funesto recuerdo de los años ochenta, cuando Abimael Guzmán –fundador del grupo terrorista– asesinó a miles de inocentes. Ignoraban, sin embargo, que desde 1999, cuando fue capturado el terrorista Feliciano, la familia Quispe Palomino –los hermanos José, Jorge y Gabriel– habían tomado el mando en el Vraem, y andaban a la conquista de nuevos territorios. Nuevas zonas por donde sacar la droga del Vraem.

Lisbeth, que ahora está sentada sobre un tronco de madera, me dice que si hablara su dialecto machiguenga podría confesarme algunos de sus secretos. Don Roberto, que cocina yucas en una canasta, se ríe como si hubiera contando un chiste.

—Quiero aprender –le digo–. Enséñame.

Ella suelta una risa, me mira con sus ojos furiosos y me dice:

—Está bien.

—Primero debes aprender a presentarte –agrega esta vez con la voz relajada–. Nopaita, Ralph. Así se dice yo me llamo Ralph.

—Y cómo se dice cómo te llamas tú

—¿Tiarapipaita?

—Y dónde vives

¿Tiarapitini?

—Y cómo estás

¿Uga añobi?

—Y hormiga

Katitori

La clase se torna amena y divertida. Así avanza la noche, hasta que llega Freddy. Lo saludo y dice que no se acuerda de mí. Lo conocí en Kiteni, el 16 de abril. Habían llegado desplazados por la violencia terrorista, en busca de protección. Él me cuenta que regresa del centro de salud, adonde fue para curarse una torcedura en su tobillo. Con suerte halló un carro que lo trajo hasta la escuela. Desde allí ha caminado una hora hasta aquí, su casa.

—¿Qué es de tu hijo, Gabriel?– le pregunto.

—¿Gabriel?, ¿qué Gabriel?, ¿el camarada Gabriel?– me responde asombrado.

—Tu hijo –le digo con seguridad– el que se escapó durante el enfrentamiento. Al que hallaron con su abuelita, en Shimaa.

—Ah, el que se escapaba. Allí está, estudiando– admite sorprendido.

—Yo pensaba que me hablabas del camarada Gabriel– añade con una risa tímida–. No me hagas asustar, pues, porque mis hijos lloran, se esconden.

El terrorista Gabriel, que en el transcurso de mi viaje fue muerto a tiros en Ayacucho por un grupo especial de la Policía, era el hermano menor de los sanguinarios jefes del Vraem. Responsable de muchas emboscadas a soldados y policías, se hizo conocido el año pasado por secuestrar en Kepashiato [un centro poblado ubicado a cuatro horas de Incaree] a treinta y seis trabajadores del proyecto Camisea, el más grande y millonario de Perú. Ubicado en el distrito de Echarate, en la provincia cusqueña de La Convención, Camisea alberga las mayores reservas de gas, que son explotadas, desde el 2004, por Pluspetrol, y transportadas a Lima por TGP. Unos buenos millones de esas ganancias económicas son enviadas a la región Cusco, que a su vez las redistribuye entres sus 13 provincias.

El intento de liberación de los treinta y seis rehenes de Camisea costó la vida de cinco militares y tres policías. Ellos se sumaron a los 220 militares, 56 policías, y un número indeterminado de civiles asesinados, desde 1999, en el Vraem, por los despiadados Quispe Palomino. En medio de ese incidente brutal –el secuestro de Kepashiato– por fin, Lisbeth y el resto de machiguengas despertaron a la realidad: los terroristas siempre estuvieron cerca, acechándolos. Inteligencia de la Policía sabía que los subversivos cruzaban de noche las montañas de Incaree, atravesaban sus ríos, y descansaban en campamentos improvisados. Pero los machiguengas lo desconocían.

Hasta el jueves 12 de abril, cuando tuvieron que refugiarse en Kiteni. Allí los conocí. A Freddy y al resto de indígenas. Habían sido desplazados, a la fuerza, por los militares. Llegaron a Kiteni, ubicado a tres horas de Incaree, sin nada, más que su ropa puesta. Clamando ayuda, un techo y comida. Estaban extraviados en la ciudad. Permanecieron en el local municipal, durmiendo en colchones prestados, cocinando en ollas comunes. Añorando su chacra, sus cultivos. Esos cultivos que nunca recuperaron –precisa Lisbeth–.

