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AcordeónEl refugiado desconocido

El refugiado desconocido

 

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El mundo árabe está revoltoso. Todo empezó en Túnez, con Mohammed Bouazizi, un frutero que se prendió fuego en protesta por un asunto de licencias de venta ambulante. Al entonces presidente Ben Ali le dio tiempo a ir al hospital a hacerse una foto con el chaval. Sin embargo no tuvo tiempo de ir a su funeral. Poco después estaba depuesto, impotente ante las protestas populares que reclaman un sistema democrático y en definitiva, un mundo real que se parezca un poco más al mundo de Facebook en el que viven los jóvenes de todo el mundo. Esta parece ser la seña de identidad de todo este asunto. Empieza a resultar imposible controlar los flujos de información. Ya se sabe, la información es poder.

       Después vino la Plaza de Tahrir en El Cairo. El faraón Mubarak aguantó lo que pudo, pero también acabó yéndose. Todavía no está claro si el ejército egipcio es el garante de la revolución o si la ha secuestrado. Aún no ha terminado toda esta fiesta. Estamos al principio del baile.

       Al hilo de lo ocurrido en estos dos países, más lo de Bahréin, Yemen y Siria y los conatos en Jordania, Marruecos, Argelia e Irak, en Libia se ha montado una verdadera revolución. Parte de la población se levanta en armas contra el majadero Coronel Gadafi, que lleva en el poder más tiempo que estuvo Franco, con quien se ha comparado en alguna ocasión, y que se ha ido convirtiendo poco a poco en la caricatura de una loca caprichosa y aficionada a los explosivos a quien las potencias occidentales han bailado el agua, no por el interés, sino por el capital: millones de barriles de oro negro tras los que lleva parapetado el líder libio desde antes de que naciera quien escribe.

       Así que esto es la guerra. Los rebeldes, mal organizados, mal armados, pero con mucho apoyo popular sobre todo en el Este del país, se hacen con Bengasi, ciudad clave, y consiguen poner en apuros a Gadafi, quien se repliega tácticamente y prepara su contraofensiva. Reuniones de la OTAN, de la ONU, de la UE y de todas las otras siglas que significan cosas más importantes que las que son capaces de hacer. Lo que debía haber sido una revuelta victoriosa parece estar convirtiéndose en una correosa guerra en toda regla con todo lo que ello implica. Y lo primero que ha implicado es que miles de trabajadores extranjeros que hacían posible que un país despoblado como Libia funcionase, han sido expulsados. Unos huyeron a Egipto, otros a Túnez. Egipcios bengalíes, sudaneses, chadianos, malienses, ghaneses, somalíes, eritreos y otras muchas nacionalidades fueron sacados de sus casas o bien por el ejército libio o bien por los rebeldes y escapar de noche en busca de refugio. Los extranjeros ya no eran bienvenidos. “Váyanse de Libia, que tenemos una guerra que hacer”. A río revuelto, ganancia de bandoleros. Tanto el ejército regular como la policía y los propios rebeldes se sintieron autorizados para quitarles a los trabajadores todo el dinero que levaban encima. En muchos casos, los ahorros de varios años de trabajo. También les sustrajeron los ordenadores portátiles y los teléfonos móviles. “Cuando hayan vaciado sus bolsillos, no olviden cerrar la puerta al salir”.

       Además salieron a relucir las viejas rencillas entre los libios y sus vecinos sudaneses y chadianos. Los conflictos de los 70 dejaron muchas heridas y ganas de revancha. Y empieza la caza al negro. Los rebeldes y la gente de la calle acusan a los subsaharianos de ser mercenarios al servicio del sanguinario de la jaima. Muchos de ellos ya habían pasado por prisión, pero ahora son directamente un objetivo. Varios miles son ciudadanos libios que por lo tanto tienen que cumplir un servicio militar. El hecho de que lleven un uniforme es la prueba definitiva de que son mercenarios. A esta legión de desahuciados se les unen los miles de empleados de Bangladesh que son abandonados a su suerte por sus empresas. Soldadores, albañiles, electricista. Miles de empleados en régimen de semiesclavitud a quienes deben varios meses si no años de salario y cuyos gobiernos no tienen los medios mínimos con los que hacerse cargo de ellos. La frontera libio-tunecina de Ras Ajdir se convierte en la gatera por la que salen, como pueden. De la noche a la mañana pasan de ser unos desgraciados a ser unos desgraciados en medio de ningún lugar. Con los pasaportes entre los dientes y después de algunos días hacinados a las puertas de Túnez, van cruzando poco a poco, envueltos en mantas y plásticos, los testigos molestos de la guerra civil libia.

