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AcordeónEl relato oral como fuente primaria de la Historia. Recuerdos de guerras

El relato oral como fuente primaria de la Historia. Recuerdos de guerras

 

Empecé a interesarme por el relato oral como fuente primaria de la Historia, paradójicamente, a partir de la lectura de tres grandes novelas: La cartuja de Parma, de Sthendal, en primer lugar; Guerra y paz, de Tolstói, después, y Vida y destino, de Vasili Grossman, la última. Las tres están habitadas por personajes que se ven envueltos en batallas en las que deambulan sin rumbo con la única intención clara de escapar de la muerte. Los límites entre frente y retaguardia, soldados de un color o de otro, territorio amigo o enemigo se pierden entre los vapores malignos de la pólvora de los cañonazos y en la niebla angustiosa de la sangre, del miedo y de las banderas rotas que lo impregnan todo. Más tarde, cumplido el deber fundamental de salvar la vida, leen y oyen, de bocas de oficiales o en papel de prensa, las glosas y valoraciones del episodio bélico del que acaban de escapar y “descubren”, entonces, que habían participado sin saberlo en un hecho histórico excepcional y que eso les otorgaba la ambigua condición de héroes.

 

La contradicción entre los dos relatos: el directo y presencial del héroe a la fuerza, frente al postergado y ficticio de la historia oficial, lo volví a encontrar en los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. En ese impresionante fresco de la España decimonónica la historia se hace presente sin previo aviso en la vida cotidiana de los protagonistas, abriendo de golpe las puertas y ventanas de sus casas y su afán diario, como un vendaval cargado de violencia y muerte tras el que ya nunca llegará la calma sino, en todo caso, el incompleto consuelo del encaje de sentido entre las pérdidas y sufrimientos que sobreviven en sus recuerdos personales y la justificación moral pretendida por la narración ficticia de la Historia.

 

La Historia siempre fue un relato marco que, intencionadamente, da coherencia a una multitud de historias y testimonios individuales que, por separado, no la tienen. Eso fue así hasta Herodoto, que quiso ensanchar el horizonte de la ecumene griega con la construcción de un “gran relato”, como lo llamaríamos hoy. Acuciado ya por el afán del testimonio como fuente de verdad (presintiendo, pues, la necesidad de dignificar la Historia como ciencia), se desplazaba a los lugares de su interés y preguntaba a los testigos de los hechos cuyo verosimilitud perseguía. En Tucídides, padre de la manera de hacer historia vigente durante siglos en Occidente, sin embargo, los relatos individuales son sustituidos por los discursos retóricos de los protagonistas y los episodios de su Guerra del Peloponeso entreveran ya, de forma irremediable, historias con explicaciones. Este largo proceso en que el relato oral como fuente primaria de la Historia es sustituido por las fuentes escritas y arqueológicas interpretadas tuvo su consumación en el protagonismo que en ella tomaron la economía y las ciencias sociales, auspiciadas por la historiografía de tradición marxista.

 

 

Conjeturas, figuraciones, esperanzas, temores…

 

Peter Englund, en su magnífico libro sobre la Gran Guerra, La belleza y el dolor de la batalla[1] (un fresco histórico elaborado a partir de los testimonios personales de veinte personas de distinta nacionalidad, edad, sexo y condición que participaron en ella), refleja muy bien el desconcierto y confusión informativa con que los protagonistas viven la guerra que todavía no es Historia. Cito un fragmento en el que el lector puede comprobarlo. En él encontrará la glosa iluminadora de Englund y el testimonio de una niña de doce años, Elfreide Kuhr, que asiste en Schneidemhül, un pueblo de la Pomerania, al desfile del Regimiento 149 de la infantería alemana, el 14 de agosto de 1914. Comenta Peter Englund, el historiador atento al relato individual, primero:

 