—Ni el café, ni el achiote, ni el maíz. Nada. Todo se perdió. Ahora los comerciantes traen muy caras las cosas, y no tenemos plata para comprar –añade–. Más adelante me pedirá que, por favor, comunique sus necesidades y haga escuchar su voz.

Porque además de luchar contra su pobreza deben hacerlo también contra sus fantasmas. Como Freddy que nunca olvidará aquel abril. Tampoco lo hará su cuñado, Cirilo Pascual. Ambos fueron forzados a recoger los cadáveres de tres soldados fallecidos en combate. “Cargamos tres cuerpos, ensangrentados, pesados –relata, mientras se abriga con una media su tobillo fracturado–. Nos amenazaron diciendo que si no lo hacíamos éramos terroristas”. Así estaban: en medio de dos fuegos, entre terroristas que se desplazaban por su selva, y soldados que los trataban como a subversivos. ¿Habrase visto tremendo insulto? ¿Qué elección tenían, si ningún bando les aseguraba la vida?

Otros nativos, como Elber Huamán Korinti, fungieron de guías de soldados y policías. Obligados con un fusil en la cabeza. Sin elección. En una selva que te devora. Con él me reuní en agosto de este año, en Cusco. Me contó que las fuerzas de seguridad le exigieron conducirlas hasta donde los terroristas, a su escondite. Lo obligaron a firmar su propia sentencia de muerte. Al llegar a la supuesta guarida, se desató una lluvia de balas. Una lo lisió para siempre. Ahora advierte que no descansará hasta que el Estado le pague una indemnización. No solo por su salud (porque nunca volverá a caminar bien), sino también porque lo destinaron a vagar por el mundo, sin poder regresar a su comunidad. Nunca más.

 

Los desplazados, los miserables

 Valeriana Huamán Korinti cree que si no hubiera sido expulsada de Incaree, como a un animal por los soldados, estaría tranquila en su chacra. Su mayor desgracia fue vivir en una zona que se convirtió –de la noche a la mañana– en un campo de batalla entre soldados y terroristas. Por eso, a punta de plomo, tuvo que abandonar sus dos hectáreas de café, achiote y maíz, sus animales, su vida entera. Fuimos arreados como animalitos –relata dentro de su casa de triplay, en Kiteni–. El que se quedaba, decían los militares, era terrorista. Así nos juzgaban. Sin conocernos. Y siguen haciéndolo: por ejemplo, dicen, que quienes han vuelto son narcos.

La casa de Valeriana es un recinto miserable, donde hay una cama para ella, su esposo Ángel Quispe, y sus cinco hijos. Botellas vacías, un televisor viejo, un plástico negro que hace de piso, ropa desparramada en el suelo, y un olor fétido. Las paredes son de triplay, un material que un fuerte viento podría quebrar con facilidad; y su puerta, una cortina roja. El baño es un cuarto más reducido, y se ubica detrás de su casa alquilada, en el barrio San Martín de Kiteni.

Durante más de un año, ella y su familia han deambulado de un lado a otro: locales estatales en Kiteni, instituciones benéficas en Quillabamba (una ciudad situada a cinco horas de Cusco), casas alquiladas. Al inicio estaban acompañados de otros machiguengas de Incaree y colonos de Alto Lagunas, también desplazados. Eran días tensos, de persecuciones y batallas en la selva. Las autoridades aprovechaban la situación para salir en la foto, entregándoles alimentos, colchones y medicinas. Después, como siempre que se acaba el romance y fallece la noticia, se quedaron solos, como cuando habían llegado. Solos, en una ciudad desconocida, sin saber qué hacer. O volver y exponerse a la muerte, o resistir penurias y vivir. Ellos escogieron lo segundo, al igual que otros nativos que se marcharon a Yuveni, Quillabamba y Cusco. A volver a empezar. El resto retornó a Incaree, después de cuatro insoportables meses en la ciudad. A jugársela.

 Ahora sabemos que fueron 150 los desplazados, entre machiguengas de Incaree y colonos de Alto Lagunas, según el registro del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables. Valeriana, con su certificado en la mano, me confirma que es una de ellas. ¿Sirve para algo, esto? –me pregunta ansiosa–. Le digo que averiguaré. Ella agacha la cabeza y continúa amamantando a su hijo de seis meses. Afuera, la noche se desliza. El resto de sus niños pelean por una gaseosa. Lidia, de 11 años, reposa en la cama destartalada, mirando el techo de zinc de su casa.

