El austríaco Stefan Zweig es un escritor esencial en la literatura del siglo XX europeo. Pacifista a ultranza, pensaba que solo una Europa unida triunfaría sobre los totalitarismos. Abatido por la guerra, su exilio en América simbolizó el fracaso de un continente desgarrado por el fanatismo y la irracionalidad.
Las circunstancias históricas y personales de los escritores moldean sus obras. Ningún artesano de las letras escapa a su entorno ni puede abstraerse de las peculiaridades que rodean su vida. La creatividad de un escritor está siempre vinculada con el tipo de relación que establezca con lo que le sucede. Stefan Zweig nació en 1881 en Viena, entonces capital del imperio austro-húngaro. Miembro de una próspera familia judía asimilada, desde joven se vinculó emocional e intelectualmente a la cultura europea. Había crecido en el ambiente pleno de vitalidad de una Europa cosmopolita. Sin embargo, pronto descubrió que aquella ilusión de progreso, de prosperidad y de bienestar había desaparecido.
Su obra, traducida a más de cincuenta lenguas, constituye un perfecto vaivén entre la alegría y el desencanto. En ella destaca una fe profunda en el poder de las ideas y también el dolor frente a la violencia que arrasa con toda racionalidad. Cada uno de sus personajes libra una lucha interior entre ceder a los instintos más miserables del hombre o trabajar por la unión, la paz y la solidaridad entre hermanos.
Los libros de Zweig se vendían como se vende el pan caliente. Implacable observador de la realidad política y social de su tiempo, le preguntaron en una entrevista a qué atribuía semejante éxito: “El inesperado éxito de mis libros proviene, según creo y en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual”.
En 1901 alcanzó el grado de doctor en Filosofía por la Universidad de Viena y durante la Primera Guerra Mundial prestó servicio a su país como empleado en la Oficina de Guerra. En ese tiempo cultivó su amor por la poesía, especialmente por la de Rainer Maria Rilke. Trabajó como corresponsal en Suiza y escribió en algunos periódicos de Hungría.
De aquella época es Jeremías, su primera obra de teatro, un texto profundamente antibelicista, inspirado en fragmentos bíblicos, donde explica cómo, en numerosas ocasiones, los líderes de los pueblos desvían a sus gobernados hacia los caminos del odio y de cómo el ser humano puede sobreponerse a una derrota terrenal para obtener una victoria espiritual.
Hambre de mundo, de conocer, de saber. Su preocupación por el futuro de Europa creció a la par que sus canas, cuando el lenguaje de las armas reemplazó cualquier intento de diálogo racional. Zweig, consciente del poder de los medios de comunicación, dedicó sus palabras a muchos poetas, escritores, intelectuales y periodistas que, en lugar de pacificar a las masas y llamarlas a la reflexión, no hacían más que enaltecer odios reprimidos, fomentando un clima de temible violencia: “Habían hecho redoblar el tambor del odio con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y estremecerles el corazón. Casi todos servían obedientemente a la propaganda de guerra en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio colectivos de la guerra, en vez de combatirla”.
Después de un matrimonio de casi dos décadas con la periodista Friderike Burger, Zweig se mudó a Suiza con su segunda esposa, Lotte Altmann. Familias enteras se desplazaron entre fronteras buscando refugio ante el ascenso de los totalitarismos: “De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí, como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino, eran las que no tenían patria o, peor aún, las que en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían”. Al mismo tiempo, Adolf Hitler ordenaba quemar sus obras en el fuego de los malditos, de los impuros. Prohibido en su tierra y en Europa. La policía requisó su domicilio vienés. Era el fin. Nunca más volverá a su tierra natal: “Mi patria espiritual, Europa, se ha destruido a sí misma”, repitió una y otra vez.
Con la excusa de documentarse para escribir una biografía sobre María Estuardo, Zweig se trasladó con Lotte a Bath, una pequeña ciudad cercana a Bristol. Allí, el cielo eternamente gris, el escaso roce social y la particularidad de la vida inglesa aceleraron la decisión de abandonar Gran Bretaña. Decidió entonces volver, décadas después, a Nueva York.