“De los habitantes de Schneidemhül puede decirse más o menos lo mismo que de los políticos y generales que, a tientas, vacilantes y dando traspiés, han conducido Europa a la guerra. La información existe, pero es casi siempre insuficiente u obsoleta, haciendo que para compensar la escasez de datos haya que recurrir a conjeturas, figuraciones, esperanzas, temores, ideas fijas, supuestas conspiraciones, sueños, pesadillas, rumores. Aquí en Schneidemhül, al igual que en decenas de millares de ciudades y aldeas de todo el continente, estos días se construye una imagen del mundo hecha de una materia efímera y fraudulenta: las habladurías. Elfriede Khur tiene doce años. Es una niña inteligente e inquieta de trenzas rojizas y ojos azules. Ha oído decir que unos aeroplanos franceses han bombardeado Núremberg, que un puente ferroviario ha sido atacado en Eichenried, que tropas rusas avanzan hacia Johannesburgo, que agentes rusos han intentado asesinar al príncipe heredero en Berlín, que un espía ruso ha intentado hacer volar la fábrica de aeroplanos de las afueras de la ciudad, que un agente ruso ha intentado propagar el cólera a través de las aguas municipales y que un agente francés ha intentado volar los puentes sobre el Kudrow”.

 

Por su parte, la niña pomeriana, que ha escalado la alta verja de hierro forjado que separa el edificio de la estación de la plaza abarrotada de gente para ver mejor el desfile del regimiento, anota en su diario:

 

“Llegó finalmente el 149º, marchando hombro con hombro, e inundó los andenes como una marea gris. Todos los soldados llevaban largas guirnaldas de flores colgando del cuello o atadas al pecho. De la boca de sus rifles salían ásteres, alhelíes y rosas, como si pensaran disparar con flores al enemigo. Los rostros de los soldados eran graves. Yo me había imaginado que reirían y gritarían de alegría”.

 

Qué bien se ve en esta escena, gracias al perspectivismo narrativo del historiador, el contraste, la anomalía de la mirada individual entrando en contradicción con la propaganda del relato oficial: “los rostros de los soldados eran graves”…

 

 

La mala memoria española

 

En España, sin embargo, la memoria de la II República y de la Guerra Civil, y la custodia y reproducción de los recuerdos y relatos personales de sus víctimas, ha sido y es una memoria culpable y reprimida, contada en voz baja, en el exilio, en el juzgado de Garzón en Madrid, en 2008, o la sala donde ejerce la jueza de Buenos Aires María Servini de Cubria, en la actualidad. Los testigos, diezmados y ya ancianos, luchan por preservar sus recuerdos del olvido político intencionado, que forma parte de la versión políticamente correcta de la Restauración monárquica tras la muerte de Franco. En ese pacto entre caballeros se acordó fomentar la amnesia culpable del periodo republicano, la falsa equidistancia en la explosión y desarrollo de la Guerra Civil y la visión edulcorada de la Dictadura. A cambio, el pueblo español –que no recuperó su soberanía, como producto del pacto entre las potencias vencedoras de la Guerra Fría– se decidió, como única solución posible, una monarquía parlamentaria –cuya cabeza visible fue designada por Franco– refrendada en una nueva constitución que redactaron políticos cooptados por las potencias que custodiaron la transición del régimen, cuya crisis y derrumbe estamos viviendo ahora.

 

El origen ideológico de esa intencionalidad que privilegiaba el olvido colectivo del reciente pasado español, lo podemos leer, claramente formulado, en un artículo epónimo que publicó Javier Pradera el 12 de abril de 1990, en el diario El País –intelectual orgánico que contó con él como uno de sus muñidores teóricos–, con el sintomático título de ‘Vísperas republicanas’. Afirmaba Pradera entonces, ufano del éxito de la Transición española, y propugnando la memoria de la República como un recuerdo negativo o modelo fracasado:

 

“No es fácil resistirse a la tentación de preguntarse sobre la influencia que pudieran haber ejercido esas modalidades de transición (ruptura frente a reforma) sobre el distinto final de ambos procesos democratizadores: la quiebra de la II República y la consolidación de la monarquía parlamentaria. ¿Cuáles son las razones de que dos procesos de modernización política que respondían a una parecida necesidad de ajustar las estructuras del Estado a la modernización social y económica del país, llegasen a paraderos tan opuestos? La cuestión parece tanto más pertinente cuanto que Ben-Ami[2] rechaza la hipótesis fatalista según la cual los orígenes de la II República contenían las semillas de su destrucción.