Esa casa que no es suya. Una casa alquilada, prestada, como las otras que han habitado por más de un año, desde que salieron de Incaree. Porque ellos han sobrevivido a la tragedia, intentando engañarla, buscando disfrazarla. Malditas cosas que han pasado en Incaree para yo estar aquí –cuenta  Valeriana con los ojos llorosos–. Hace mucho calor, y no me acostumbro. Mis hijos sufren. Ya le he dicho a mi marido que él cuidará de ellos porque yo no estoy bien –añade con la voz quebrada–. Para verme estoy bien, pero en lo más profundo, por dentro, estoy como un fierro oxidado. Valeriana padece de colesterol alto, un mal que podría afectarle el corazón, según le ha advertido el médico. Por eso, casi todos los días, siente que su cabeza le da vueltas como a una gallina. El dolor la tumba en la cama, y se agudiza cuando piensa en su situación.

—Tan mal estamos aquí, como verá señor periodista, que a veces pasamos el día tomando agua con sal –recuerda con nostalgia–. Porque no hay plata para comprar víveres. En mi chacra, en cambio, teníamos plátano, maíz, frutas.

—¿Por qué no regresan?– le pregunto.

—Porque estamos sentenciados a muerte –responde sin titubear, y suelta el llanto–. Fíjese usted, hartos de esta situación, conversé con un colono de Alto Lagunas y le dije que quería volver, al igual que ellos. Me dijo que no. Que dos familias estaban marcadas por los cumpas (terroristas), y que iban a morir. Hace poco mi esposo fue a nuestra casa, allá arriba, y encontró un cartel donde habían escrito, con letras negras: “Estás marcado por los compañeros (terroristas)”. Así, ¿cómo vamos a volver?

Su madre, María Ismael Korinti, fue más valiente y retornó a Incaree, pero ahora se arrepiente. Todas las noches, desde que volvió, golpean su casa, sus paredes, sus puertas. Ella, para no ser descubierta, permanece calladita, sin moverse. No duerme, hasta que amanece y las sombras se marchan. Ignora, con certeza, quiénes son sus perseguidores. Sospecha, sin embargo, que la hostigan por ser madre de Elber Korinti. Eso lo confirma Valeriana, que esta mañana está recostada sobre un tronco de madera, fuera de su casa. Su hijo Josué, de 4 años, duerme a pierna suelta dentro de una carretilla oxidada. Un helicóptero surca el cielo.

—Los terroristas creen que Elber está con la Policía, trabajando con ellos –explica Valeriana, que carga en brazos a su bebé–. Por eso no podemos regresar. Por eso seguimos penando aquí. Ya vamos a cumplir dos años en Kiteni. Si no hubiera ocurrido eso, tranquilos estuviéramos en mi chacra.

 

 Los valientes que volvieron 

Mi guía en este viaje es un colono de Alto Lagunas, cuyo nombre se mantiene en reserva por seguridad. Dice que la Policía los considera terroristas. “Pero mira, ¿acaso ves cumpas por alguna parte?”, me pregunta, cuando llegamos al campamento donde cuatro hombres más descansan, luego de la jornada laboral. Hay temor en sus miradas, pero también ironía en sus palabras. “Los tíos ya no están acá, ya los hemos corrido”, agrega uno de ellos. El año pasado iniciaron la construcción de una carretera de seis kilómetros, que unirá Incaree y Alto Lagunas. Ya solo les faltan trescientos metros para concluirla. La vía terminará justo enfrente del cerro donde aún yace el helicóptero derribado de la capitán Nancy Flores Paúcar, asesinada por terroristas en abril del 2012, cuando intentaba liberar a los rehenes de Camisea.

Alto Lagunas es la continuación de la selva de Incaree. Una región colonizada hace treinta años por pobladores foráneos, de otras parte del Perú. Llegaron allí con la intención de sembrar extensos terrenos de cacao, café y cítricos, y cortar madera para luego venderla en Cusco. Al inicio tuvieron problemas con los machiguengas, pues estos últimos defendían los recursos de la naturaleza, y se oponían a la tala de árboles. Poco a poco, no obstante, las relaciones mejoraron. Mi guía –que ahora corta la maleza para ensanchar la carretera que vienen construyendo– asegura que antes de abril nunca habían visto a guerrilleros de Sendero Luminoso. Esos sujetos que en abril los obligaron a marcharse.

