Paso ante ella con frecuencia, casi siempre como alma que lleva el diablo, aunque finja escuchar el canto de los pájaros y contemplar el amanecer de los árboles. Una vez por su espalda, otra vez por delante. Como si con los pies dibujara la doble hélice sobre el polvo del camino. Pero nunca me he parado a preguntarle qué libro está leyendo, qué hace cuando la noche cae sobre el parque, qué le dicen los lectores que frecuentan los bancos en derredor, qué le ha hecho dejar por un momento la lectura, en qué pasaje, qué está pensando ahora que la piedra parece haberle dejado un respiro, un descanso en la intensidad que suelen adoptar las estatuas cuando las miramos. Como si el escultor hubiera decidido que ya era suficiente. ¿Cuándo lo es? ¿Cuándo hay que poner el punto final, dar la última pincelada, pegar el último martillazo? No aúllo, no mastico una pregunta, no le digo nunca nada, aunque lo piense, aunque siempre, inveteradamente, la mire como si ella estuviera esperando esa palabra que nunca ha llegado siquiera a formarse en mi lengua. La lectora es la naturaleza. Piedra legible.
Foto: Corina Arranz