 

“Es evidente que el núcleo de la respuesta debería estar ocupado por los cambios políticos, sociales, económicos y culturales que separaban a la España de 1975 de la España de 1931, incluidos sus diferentes contextos internacionales. Sin embargo, tampoco cabría desdeñar, a la hora de explicar el éxito de la transición posfranquista, la memoria histórica de la derrota republicana. Si los demócratas de los años treinta no hubiesen fracasado en su empeño, los demócratas de los años setenta no hubiesen dispuesto de la experiencia necesaria para evitar algunas de las trampas y sortear algunos de los obstáculos que amenazaron la conquista de las libertades tras la muerte de Franco. No parece exagerado concluir que la transición republicana sirvió de modelo negativo a los actores de la transición posfranquista, de forma que el desarrollo de los acontecimientos producidos entre 1975 y 1982 quedó condicionado para bien y para mal por la percepción de los errores, de las omisiones y de los excesos del periodo transcurrido entre 1931 y 1936”.

 

Reprimidos los relatos y silenciada su voz, los relatos de los supervivientes o de los herederos de las víctimas desaparecidas (física y moralmente) no están en nuestros recuerdos u homenajes compartidos como pueblo, sino en los archivos de los juzgados. Los autos[3] de Garzón (castigado convenientemente por ello con su expulsión de la carrera judicial) contra el franquismo están llenos de estos testimonios escamoteados, y proporcionan la satisfacción lingüística tardía de leer los crímenes de la Dictadura apostrofados como “crímenes contra la humanidad” y “genocidio”. En este sentido, en los razonamientos jurídicos del auto del 16 de octubre del 2008, se leen estas declaraciones del general Franco al periodista Jay Allen del Chicago Daily Tribune en Tánger, el 27 de julio de 1936, en las que quedan meridianamente claras las intenciones genocidas del militar sublevado:

 

“—Nosotros luchamos por España. Ellos luchan contra España. Estamos resueltos a seguir adelante a cualquier precio.

Allen: “Tendrán que matar a media España”, dije.

Entonces giró la cabeza, sonrió y mirándome firmemente dijo:

—He dicho que al precio que sea”.

 

 

La historia oral de la Guerra

 

El testimonio hablado, con toda su carga de subjetividad, como fuente primaria de la Historia es una senda poco transitada por los historiadores. Pierre Vilar lo reivindicaba con estas palabras: “El aspecto subjetivo, el ‘ambiente’ de los acontecimientos, es también una condición de la realización de la Historia. ¿Dejaremos el monopolio a los novelistas? Esto sería, por parte del historiador, una manera de renunciar”. Que yo conozca, sólo hay una historia de la Guerra Civil española elaborada desde esta perspectiva, Recuérdalo tú y recuérdaselo a otros[4], del historiador inglés Ronald Fraser.

 

Fraser elaboró este libro sobre la base de más de 300 entrevistas, realizadas entre junio de 1973 y mayo de 1975, el 95 por ciento de ellas en España y el resto en Francia. Confesaba haber usado sólo el 10 por ciento de ese material. Las cintas con las grabaciones las depositó en el Archivo Histórico de Barcelona. Los testimonios seleccionadas de todo ese material sonoro van acompañados de explicaciones (nunca excesivamente extensas ni eruditas) que sirven sólo de marco objetivo a los recuerdos de los protagonistas. Es un libro de Historia ejemplar y único, que recomiendo vivamente a mis lectores. Aquí leemos / oímos, por ejemplo, a Juana Alier, mujer del dueño de un molino, diagnosticando la catástrofe que se avecinaba a partir del aspecto de unos guardias civiles en Barcelona. Es agosto de 1936:

 

“Cuando en la Plaza de Cataluña vi a un civil sentado en coche, con la guerrera desabrochada, el tricornio echado hacia atrás y fumándose un puro, comprendí que la ley y el orden se habían terminado; comprendí que a la Guardia Civil la había infectado el populacho”.