Pero cuatro meses después, ya con las aguas quietas, ellos –los colonos de Alto Lagunas– retornaron. Y, aunque todos insisten en que no es zona de terroristas, la Policía la ha identificado como tal, según reportes de Inteligencia. Los caminos de este valle unen Alto Lagunas con pequeños pueblos, como Yuveni, Chuanquiri, Chontabamba, Espiritupampa, y Vilcabamba, por donde transitan los subversivos de Sendero Luminoso. Pero mi guía dice que eso no es verdad. Se lo dijo también a la Policía, que lo interrogó en varias oportunidades por supuestos nexos con los subversivos.

—¿Has visto algo malo? –me pregunta.

—Silencio (10 segundos).

—Lo único malo es que seguimos abandonados. En los veinticinco años que vivo acá es la primera vez que siento al Estado presente, y gracias a esta carretera que estamos construyendo –agrega con la mirada perdida en las montañas–. De alguna forma, eso que ha pasado acá, eso de los terroristas, nos ha ayudado.

Eso mismo opina su hermano, que vive en Alto Lagunas. Él camina todos los días, por un valle enmarañado, hasta llegar a su casa. El camino es irregular, bordea un cerro, y si no sabes pisar podrías enredarte con algunas ramas y caer. Y morir. Su casa es de madera, y tiene unos colchones viejos en su cama. Desde allí, arriba, se divisa el valle de San Fernando y otras colinas verdes. “Cuando volvimos hallamos todo abandonado –cuenta mientras avanzamos hacia su chacra–. El café se había perdido, también el achiote y el maíz. Hemos tenido que empezar de nuevo”.

Comenzar de cero. Reiniciar. Dentro de su casa, su pequeña hija estudia, mientras él, con la mirada nostálgica, admite que el terrorista Gabriel llegaba, a veces, por esta zona. Lo hacía por la carretera Kimbiri-Pichari. Entraba por Ayacucho, llegaba a este lado, y a nosotros nos perjudicaba –agrega un poco más suelto–. Porque la Policía cree que todos somos terroristas, narcotraficantes, cumpas. Ah, vives en Alto lagunas. Ah, eres terrorista, así nos tratan. No saben que acá, arriba, hay pongos, quebradas, una zona turística no explotada–continúa su relato– intentando, tal vez, borrar esa imagen de la violencia que los persigue. Esa imagen que los condena al olvido, también.

Mi guía dice que en Alto Lagunas viven 25 familias colonas. Todas se dedican a agricultura, una actividad promocionada por el Estado, pero no efectiva. Porque a ellos, el conflicto del año pasado, los dejó en la miseria, más jodidos de lo que ya estaban. Ahora el precio del café ha bajado, y ya no es rentable. Trabajan todo el año y obtienen 10 quintales de café, que venden a 200 soles el quintal (unos 57 euros). Obtienen dos mil soles (571 euros) que deben estirar durante doce meses. A eso habría que restarle el flete por sacar el producto a la ciudad, los gastos de producción. Las pérdidas son superiores.

La de ellos es una lucha diaria, por la supervivencia. Lisbeth, la machiguenga, confiesa que ahora viven tranquilos. No felices, pero sí más relajados. A menos que, y eso lo recalca, escuchen un helicóptero. “Allí sí nos da miedo, todos nos escondemos –dice–. Voy a ser sincera: nunca hemos visto terroristas, ¿cómo son?, como los militares, ¿cómo andan vestidos, sabes?”. Entiendo, entonces, que ellos –todas las setenta familias machiguengas de Incaree– le temen más a los policías y soldados, con sus armas y sus helicópteros. Porque los han padecido. Porque les han dejado un tajo imborrable en el alma. Una marca difícil de arrancar, difícil de olvidar.

 

 Que el Perú avance, de verdad

 En Incaree amanece muy temprano. A las cinco de la mañana los nativos encienden sus linternas, las muchachas preparan el desayuno. Roberto cocina yucas en el fogón. El resto se alista para ir a la escuela, a la chacra, o a pescar. Freddy irá hoy a casa de un vecino, al frente cruzando el río, a hacer ayni y devolverle la ayuda que antes recibió. Freddy avanza raudo, como si alguien lo persiguiera, por un desfiladero estrecho. Así caminamos nosotros –me cuenta, viendo nuestra lentitud con los pies–. Acá debes aprender a caminar rápido, sino corres riesgo. De perderte, de que te pique un marianito (culebra muy venenosa), te ahogues en el río, o te encuentres con gente desconocida y peligrosa. Dice eso y suelta una risa larga.

