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El recién renovado Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA): la lógica de la democracia cultural

El recién reformado Museo del Arte Moderno de Nueva York (MoMA) acaba de abrir sus puertas a una creciente población de visitantes interesados en experimentar la notable profundidad de las posesiones artísticas de la institución del siglo XX en adelante. Este artículo procede de Estados Unidos, no de Europa, donde quizá haya habido cierto intento de mantener viva la consciencia histórica del arte. Sin embargo, desde hace algún tiempo, el MoMA ha tomado la –esperanzadora– iniciativa de crear un mundo libre de jerarquías visuales. Las renovaciones son un caro intento de hacerlo, pero tal vez las complejidades innatas del modernismo y sus hijos sean tales que el impulso, por generoso que parezca, parece condenado a fracasar como ejemplo de democracia cultural. Nadie tiene la culpa de esto. Es casi imposible descartar el deseo de acabar con el imperialismo cultural, especialmente en Estados Unidos, donde nuestro afán de conquista y acaparamiento de botines –entre ellos las posesiones visuales– es fruto de un régimen económico que lleva vivo mucho más tiempo del necesario. Aunque, por desgracia, ese esfuerzo pueda nacer muerto, en el sentido de que, aunque el volumen del público del arte no ha hecho más que crecer desde 1900, no significa que hayamos mejorado la comprensión y percepción de quienes llenan las salas del MoMA. ¿Qué se puede hacer frente a la obra artística, en especial la de las últimas dos generaciones, cuyo proceder es tan indirecto que obliga incluso a los profesionales del mundo del arte a hacer unas afirmaciones que se caracterizan por ser abstrusas?

Para empezar, la práctica de la metáfora visual ya no se considera válida. El actual arte político estadounidense es tan transparente como desnudo en términos imagísticos. Esto contribuye a la franqueza de lo que queremos ver, pero, aún así, nuestra presentación suele ser oscura, y requerir ensayos como este que expliquen la práctica artística a un público documentado. Esto es problemático en grado sumo, por dos motivos. El primero es que el significado del arte no se comunica necesariamente a un grupo mayor de espectadores: solo fingimos que se hace. El segundo es que, en realidad, la destrucción de las jerarquías –entre los niveles llamados alto, medio y bajo– puede ser contraproducente al colocar la sutileza y la distinción en un lugar sin importancia. Lo que la gente quiere ahora del arte es entretenerse, y aunque ese deseo no tiene nada de malo, el entretenimiento no es edificación, lo cual es el objetivo del arte anterior. Así, Jeff Koons, el actual ídolo del mundo del arte estadounidense, que cobra decenas de millones de dólares por sus apropiaciones escultóricas de la cultura popular internacional, tituló una serie pictórica Easyfun Ethereal (Facildiversión-etérea, 2001). Obviamente, su reconocimiento se basa en un populismo con el que a uno le costaría discrepar, al menos en un nivel económico.

Pero, a pesar del puro afán monetario de Estados Unidos, el dinero no lo es todo, pero, cada vez más, parece que lo sea. Debemos recordar que el MoMA está en el oeste de la calle 53, entre las avenidas Quinta y Sexta, seguramente uno de nuestros emplazamientos más caros. Y, sin el carné de miembro, estudiante o tercera edad, cuesta 25 dólares entrar al museo. Es un lugar caro de visitar, especialmente cuando estamos a punto de entrar a unas salas y espacios expresamente modificados para liberarlos de cualquier ambiente que se asemeje a la exclusividad social. De modo que, quizá desde el principio, hubo una desconexión social entre lo que esperábamos y las realidades económicas de la presente vida visual (recordemos que el Met Breuer, establecido en el antiguo Whitney Museum, en la calle 75 con la avenida Madison, otro barrio caro, cierra porque simplemente no recibe el número suficiente de visitas). Estados Unidos está ahora en una tesitura donde la necesidad de una cultura jerárquicamente uniforme se ha impuesto en todas partes, alimentada por la corrección política, mantenida por los guardianes de la pureza ideológica que insisten en la homogeneidad del enfoque artístico y no prestan atención a la economía de una sociedad donde la jerarquía se matiza de forma exquisita y hay gente que gana más de 25.000 dólares a la hora. Pero es inútil insistir en este punto, porque el arte siempre ha sido caro, y normalmente ha requerido de una organización social donde haya suficiente dinero para financiar el tiempo y el pensamiento libres del artista.