 

En ese mismo año podemos sentir una extraña emoción y admiración con los recuerdos de Andrés Capdevilla, militante de CNT, sobre la gestión anarquista de una empresa textil colectivizada en medio de la guerra; se había abolido el trabajo a destajo y la producción había bajado un 40 por ciento:

 

“Habíamos calculado que si no bajaba en más de un 25 por ciento, sería posible fijar un salario justo para todos. Pero con un descenso del 40 por ciento era imposible. Anunciaba el derrumbamiento de la colectivización. Convocamos asamblea general, pedimos a los obreros que no defraudasen los intentos colectivos que el proletariado español estaba realizando para alcanzar la justicia social. Durante varias semanas no hubo ningún incremento de la producción. Teníamos que recorrer la fábrica arengando a los obreros. Al final, consiguieron aumentar la producción hasta un 70 por ciento de su nivel anterior… (…) Era asombroso. Todo el mundo se convirtió en un loro, todo el mundo quería decir lo que pensaba y sentía. Evidentemente, ahora eran conscientes de estar a cargo de las cosas y de que tenían derecho a hablar por sí mismos”.

 

El relato, quizá, más hermoso de todo el libro es el que trenza los recuerdos de Julio Crespo, un estudiante monárquico que se pasa estos años de plomo corriendo y combatiendo y que, cuando acaba, en un acto de admirable dignidad moral, renuncia a la pensión que le correspondía como mutilado de guerra al descubrir que un limpiabotas republicano, mutilado también, no cobraría nada. Estamos entre los meses de julio y septiembre de 1936. Julio Crespo tira el fusil y echa a correr:

 

“Del Alto del León (‘estoy harto’), fue a Salamanca, donde continuó combatiendo. ‘Una vez más íbamos a tomar café en Madrid. Cuando llegamos a Navalperal, en la carretera de Ávila, sufrimos una emboscada. Nos disparaban desde todos los lados. Nos echamos al suelo y desde aquel momento fue el sálvese el que pueda. Tiré mi fusil y eché a correr. Sólo los guardias civiles opusieron cierta resistencia con dos ametralladoras. Empecé a correr a las 11 de la mañana y llegué a Ávila, a 40 kilómetros, sin dejar de correr, a las 6 de la tarde. ¡Qué maratón!’. Regresó a Salamanca”.

 

Herido tres veces en nueve meses, a pesar de sus carreras, lo podemos ver ahora, entre la primavera de 1938 y el otoño de 1939, en un hospital militar al acabar la guerra. Al ver que enfermeras y ordenanzas salían a la calle a celebrar la victoria, comprendió que los combatientes ya no contaban. Primavera de 1938-otoño de 1939. Un año más tarde, en Madrid para pasar el último reconocimiento médico antes de ingresar en el Cuerpo de Mutilados del Ejército que, con sus escalafones de ascenso y paga le habrían asegurado un porvenir confortable, se encontró en un café con un limpiabotas de una sola pierna. El limpiabotas le estaba lustrando los zapatos:

 

“‘Bien, teniente, veo que fue herido en la pierna. Yo perdí la mía en una batalla de tanques en esta zona’. ‘¿Y qué compensación recibe por la herida?’ –preguntó Crespo. ‘Ninguna’ –respondió el republicano’. Crespo, asqueado, no se presentó al examen médico y nunca ingresó en el Cuerpo de Mutilados. Pasó el resto de su vida en la pobreza”.

 

 

Los números que se confunden y dicen, sin embargo, la verdad

 

Cindy Coignard[5], en un estudio muy interesante sobre la memoria de la guerra en las mujeres militantes del POUM, reflexiona sobre lo vagas que son, a veces, las respuestas de los entrevistados:

 

“Sin embargo, no podemos descartar ciertas respuestas que nos resultarían vagas. En ello interviene el trabajo del historiador para prestar atención a la veracidad de las declaraciones, parezcan o no verosímiles. He aquí un ejemplo concreto sacado de la entrevista realizada con Júlia Serra, militante del POUM en Gerona y maestra. El fragmento de la conversación entre Júlia Serra y su hijo Michel trata del número de militantes que había en una célula y del número de células que había en Gerona:

‘Júlia: 5 personas [en cada célula].

Michel: me habías dicho 6.

Júlia: o 6.

Michel: pero es verdad que parece poco.

Júlia: éramos pocos en el POUM

Michel: ¿cuántos?

Júlia: pocos porque… el número de militantes del POUM durante la guerra aumentó un poco pero no era… digo en Cataluña…

Michel: yo te pregunto en Gerona. ¿Cuántos militantes había aproximadamente?

Júlia: pues mira, no sé cuántos éramos. Pero si éramos 200, ya estaba bien.