Al llegar con su esposa la ciudad no es la misma de principios de siglo, aquella que visitó durante su juventud. La vida allí es difícil. Se encuentra con otros refugiados que, conocedores de la fortuna del escritor, ruegan que les ayude a salir de sus galopantes miserias. La lejanía de su querida Viena despierta una agazapada pero firme nostalgia en su espíritu batallador: “La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence”.
Mientras tanto, en Alemania, un movimiento de resistencia al régimen nazi conocido como Rosa Blanca paga con la vida de sus miembros su rebeldía frente a la barbarie. Uno de sus líderes, Hans Schöll, es un ferviente lector del escritor austríaco, pero le critica por su silencio. Zweig cree en las ideas, en las palabras que hilvanan un discurso racional, pero no en el “compromiso” del intelectual que se pone al servicio de una causa política: “El artista que cree en la justicia nunca puede fascinar a las masas ni darles eslóganes. El intelectual debe permanecer cerca de sus libros. Ningún intelectual ha estado preparado para lo que requiere el liderazgo popular”.
Zweig pasó gran parte de su estancia norteamericana preparando sus memorias. Pensó en titularlas Europa fue mi vida, Los años irrecuperables o Nuestra generación. Finalmente salieron con el título de El mundo de ayer. Memorias de un europeo. En aquellos largos días solo abandonaba su habitación para comer y regresaba para escribir y dormir. Agotado de su aventura estadounidense, quiso volver a Inglaterra, pero ya era tarde: los pasajes aéreos eran casi imposibles de conseguir y el trayecto en barco muy peligroso debido a la tenaz vigilancia de los submarinos alemanes. Él y Lotte sopesaron vivir en Cuba o Paraguay, aunque se decantaron por Brasil como próximo destino. Antes de partir, en agosto de 1941, regaló su querida máquina de escribir a su amigo Joachim Mass: “Puedes quedártela como un regalo. Ya no la necesitaré más”.
Zweig sufre, añora. Otra de sus entrañables amistades literarias, Joseph Roth, escribió entonces una obra, La filial del infierno en la tierra, donde habla de una Europa sumida en las tinieblas del autoritarismo y la irracionalidad. Roth, que morirá poco tiempo después en París, alcoholizado y en la miseria, aseguró: “En igual medida en que estoy contra Hitler, estoy contra Stalin. Hay poca diferencia entre el comunismo y el nacionalsocialismo; en el fondo son tan parecidos que se les confunde. Lenin es, por así decirlo, el abuelo; Mussolini, el padre y Hitler, el hijo de un único y mismo sistema. Este sistema es en el fondo, impío”.
Zweig encuentró una nueva oportunidad en Brasi, país que le procuró seguridad y cierta tranquilidad lejos de un Viejo Continente que liquida su pasado, siembra su presente de calamidad y asegura un arduo futuro de reconstrucción. En Petrópolis, una ciudad cercana a Río de Janeiro, el matrimonio alquila una hermosa casa en una zona plena de naturaleza y bosques: “Cada día he aprendido a amar más a este país y quisiera no haber tenido que reconstruir mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma”.
Su último libro publicado en vida lo tituló Brasil, país del futuro. En esta obra se mostró agradecido –al igual que enternecido– por una tierra que lo refugió y que le permitió soñar, al menos un tiempo más. Vendió miles de ejemplares y se convirtió en un éxito editorial sin precedentes. Pero luego, la izquierda política brasileña fustigó al escritor acusándolo de ser complaciente con la dictadura de Getulio Vargas, que dirigió con mano de hierro los destinos del país. Zweig sintió que, a su edad, comenzar de nuevo era imposible: “Para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de navegar sin asiento”.
