Podría haber sucedido antes, pero lo cierto es que ha pasado cuando la Love Parade había dejado de ser una manifestación ingenua y fascinante de la nueva cultura techno para convertirse en una franquicia comercial.
La Love Parade nació en el convulso Berlín post-muro, allá por 1989. La desorganizaban una serie de personajes liderados aún por un DJ visionario, Dr. Motte, cuyo cumpleaños se celebraba. Este hombre, médico de estudios y que bebía su propia orina -reducida a un 15%- como método profiláctico, inventó un lema bastante genial para poder registrar la Love Parade como manifestación política, forma más sencilla de lograr permisos para desfilar por la calle y no pagar la recogida de basuras. Dicho lema era Friede, Freude, Eierkuchen! -¡Paz, Alegría y Bollitos!-, una expresión alemana que normalmente significa Todo va bien, sigamos, pero aquí se transformaba en Paz = Desarme, Alegría = Entendimiento de los pueblos a través de la (nueva) música electrónica y Bollitos = una producción justa de alimentos para todo el mundo.
Ha de recordarse que estamos en Alemania y en plena revolución de la música electrónica. Esto, que en ciudades como Detroit, Chicago o incluso Manchester o Ámsterdam tenía un carácter puramente lúdico, encontraría en Berlín, Frankfurt o Colonia una argumentación teórica más profunda. No se trataba solo de manifestarse por la Kurfürstendamm a las 3 de la tarde un fin de semana de julio para luego seguir bailando durante toda la noche. Se buscaba la hermandad universal bajo lemas sucesivos como My House Is Your House And Your House Is Mine o expresiones como Technosociety, se podía refutar la estética de Kant partiendo de un análisis filosófico del loopy, se apostaba por prácticas artísticas multimediales que convertían lo que en otros lugares podía ser una simple fiesta en manifestaciones artísticas de nuevo cuño.
A la primera Love Parade, con un equipo de sonido aupado en una furgoneta VW, asistieron unas 500 personas. El salto adelante se produjo en 1991, no tanto por el número de manifestantes -unos 3.000- sino por el hecho de que habían acudido representantes de muchas otras ciudades alemanas y de otros lugares de Europa. Era bastante gracioso ver las caras de los muy burgueses parroquianos de la Ku’Damm cuando pasaban frente a ellos unos cuantos camiones con sound systems, emitiendo techno-house a un volumen brutal, y a una cohorte de gentes, probablemente algo puestas y en paños de lo más menor, ofreciendo una imagen mezcla de flower power y revolución tecnológico-cultural que, resultaba evidente, lograba asustar a los biempensantes eternos.
La Love Parade representaba el Big-Bang de lo que ya se venía cociendo desde hacía unos años y se diferenciaría con rapidez en manifestaciones extremadamente duras y políticas, como el digital hardcore de Atari Teenage Riot o EC8OR, el minimalismo de Raster Noton, la inmersión en un dub ultra-electrónico de Chain Reaction, la transformación del club-bar en instalaciones arquitectónicas multimediales como la Praxis del Dr. McCoy o la acumulación conceptual de objetos electrónicos de la RDA en el Glowing Pickle. Sin embargo, y aunque el movimiento centrípeto era el realmente interesante y el que mayor influencia artística e intelectual ha tenido, el común denominador de la juerga iba atrayendo cada vez más gente. Mediáticamente, el evento era un chollo, todo colorido, ruido y jarana en la recuperada capital alemana, y el proceso de espectacularización era tan irrefrenable como que ya en 1995 se juntaron 500.000 personas.
Por el simple número de la muchedumbre y su reflejo, lo que había comenzado como una utopía provisional iba a acabar en una distopia persistente. Los organizadores originales, ya no tan amigos, no podían lidiar con un evento elefantiásico que en 1999 contó con más de 1,5 millones de personas -todas estas cifras, aunque de fuente policial, es conveniente rebajarlas un poco-. La Love Parade fue hacia abajo, se suspendió un par de años y finalmente se vendió la marca a una cadena de gimnasios, cuyo interés era pasear el evento por todas partes como una pura actividad promocional.
El desastre de Duisburgo iba a suceder tarde o temprano. Más que nada porque la Love Parade se había convertido en un evento desalmado -sí, sin alma- disfrazado de un todo vale que quería ser posmoderno y se queda en liberal de toda la vida. Es tristeza sobre tristeza que una fiesta de cumpleaños generosamente volcada hacia el mundo acabe con unas muertes. Y tener que escuchar encima la hipocresía de “No se volverá a hacer la Love Parade”. La culpa no la tienen ni la Love Parade ni los San Fermines, sino quienes ponen en peligro a las personas para su propio beneficio. Aunque en realidad, la Love Parade había muerto hace mucho y esto era solo su macabra exhumación.