Michel: ¿te acuerdas de la cantidad de células ?

Júlia: creo que en una célula había 6 personas.

Michel: sí, pero ¿cuántas células?

Júlia: pues tienes que dividir por el número… no sé. Pero la guerra trajo muchos militantes.

Michel: porque si érais 6 por célula y había unos 200 militantes, ¡significaría que había más de 30 células!

Júlia: ah no, no había 30 células. Yo no cuento esto. Además, éramos pocos en una célula. Creo que 6 o 7.

Michel: Vale 6 o 7, de acuerdo. Pero si no había 30 células, ¿cuántas había en Gerona?

Júlia: pocas. Era un partido nuevo.

Michel: Pero ¿cuántas había ? ¿diez?’.

 

Las palabras de Michel parecen confundir a Júlia Serra. Cuando afirmaba espontáneamente un número más o menos preciso (6 o 7 militantes por célula), se desdice de lo dicho para concluir finalmente la pregunta con un “no sé”, sin duda sinónimo de una confusión en sus recuerdos. Ahora bien, al leer numerosos artículos y obras sobre el tema, así como a través de la entrevista a Wilebaldo Solano –dirigente de las juventudes del POUM, la JCI (Juventud Comunista Ibérica)– pudimos comprobar que el número de militantes por célula era efectivamente de 6 personas. Además, encontramos para la ciudad de Gerona un total de unos 150 militantes. Así llegaríamos a un número de células no muy alejado de lo que decía la militante gerundense más de 70 años después del comienzo de la Guerra civil española, es decir 25 células”.

 

 

Las estrategias del hambre

 

Pero de todos los estudios e investigaciones que he podido leer, que toman la perspectiva del testimonio hablado como fuente de la Historia, el que más me ha emocionado es el que realizó Alicia Guidonet Riera[6] sobre la memoria oral del hambre y las estrategias de supervivencia en nuestra Guerra Civil. En particular, esta discusión, entre moral y filosófica, entre dos hermanas hambrientas que dirimen la legitimidad de llevarse comida de un almacén en el que también ha entrado a saco mucha gente con hambre:

 

“Lo veremos muy claramente siguiendo el caso de dos hermanas, que en el momento de la acción son adolescentes. La primera relata el conflicto personal que vive cuando tiene la posibilidad de apropiarse de la comida almacenada en un vagón de tren. Esta situación se agrava ante la insistencia de su hermana, la cual muestra una opinión totalmente contraria. La primera mujer se siente incapaz de entrar en un almacén de comida y apropiarse de los víveres disponibles. Su hermana la increpa y discute con ella mientras aprovecha la ocasión para aprovisionarse de algunos alimentos,

«Va venir un veí a casa i ens va dir, ‘aneu al carrer que tothom està assaltant els magatzems…’. Com que estàvem tan afamats, la meva germana va dir, ‘jo vaig a veure…’ i jo la vaig seguir. Quan vaig veure tot allò,¡ em va agafar una plorera!, em vaig posar a plorar quan vaig veure els magatzems plens de gent agafant sacs. No vaig ser ni capaç d’anar-hi. La meva germana, sí. Deia, ‘perquè s’ho quedi un altre, jo m’ho quedo’, i va agafar llenties o mongetes…i jo, amb uns plors…’¡això és robar!, ¡això és robar!’…la meva germana em deia, ‘¿què no veus que estem afamats?’, ‘¿què no has patit prou gana?’, ‘¿què no veus que si no ho agafes tu, s’ho quedarà un altre?’»”.

 

[“Vino un vecino a casa y nos dijo: ‘Id a la calle, que todo el mundo está asaltando los almacenes…’. Como estábamos tan hambrientas, mi hermana dijo ‘yo voy a ver…’ y yo la seguí. Cuando vi todo aquello, ¡me cogió una llantina! Me puse a llorar cuando vi los almacenes llenos de gente cogiendo sacos. No fui ni capaz de ir. Mi hermana, sí. Decía ‘para que se lo quede otro, me lo quedo yo’, y tomó lentejas y judías… Y yo venga llorar…: ‘¡Esto es robar’, ‘¡esto es robar!…’. Mi hermana me decía ‘¿es que no ves que estamos hambrientas?, ¿qué, es que no has pasado bastante hambre?, ¿es que no ves que si lo coges tú, se lo llevará otro?’”].