Mientras nosotros cruzamos el río, intentando no resbalar por esos troncos de madera, Freddy salta como una rana, y atraviesa obstáculos como si estos fueran invisibles. En esas circunstancias lo perdemos, pese a nuestros gritos, que hacen eco en el bosque. Entiendo, entonces, que han adaptado su cuerpo a sus necesidades. Porque no es lo mismo subirse a un carro para llegar a la escuela, en la ciudad, que caminar –como lo hacen Adán y sus hermanos– durante una hora, con el riesgo de ser atacado por una víbora, o caer en el abismo, para llegar al mismo destino.

Porque en otros lugares, los niños tendrán bicicletas, pero acá los caminos, cimbreantes, engañosos, espesos, no lo permiten. Solo queda caminar para intentar vivir, como lo hizo hace unos años Valeriana, con su primer hijo en brazos. Salió a las cinco de la mañana, de su casa en Incaree, y caminó seis largas horas, atravesó varios cerros, y llegó a la posta de Yuveni. Pero allí, de nada valió su travesía: su hijo murió a causa de una infección generalizada. Ella aún vive con ese peso.

Un centro de salud, urgente. Eso es lo que necesitan las familias de Incaree y Alto Algunas. Mi guía relata que antes, cuando no había carretera, llevaban a sus enfermos en burros o mulas, hasta Yuveni. Ahora las cosas han mejorado, en algo. Pero siempre ruegan a Dios que sus hijos no se enfermen de lunes a viernes, porque es difícil conseguir un vehículo. En cambio, añade, los sábados y domingos hay feria en el pueblo y llegan muchos carros. Pienso, entonces, que en estos pueblos la vida es como una ruleta rusa: todo se echa a la suerte.

Las escuelas son otro cantar. Los hijos de Freddy no han venido a estudiar hoy, martes, porque deben trabajar en la chacra, sembrando maíz. Los niveles de deserción escolar en este lugar son altos, advierte el director de la Ugel de La Convención, Agustín Aquino. Y de la secundaria ni hablar –agrega apresurado–. Solo la mitad de todos los nativos de Incaree y Alto Lagunas continúan la secundaria, en Kiteni, Coribeni, u otros lugares. El resto se queda en la chacra o busca trabajo, en lo que sea. Cuando finaliza pienso en Adán y sus hermanitos, que podrían ser –quién sabe– grandes ingenieros o arquitectos, quizá profesores bilingües.

—Porque hay chicos con muchas habilidades: pintan, diseñan, crean, pero no tienen oportunidades– explica el profesor Félix Cuba, de la escuela de Incaree. Lamentablemente, la secundaria cuesta. Acá no hay. Tienen que ir a Yuveni, Coribeni, y pagar un internado, comida, pasajes.

Él, como el director de la escuela, es un héroe. Héroe porque gana 1.200 soles mensuales (343 euros) y no desiste. Porque no recibe ningún bono especial, por estar en una zona de emergencia, vecina del Vraem. Héroe porque vive en la misma escuela, en un cuartucho reducido, y come todos los días lo mismo: atún con arroz. Porque no ve a su familia, sino una vez al mes. Porque –pese a todo eso junto– aún tiene ganas de enseñar, de reclamar que –por Dios– alguien se acuerde de ellos. De ellos, que también son peruanos, como sus alumnos. 

Peruanos de un pedacito de nuestro país que descubrimos –todos, y me incluyo – el año pasado, en medio de balas y terror. Un rincón que pertenece al lugar más rico del Perú: por el gas de Camisea el distrito de Echarate recibe más de 350 millones anuales de soles (100 millones de euros). Es cierto, y lo comprobé en este viaje: se ha construido una carretera, la luz pronto llegará, así como los baños decentes, pero –como me dice Freddy, antes de que me vaya– que no sea la respuesta a una noticia. Que sea un abrazo sincero, un gesto honesto hacia nuestra gente, hacia nuestros hermanos.

 

 

 

Ralph Zapata Ruiz estudió Periodismo en la Universidad de Piura. Desde hace cinco años trabaja en el diario El Comercio de Perú. Actualmente es corresponsal en Cusco. El año pasado entrevistó al camarada Gabriel, cuarto mando militar del grupo terrorista Sendero Luminoso. Le fascinan, además, las historias vinculadas a la selva peruana. En Twitter: @ralphzapata

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