       En el lado tunecino les reciben con los brazos abiertos. Como los primeros que llegan son egipcios, los recién revolucionados tunecinos se sienten obligados y encantados de arrimar el hombro para dar de comer a sus hermanos de la Plaza de Tahrir. Cuando los hermanos egipcios empiezan a ser sustituidos por desconocidos bengalíes e incluso sospechosos sudaneses, los tunecinos no aflojan. Impulsados por el entusiasmo de la proyección de una imagen internacional renovada, progresista y democrática, siguen llevando toneladas de mantas, colchones, agua, apoyo logístico y kilómetros de cable eléctrico a lo que empieza a conocerse como el campo de Choucha. El Ejército se comporta de manera impecable. Ese ejército que presume de haber permitido e incluso amparado a los revolucionarios internos, quiere mostrarse como un ejército moderno, un ejército de los que actúan como ONG , al estilo europeo.

 

 

       La ONU tarda un poquito, pero en seguida aparecen las primeras tiendas de campaña de última generación, marcadas con el legendario anagrama de UNCHR (ACNUR). Dos cooperantes enseñan a toda velocidad a los recién llegados cómo hay que montarlas. Una tienda para cada 10 personas. Una vez instalada hay que ponerse a ayudar a los siguientes. Las excavadoras tunecinas allanan el terreno, un Humvee del ejército distribuye las tiendas. En la otra punta, cerca del puesto de mando del ejército, donde también se encuentra la sede central de la Luna Creciente Roja, se forman las primeras filas para repartir el desayuno. Y la cena. Y la comida. Durante los primeros días sólo se distribuye agua embotellada. Los bengalíes la usan, para enfado de los demás refugiados, para ducharse constantemente. El campo de Choucha durante casi una semana es un ejemplo de cómo debe de funcionar un campo de refugiados. Colas ordenadas; “pase, por favor”, “espere un momento”, sonrisas y buenos modales. Los militares están encantados de que la prensa fotografíe su actitud ejemplar. Hay un día en el que coinciden cerca de 30 fotógrafos y media docena de equipos TV, además de reporteros de prensa escrita, que pasan más desapercibidos.

       Pero cunde la inquietud y los refugiados egipcios son los primeros a manifestarse frente a la prensa internacional, urgiendo a una rápida repatriación. El miedo a que el campo se cronifique hace que se propaguen los rumores de abandono. Hay suficientes casos de campos de refugiados provisionales que llevan funcionando 30 años como para olvidarlo. El caso de los refugiados saharauis está presente. Además de pedir a gritos una solución a su problema, gritan “gracias Túnez!”. Es un sincero agradecimiento por el esfuerzo, al tiempo que una manera de asegurarse de que la ayuda no decae. Mientras los tunecinos sientan que están dando buena imagen, no dejarán de llegar latas de atún y botellas de agua.

       Los bengalíes, de naturaleza más pacíficos no se manifiestan ni arman jaleo. Se limitan a hacer cola por la comida 24 horas al día. En cuanto han comido, están de nuevo en la cola. Y es natural, porque hay que esperar hasta 3 horas para conseguir una ración de comida. No faltan los suministros, pero falta la gente para distribuirlos. Empieza a llegar ayuda humanitaria de todos los lugares del mundo y el ejército tunecino empieza a dar algunas muestras de cansancio. A veces hay altercados. Los refugiados subsaharianos son alojados en una zona algo alejada de los demás. Las relaciones entre los flemáticos asiáticos y los sanguíneos nigerianos no siempre son fáciles. Se acusa a los bengalíes de impedir que los de otras nacionalidades consigan sus raciones tranquilamente. Una acusación inverosímil y de hecho, falsa. Los nigerianos se lamentan de que la comida que se les entrega no es apta para sus cuerpos de titanes, que requieren más cantidad de proteína y menos pan. Además exigen especias picantes.