 

 

Internet y la nueva oralidad: Memoria y relatos

 

Hay quienes creen que internet y las nuevas tecnologías de comunicación a distancia están creando en sus usuarios una nueva oralidad. Tengo mis dudas sobre eso, pero en todo caso, he escrito sobre el particular en un ensayo publicado en esta misma revista, Habla y escritura: de lo vivo a lo pintado. Aun así, quiero terminar esta larga reivindicación del relato oral como fuente histórica con una narración de Belén Naya, una amiga que conocí en Facebook, que publicó este emotivo relato sobre su abuelo republicano en su muro. Lo tituló: A la memoria del hombre que me ayudó a recuperar el recuerdo de mi abuelo. Y apareció en su página el miércoles, 11 de enero de 2012[7]. Lo publico aquí con su autorización:

 

“Hace años, mi madre paseaba por las calles de Vitoria cuando, al pasar por la que había sido la casa de mis abuelos paternos, la dependienta del comercio contiguo salió de la tienda y le llamó. ‘Hace dos años que conservo esta carta dirigida a tu suegro –le dijo– esperando veros y podérosla entregar’.

 

Mi abuelo, el padre de mi padre, verdadero destinatario de aquella misteriosa misiva, había fallecido mucho tiempo atrás, razón por la cual la dueña del comercio, vecina durante años, había decidido no deshacerse de ella con la esperanza de entregársela a mis padres algún día.

De regreso a casa, por fin se desveló el misterio: el remitente era un hombre ya mayor, que emigró a Argentina tras la guerra, y que desde entonces había intentado sin éxito localizar a mi abuelo.

 

Pero si sorprendente fue descubrir la autoría de la carta, mucho más resultó serlo su contenido. Aquel hombre desconocido le escribía a mi abuelo desde ‘la lejana Patagonia’, seis décadas después de abandonar España, para darle las gracias por haberle salvado la vida.

 

Ante semejante revelación, mis padres me telefonearon rápidamente y me contaron lo sucedido. Días más tarde, ya en mi casa, releímos juntos la carta, y yo sentí la necesidad de responder a aquel hombre que había mantenido vivo el recuerdo de mi abuelo durante tantos años. Me sentí en deuda con él, a pesar de no haber tenido jamás noticia alguna de su existencia.

 

Decidí entonces contestarle, recogiendo el testigo de mi abuelo. Aquel hombre merecía, cuando menos, conocer la razón por la que su carta no había recibido respuesta.

 

Me presenté como la nieta de su amigo, y con absoluta sinceridad le confesé no reconocer al abuelo que yo recordaba en la descripción que hacía de él. No es que mi abuelo hubiera sido una mala persona (de hecho, de niña lo adoraba) pero en sus últimos años de vida se había comportado muy mal con mis padres, y se había roto todo tipo de relación entre nosotros.

 

Le pregunté cómo lo había conocido, pero sobre todo, quería saber cuándo le había salvado mi abuelo la vida y por qué se sentía tan enormemente agradecido hacia él. Me costaba creer que mi abuelo hubiera salvado la vida a alguien, y no lo hubiera contado jamás, ni siquiera a su familia. No parecíamos estar hablando de la misma persona.

 

Poco tiempo después, recibí una nueva carta, esta vez a mi nombre, o mejor dicho, al de Ana Belén Naya (durante todos estos años he sido incapaz de convencerle de que me llamo Belén, y no Ana Belén, y no será por falta de insistencia) con la respuesta a todos mis interrogantes.

 

Descubrí que mi abuelo, durante el tiempo que estuvo preso en un campo de concentración, había hecho las funciones de médico sin serlo. Realmente sólo era lo que en aquel entonces se conocía como practicante, pero los presos no contaban con ninguna ayuda, y en las terribles condiciones en las que vivían, muchos caían enfermos, por lo que mi abuelo, con sus escasos conocimientos, se convirtió de facto en el médico de la prisión.

 

De entre todos aquellos prisioneros uno, el más joven, un chavalillo de 17 años, cayó muy enfermo de neumonía, y mi abuelo, sin otra medicina que las alpargatas que llevaba puestas, fabricó una especie de emplaste calentándolas. Emplaste que colocó y cambió durante días en el pecho de su compañero, hasta conseguir que, milagrosamente, se librara de una muerte casi segura.