Lo cierto es que el mundo artístico de Nueva York está fuertemente limitado por una falta de apoyo económico y un gigantesco egotismo, los cuales gobiernan nuestra forma de interactuar en las escuelas de arte, las galerías, los museos y entre nosotros mismos. Parte de esta renovación se debe a un exceso de profesionalización del arte. En Estados Unidos, estudiar y vivir en una escuela de arte cuesta normalmente unos 70.000 dólares o más, y está produciendo cientos de artistas jóvenes profundamente endeudados que carecen de habilidades para ganar dinero. Por supuesto, la gente va a Nueva York desde lugares lejanos para participar de la genuina emoción que pueden generar el museo y las galerías (no siempre caras) de la ciudad. Pero detrás de esa emoción hay una demanda política más profunda: la creación de una cultura que no haga una referencia consciente a las diferencias –económicas o sociales– entre el público, si no es en los artistas que hacen el arte. Se debe recordar que las artes plásticas las realizaban artistas pobres, en especial desde los tiempos de una inspirada bohemia anterior, como se puede ver en la obra de los expresionistas abstractos, cuyos ejemplos de pinturas ha recopilado el MoMA mejor que bien. Pero, aunque el principio declarado de esta renovación sea eliminar divisiones visuales y sociales en los espacios del museo, no deja de ser cierto que la brecha entre la obra y el espectador es más amplia que nunca, casi totalmente por motivos económicos.

Para ver realmente el nuevo trabajo que está haciendo la gran comunidad internacional de aquí hemos de volver a ser aficionados, en el sentido de que nuestra proximidad a un arte valorado en cientos de millones de dólares profesionaliza en exceso al artista, al arte y al espectador. De pronto, en la realidad de tanto valor económico, la obra y la persona cobran importancia en sentido social (me refiero a sus contribuciones a la economía del arte, valoradas en miles de millones de dólares anuales). De hecho, que el MoMA se haya reorganizado para mostrar sus exposiciones con imágenes creadas en los años setenta activa su esperanza de que las artes plásticas puedan volver a sus orígenes antisistema. Y recordemos que gran parte del valiosísimo arte del MoMA tiene que ver con una actitud que roza la revuelta, o al menos una evasión de las convenciones. Nuestro énfasis en la apertura y la libertad de discurso es loable, pero tiene un precio, no solo metafísico. El arte contemporáneo, como cualquier otro arte antes que él, espera impulsarse por medio de su independencia, tanto económica como visual. Pero como crisol de nuevas culturas, Estados Unidos puede resultar extraño. A diferencia de España, donde se publicará este ensayo, Estados Unidos se enorgullece de su mezcla de capitalismo desenfrenado y un código estricto, casi draconiano, en relación con la democracia y la cultura visual. Con el paso del tiempo, es cada vez más evidente que la fusión es en realidad una oposición, la cual no puede resolver la división intrínseca entre una economía libertaria y una producción cultural fuertemente regulada. La democratización de la cultura en el MoMA, basada en una internacionalización bastante simplista del arte –o de los artistas– en sus paredes, da como resultado una presentación muy extraña, donde todos se parecen a todos, al margen de su procedencia.

En cuanto al propio arte, en la segunda planta, transformada, donde se exponen las obras desde 1970 hasta el presente, las contribuciones fueron también definidas por la marginalidad de los creadores en un sentido social, ya que eran indicativas de una tradición cultural mundial que abrazaba la particularidad erótica, racial y de género. La obra de Wu Tsang, cineasta transexual, se pudo ver en la película mostrada en una pequeña videogalería. El dinámico vídeo, con bailarines contemporáneos cuyos elegantes movimientos trascendían las palabras e, igualmente, la incómoda descripción, se basa en una danza ya consolidada y la tradición vanguardista mediada por la imagen en movimiento. Era muy potente y hermoso, y acaso tremendamente enigmático. Los pintores negros Jack Whitten y Mark Bradford también estaban representados, evidenciando las mezclas de destreza técnica y adherencia a la cultura negra –la obra de Bradford era un homenaje visual al cantante pop James Brown–, características de buena parte del actual arte afroestadounidense. La pintura en blanco y negro de Christopher Wool sigue demostrando que la lírica abstracta puede llegar más lejos. Una sala estaba dedicada a cuatro esculturas de Richard Serra, consistentes cada una en dos cubos no del todo coincidentes por su tamaño, lo que demostró que la base modernista del MoMA no puede extinguirse sin más. También se han expuesto a artistas alemanes, como Martin Kippenberger, polacos y sudamericanos, entre ellos Eugenion Dittborn. El internacionalismo fue al principio emocionante y después un poco confuso: ¿dónde terminó una cultura y dónde empezó la otra? A la luz del emparejamiento constante de artistas de orígenes geográficos tan distantes en espacios muy cercanos entre sí, el público solo puede reflexionar sobre las conexiones que las revistas e internet han hecho más cercanas, de modo que nuestra cultura artística se ha convertido en una genuina cultura mundial (¿lo ha hecho?).