Punto final. El matrimonio se suicidó el 22 de febrero de 1942, desesperanzado por completo en la capacidad redentora de las obras del hombre. La poetisa chilena Gabriela Mistral, amiga y confidente de Zweig, así lo cuenta al escritor argentino Eduardo Mallea: “No sabemos todo lo que este hombre padeció desde hace unos siete años, desde que el escritor alemán fiel a la libertad pasó a ser bestia de cacería. Su sensibilidad superaba a la mostrada en sus libros: era una sensibilidad femenina, en el mejor sentido del vocablo; habría que decir inefable. Cuando hablábamos de la guerra, yo seguía en su cara, punto a punto, su corazón en carne viva e iba midiendo lo que yo podía decir, lo cual no me ha ocurrido con ningún hombre de letras”. Stefan parece contestar para siempre a su amiga desde sus escritos: “Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal la más preciosa de las posesiones en este mundo”.
Fue amigo del compositor Richard Strauss, de Thomas Mann y de Sigmund Freud, al que veneraba y al que dedicó un conmovedor discurso cuando falleció. Admirador de Dickens y de Dostoievski. Encandilado por la prosa de Jacinto Benavente y devoto de Hermann Hesse, el autor de El lobo estepario, con quien mantuvo una abundante y fructífera correspondencia durante treinta y cinco años. En una de esas cartas evidenció su cariño a España e invitó a Hesse a acompañarle: “Tengo la inquietud de viajar a todas partes, de verlo y disfrutarlo todo, me da miedo la vejez y perder esto. En marzo iré a España, que debe de ser el país más hermoso de Europa, lo intuyo. ¡Venga conmigo, usted sí que será un compañero de viaje! No sé, pero cada vez que pronuncio la palabra España, siento como un tirón”.
En su relato breve ‘Mendel el de los libros’, escrito en 1929, encontramos las reminiscencias de la Europa perdida. Cuenta la historia de un librero ambulante judío –Mendel– que dedica su vida a recomendar lecturas a los clientes de un café vienés, el Gluk. Cada mañana, Mendel se instala allí para disfrutar del desayuno y conversar con los clientes y visitantes, que lo toleran por su erudición. Inesperadamente, el anciano desaparece acusado de colaborar con los enemigos del imperio austrohúngaro (Francia y Gran Bretaña) y se le envía a un campo de reclusión. Gracias a la pequeña historia de un personaje modesto Zweig plantea el impactante golpe que significó la Gran Guerra para la vida y la cultura vienesas: una completa imagen de la exclusión en la Europa del primer cuarto del siglo XX.
Es aún más claro en sus memorias: “Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”.
En El legado de Europa escribió interesantes ensayos sobre figuras de la cultura que, a su juicio, engrandecieron al continente y fomentaron los grandes valores europeos: la libertad, el cosmopolitismo, la tolerancia y sobre todo, la humanidad. Desfilan en sus páginas personajes como Montaigne, Mahler, Rilke, Roth, y el pacifista y amigo Romain Rolland. La herencia literaria de Stefan Zweig resulta inmensa. Novelas, biografías, ensayos, obras de teatro, memorias, historia. Hoy, reeditado, su voz es una llamada a la unión frente a la división. A la primacía de las ideas y el diálogo por encima de la violencia y la exclusión. Son letras de una asombrosa actualidad. De una Europa que lo expulsó y de una América que lo acogió. Y de una tenue esperanza de que, al menos, sean otros los que vean la luz al final de la oscuridad: “Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.
Este texto se publicó en la primavera de 2016 en el número 691 de la revista Nuestro Tiempo.
Mariano Castagneto (Buenos Aires, 1979) es periodista cultural, escritor y docente. Ha realizado trabajos de comunicación cultural para Alemania, Argentina, Bélgica, Bolivia, España, Estados Unidos y Venezuela, es colaborador de publicaciones como Infobae, La Nación, DMAG, E Magazine, Porsche Argentina, Lamarx, Magna, Mustique, Punto de Encuentro, Tigris, Bartleby Editores y la revista Nuestro Tiempo, de la Universidad de Navarra. Actualmente conduce por la radio on line La Desterrada el programa Tiempo Libro, dedicado al mundo de la literatura, los martes de 20 a 21 horas. Hace más de 15 años que dirige el Método Castagneto para alumnos secundarios, terciarios y universitarios, y está al cargo del seminario de Metodología de Estudio para alumnos de Comunicación de la Universidad Austral. En Twitter: @macastagneto