 

Sesenta años después, aquel joven convertido en anciano me relataba, casi sintiendo el calor hirviente de las alpargatas sobre su piel, los detalles de su salvación, y la eterna gratitud que profesaba hacia su artífice.

 

Así fue como comenzó mi amistad con el que fuera amigo de mi abuelo. Amistad que seguimos manteniendo primero a través de las cartas, y luego a través del e-mail, porque aquel increíble anciano de más de 90 años aprendió a utilizarlo para poderse comunicar conmigo más rápidamente.

 

Y me llamaba por teléfono cada dos o tres meses, para preguntar cómo me iba la vida, y me mandaba fotos de su hija y de sus nietos, y hasta me hizo llegar el relato de recuerdos de la guerra y de aquel campo de concentración que compartió con mi abuelo que él mismo había escrito…

 

Y un día cruzó el océano para conocernos, a mí y a mi familia. Fue un encuentro mágico.

 

Estas Navidades eché en falta su llamada telefónica. Había pasado tiempo desde la última vez que recibía noticias de él. Aprovechando que era diciembre, escribí un mensaje a su hija para felicitarles las fiestas vía Facebook.

 

Entonces supe que mi amigo, el amigo que mi abuelo me dejó en herencia, había muerto hacía menos de una semana.

 

En su memoria comparto hoy esta experiencia irrepetible.

 

A él, al hombre que me ayudó a recuperar el recuerdo de mi abuelo, le dedico estas palabras.

 

Hasta siempre, Gabino. No olvides saludar a mi abuelo de parte de su nieta.

 

Gabino, el amigo que mi abuelo me dejó en herencia”.

 

 

 

 

Este texto fue publicado primero en el blog del autor, Claros en el bosque.

 

 

 

 

Manuel Jiménez Friaza es profesor y escritor. Ha sido columnista en el diario La Opinión de Málaga durante ocho años y una selección de esos artículos fue publicada por Bohodón Ediciones en 2012 con el título Deslindes y descubiertas. Ha publicado también el libro de ensayos Quince asaltos, que prologó Agustín García Calvo en 1983 y un breve poemario, Hada, Hurí, Esfinge que, en recuerdo de Ángel Caffarena, editó con la Imprenta Montes de Málaga en 2007. En la actualidad da clases de Lengua y Literatura en el instituto de Aracena. Desde hace poco más de un año, mantiene el blog Claros en el bosque, una mirada sobre el mundo que tiene la intención declarada de revelar y rebelarse. En FronteraD ha publicado Habla y escritura: de lo vivo a lo pintado¿Qué hacer con la educación? En Twitter: @mjfriaza

 

 

 

 

Notas


 

[1]    Englund, Peter, La belleza y el dolor de la batalla, Barcelona, 2011, Roca Editorial, pp.: 22-24.

 

[2]    Ben-Ami, Shlomo, Los orígenes de la Segunda República española, Madrid, ed. Alianza, 1990.

 

[3]    Garzón contra el franquismo. Los autos íntegros del juez sobre los crímenes de la dictadura, Madrid, ed. Diario Público, 2010.

 

[4]    Fraser, Ronald, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historial oral de la guerra civil española, Barcelona, Ed. Crítica, 2007.

 

[5]    Cindy Coignard, Memoria(s) de la Guerra Civil: el ejemplo de las militantes del POUM, Amnis [En ligne], 2 | 2011, mis en ligne le 27 octobre 2011, consulté le 09 novembre 2013. URL : http://amnis.revues.org/1518.

 

[6]    Guidonet Riera, Alícia. Memoria oral y alimentación: estrategias de supervivencia durante la Guerra Civil española (1936-1939) y la posguerra (1939-1955). En: Arxius de ciències socials, 2011, 24: 47-58. URL: http://roderic.uv.es/handle/10550/19893.

 

[7]   URL: https://www.facebook.com/notes/bel%C3%A9n-naya/a-la-memoria-del-hombre-que-me-ayud%C3%B3-a-recuperar-el-recuerdo-de-mi-abuelo/2450516266870.

 

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