Surgen dos preguntas frente a este cambio. La primera es si nos estamos convirtiendo en una monocultura, donde las ansiedades de la identidad privada se han superpuesto a las ansiedades de la historia pública; la segunda es, si en efecto ha sucedido esto: ¿se han traducido esos cambios realizados por los artistas en una obra inspirada? En algunos aspectos, parece casi como si todo el arte contemporáneo hubiera sido deshistorizado a favor de la elaboración de una identificación de los atributos del artista, pero esto está peligrosamente limitado a la investigación personal, que a menudo se vuelve sumamente narcisista. Un café del arte mundial puede ser divertido, pero es fácil que carezca de profundidad y, por lo tanto, nuestra dependencia de la cultura, junto con una vanguardia permanente, a menudo a sueldo de la universidad (al menos en Estados Unidos). Es fácil minar la autoestima de los artistas jóvenes, tan decididos a cambiar cómo hacemos las cosas, pero hay que admitir que, en las obras recientes de la segunda planta del museo, uno tiene la sensación de que la dirección ha cambiado hacia un presente permanente, liberado de la historia y guiado, sobre todo, por el cuerpo y el deseo. En cierto modo, los artistas están diciendo: “Esto es todo lo que de verdad sabemos, así que, ¿por qué deberíamos traer a colación el pasado?”.

Es un argumento difícil de refutar porque se basa en una existencia física, en una realidad lo suficientemente difícil para generar una estética plausible. Pero, al mismo tiempo, es imposible crear una cultura solo desde un contexto privado, en gran parte porque la cultura no va a ningún sitio cuando insiste en la neutralidad y en un aquí y ahora infinitos. Si lo pensamos, el concepto de únicamente el presente en el arte es un territorio desconocido que se está explorando con demasiada rapidez. De modo que inventamos otros presentes para acompañar al anterior al nuestro, generando inevitablemente una sensación de tiempo pasado e historia. No hay forma de eludir lo que nos precedió, incluso cuando es radical y ahistórico, una expansión que experimentamos en las imágenes del arte de Wu Tsang, basada en anteriores investigaciones videográficas. Lo que se necesita, entonces, más que cualquier otra cosa, es una sensación de continuidad, que es exactamente con lo que ha intentado acabar la vanguardia durante un siglo. Pero sin la continuidad solo tenemos una serie de paradas, puntos finales que no miran hacia adelante ni hacia atrás. Para compensar la insuficiencia de este tipo de pensamiento, y para adornar las grandes cantidades de dinero que lo respaldan, los artistas han sustituido la autoabsorción de la vanidad como sostén emocional.

Aún así, todos los artistas necesitan un público, lo que acaba intrínsecamente con la idea de una estética por completo ensimismada. Y los artistas también necesitan grandes espacios para exponer a fin de convencer al resto del mundo de su fuerte contribución a la cultura. El público paga el coste del espacio, que no resulta barato en la calle 53. Como muy pocas personas, críticos o artistas, están dispuestas a decirlo, conlleva una gran cantidad de abstracción: el artista es abstracto, el arte es abstracto y el dinero necesario para financiar ambos también es abstracto. Se da esa abstracción porque nada es real salvo las condiciones políticas que algunos de los artistas más sinceros están intentando abordar (la mayoría de los artistas no lo son). Para compensar las complejidades de la experiencia y la interpretación que nos encontramos cuando las circunstancias del arte son casi más importantes que el propio arte, nos vemos atrapados en el populismo y en el actual intento de aumentar el número de espectadores, un entorno económico que va más allá de lo estrictamente elitista. Difícilmente se puede culpar al MoMA de intentarlo, y en el arte reciente ha habido algunos éxitos notables. Pero el problema del derecho inherente del artista y la necesidad cada vez mayor del apoyo financiero no va a desaparecer. Gran parte de la obra se realiza a propósito para el museo; es difícil comprar a nivel privado. Además, si observamos las geografías económicas, el imperio económico que rodea al MoMA por los cuatro costados en el centro de la ciudad, y dados los precios hinchados de buena parte del arte contemporáneo, lo único que podemos hacer es hablar tranquilamente de la falta de legitimidad que sostiene su inmensa operación. Las artes plásticas contemporáneas valen ahora más dinero de lo concebible, y ninguna revisión de aquellos considerados grandes hará mella en las finanzas. Pero seguimos intentando reelaborar visiones críticas de lo nuevo. Por muy bienintencionado que pueda ser el MoMA en su tratamiento de las obras marginadas, el nuevo canon que está estableciendo será igual de vulnerable en una generación o dos, y pasará de moda como ahora lo está el arte anterior a 1970.

Traducción: Verónica Puertollano

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