       Pasan los días y el asunto de las letrinas empieza a ser un problema. Al principio los refugiados se apartaban unos metros para hacer sus necesidades, pero según se ha ido ampliando el campo, ha sido necesario cavar zanjas y después instalar letrinas propiamente dichas. Hay ONG que se dedican casi exclusivamente a eso. Lo que era un campo ejemplar con tiendas de campaña impolutamente blancas, se convierte rápidamente en un campamento en el que ya hay más tiendas estilo canadiense, sin suelo, mucho más antiguas, recicladas de otras emergencias. Un síntoma evidente de que las previsiones han sido superadas. La basura abunda por todos lados, ya no es posible pisar arena limpia. Ir descalzo es un peligro por la cantidad de tapas de latas que hay en el suelo. Ya hay menos fotógrafos. Se relaja el orden y surge un mercado de cambio de divisas a la entrada del recinto. Todos los que habitan en el campo de Choucha tienen la esperanza de marcharse pronto, así que van a necesitar dinero. Dólares o euros. Muchos sueñan con ir a Noruega o EEUU, así que están dispuestos a aceptar los abusos de los cambistas de Ben Garden, la única ciudad cercana, con tal de llevar los preciosos papeles de colores. Y ¿de dónde sacan el dinero los refugiados? Trabajan para las ONG cavando letrinas, cargando y descargando material… se crea un sistema social y económico estándar.

       Como es difícil y largo conseguir comida de las ayudas internacionales, los refugiados se abastecen en los puestos de un mercadillo improvisado que los militares toleran, cerca de donde están los cambistas. Se pueden comprar frutas y hortalizas frescas, champú, refrescos y hasta material electrónico. Ya no se pueden hacer fotos ahí. Ningún militar quiere aparecer mientras ojea relojes o películas en DVD. Los mercaderes no quieren ser retratados mientras hacen negocio sobre la necesidad de los refugiados. Saben que eso no da precisamente una buena imagen. Todavía son conscientes de la repercusión de las fotos en la prensa internacional y no quieren ensuciar la imagen de pueblo generoso que han ido forjando en las semanas previas. Pero Túnez no es un país rico. En Ben Garden no hay nada. No hay industria de ningún tipo. No hay turismo. Sólo hay una frontera, de manera que en realidad no están haciendo más que lo que hacen de costumbre: cambiar dinero y comerciar.

 

 

       Algunos refugiados son repatriados muy rápido. Los egipcios, junto a los vietnamitas y filipinos, son los primeros en partir de ahí. Son los que tienen a dónde ir. Pero en Choucha hay miles de personas que acabaron en Libia porque no les quedaba ningún otro sito donde intentar ganarse la vida decentemente. Ningún nigeriano quiere volver a Nigeria. Los del Chad sienten que no serán bien recibidos en su tierra de origen, porque son descendientes de colaboracionistas con los libios. Los somalíes saben que en Oslo hay una gran comunidad a la que pueden unirse. Saben que ya no son tan bienvenidos, pero apelan a las leyes de reunificación familiar y todos parecen tener hermanos, padre o hijos en algún lugar atractivo. Los bengalíes no lo tienen tan claro. A su gobierno le cuesta más que a otros gastarse el dinero en traer a emigrantes de nuevo a casa, en un país superpoblado en el que hay una tasa de pobreza absoluta que asusta.

       Los testimonios de los refugiados son terroríficos. Muchos han pasado por la cárcel; casi todos han sido desvalijados, algunos estaban en Libia después de haber peregrinado durante años buscando un lugar en el que echar raíces. Los refugiados no son, como a veces creemos, gente que acepta su fatídico destino con santa resignación. Son personas normales. Más pobres, pero casi igual de informadas que cualquier otro. Saben que no es normal que estén tirados en medio de la nada comiendo de la caridad. Saben que no es justo que tengan que vestirse con la ropa que no quieren ni los pobres de Europa. Son perfectamente conscientes de que el orden actual de las cosas no es el orden natural de las cosas. Es un orden caótico e injusto que les convierte en mendigos. Se avergüenzan de tener que hacer cola para comer. Se avergüenzan de tener que hacer sus necesidades y ducharse en público. Odian estar en un campamento en el que son tratados con respeto, pero de modo completamente impersonal. Los refugiados no pueden comprender que en el mundo desarrollado no estemos dispuestos a acogerles. A ellos, que están dispuestos a aceptar trabajos y condiciones que cualquiera de nosotros denunciaría a la policía. Y a pesar de eso, mantienen la calma. Mantienen las formas y educadamente piden, imploran, que les echemos una mano. Nos recuerdan que si están ahí es porque no se rindieron, porque salieron de sus países en busca de una vida mejor que merecen, igual que cualquier otro.

       En Ras Ajdir podemos verle la cara al Refugiado Desconocido. Podemos ver miles de caras de refugiados y conocerlos. Tratar de escuchar su historia y hacer los cambios necesarios para que lleguemos a la convicción de que las cosas no son como deben ser. Las cosas son como son, hasta que dejan de serlo. Así lo creyó Mohammed Bouazizi y así está ocurriendo.

 


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