Lo que más me gustó de Salvados fueron los títulos de crédito. Y no es la primera vez. Salvados me parece, sobre todo, una buena colección de trucos (como los de una canción pop), algunos incluso estupendos. El del Kurdistán fue como ver volar a David Copperfield, aunque en realidad era Carles Puigdemont. Lo mejor fue el inicio, siempre tan cinematográfico. Ese palacio medieval casi vacío y desierto presentado por un violonchelo. La penumbra y el silencio donde luego Carles fue a la vez el mobiliario añoso y el quejido de la cuerda. Como si fuera el único habitante de un lugar ignoto.
Dijeron más esos títulos en pocos minutos que luego el president en una hora, donde las sombras apenas permitían distinguir su traje y su corbata donde hubiera cabido un jubón. Toda la Edad Media cayéndole encima a Puigdemont por el hueco de una aspillera y por boca de Évole, convertido en enviado especial de una inquisición guay. Évole puede ser el inquisidor y el bufón. Su equidistancia calculada, virtuosísima, le permite pasar de un lado a otro con soltura en función del tiempo, del clima. Tiene buen olfato. Puede hasta fotografiarse abrazado a Otegui, lo cual muestra una versatilidad sin límites.
Ayer pudo haber sido al mismo tiempo el inquisidor y el bufón, el follonero (lo fue, relativamente, siempre relativamente, por ejemplo, con Rajoy), pero todo el espacio reservado a éste último, al bufón, lo ocupó con autoridad Puigdemont. Del cruasán a la obediencia al parlamento catalán sonaron todos sus cascabeles. Lo vimos dar la vuelta entre impensables pero ya conocidas cabriolas varias veces, un ejercicio intenso por el cual se bebía los vasos de agua con avidez, uno tras otro, del tirón.
Igual fue porque el pícaro Évole le había servido antes de la entrevista, qué sé yo, unos torreznos de Soria bien sal(v)ados para después ofrecer de él esa imagen de sediento. Aunque yo me inclino por lo que ya me incliné aquí respecto de Forcadell: cualquiera hubiese dicho que era uno de esos profesores poseídos por los extraterrestres de The Faculty que bebían agua sin cesar para mantenerse vivos.
Lo que al final parecía Puigdemont, gracias sobre todo a los títulos de crédito, era un benedictino temeroso y fanático, como los de El nombre de la rosa, resistiéndose al borde del llanto ante sus pecados con una dignidad ridícula. Évole convertido en un Bernardo Gui de los hechos probados (también trucados), mientras el pecador se escudaba en la doctrina de su iglesia. Es la historia del revés, como la que cuentan los separatistas de Cataluña, que ya nos habían ido contando y nos contarán mejor en otros sitios que en Salvados, pero sin la sordidez y el espectáculo.