La crónica literaria, el periodismo narrativo, el reportaje literario o el nombre que se le quiera dar a esa escritura sobre la realidad con la voluntad de exprimir el lenguaje, encontró en Polonia y a lo largo del siglo XX uno de sus principales epicentros. Hoy el país sigue criando nuevas generaciones de cronistas preocupados por sumar formas alternativas de narrar que dialogan con la tradición de sus predecesores para renovarla y superarla.
Entre la teoría del mosaico, las guerras, los años de la censura y el impulso transfronterizo, el país de Europa central, azotado y curtido por tantas violencias, continúa alimentando un tipo de reportaje que se funda en la recreación permanente del lenguaje.
El mosaico
Bastante antes de que en Estados Unidos tuvieran tantos dilemas para catalogar los libros que hacían Capote, Thompson o Wolfe y se decantaran por definirlos por lo que no eran más que por lo que eran (no-ficción), en Polonia ya habían asumido hacía muchos años que la literatura y el periodismo conformaban una amalgama natural. Por lo menos desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando escritores como el premio Nobel Władysław Stanisław Reymont o Bolesaw Prus acompañaban su trabajo de novelistas con la escritura de piezas periodísticas enriquecidas por las herramientas literarias de su trabajo con la ficción.
Cuando Polonia se consolidó como estado independiente en 1918, surgió la figura de Melchior Wakowicz, considerado el mejor cronista del país en el periodo de entreguerras y creador de la teoría del mosaico. Wakiwicz decía que la preparación de un reportaje literario puede compararse con el montaje de un mosaico, es decir, con la combinación en un mismo corpus de los diversos hechos que ha observado y personas que ha conocido. Como si fueran teselas de distinta procedencia que encuentran su sentido todas juntas y en torno a una nueva unidad. Una manera elegante de justificar sus licencias literarias: hacia el final de su vida, reconoció que en esos mosaicos algunos personajes de sus libros estaban enriquecidos con características que no pertenecían específicamente a ellos sino a otras personas, incluido el propio cronista. Otra manera de enfrentarse a lo real.
La censura y la escuela
Siempre en esa frontera entre la boutade y la impostura, Borges dijo alguna vez que la censura era “la madre de la metáfora” porque obligaba a los escritores a acentuar su ingenio a la hora de usar el lenguaje. Como parte del eje de control de la Unión Soviética, el periodismo polaco tuvo que lidiar con la prohibición de poner en duda la felicidad del pueblo, de exponer sus malestares. No quedó otro camino que camuflarse en la alusión, la metáfora, la focalización de historias paradigmáticas. Bajo presión y, tal vez, sin quererlo, el reportaje polaco se hizo escuela en la censura, en su capacidad de sortearla llevando al lenguaje hasta límites creativos impensados.
Así surgieron los primeros nombres universales del reporterismo polaco, herederos de la tradición anterior, que empezaron a proponer al mundo una nueva manera de enfrentarse con la crónica: Kapuściński, Krall y Kąkolewski, las tres K que dieron origen a la Escuela Polaca de Reportaje.
Pese a las evidentes diferencias entre los tres, estaban unidos en la ambición con el uso del lenguaje y en ocuparse de esos escenarios antes considerados banales o superficiales que ahora, bajo el celoso ojo de la censura, resultaban tan útiles para decir y mostrar mucho más de lo que parecían. Mientras Krall y Kąkolewski centraron su obra en historias paradigmáticas e individuales, la focalización metonímica que muestra un mundo, Kapuściński se dedicó a componer reportajes más corales y con amplios panoramas políticos e históricos.
A medida que fueron pasando los años e indagando nuevos temas, el propio Kapuściński también recurrió a la focalización, sobre todo cuando Polonia afloraba cada vez más como tema. Hay investigadores que ven en El emperador, su libro sobre Haile Selassie, una alusión a la administración de Edward Gierek, el primer secretario del Partido Comunista Polaco en los años setenta. La técnica de tratar asuntos exóticos para que reboten en el país propio, sabiendo que el público al que se dirigía podría leer el reportaje como una alusión a su situación. Pero el libro emblemático en este sentido es Al este de Arbat, de Hanna Krall, una radiografía precisa de la URSS de finales de los sesenta y los setenta que bien podría leerse como de Polonia o de cualquier país del bloque del Este.
Atravesar la frontera
Cuando trabajaba como periodista en la agencia estatal de noticias polaca, Ryszard Kapuściński soñaba con una sola cosa: atravesar la frontera. Eso quería decir no ir de Polonia a Rumania o de Varsovia a Moscú, sino cruzar el telón de acero. Sintió que realmente atravesaba la frontera cuando viajó a Roma por primera vez, cuando los colores, las luces, los peinados y la ropa lo deslumbraron, lo marearon. Pero también el reporterismo polaco supo ver los matices, las diferencias y las particularidades de otros países del bloque con los que compartían el yugo.
El hecho fundamental aquí es que una de las características principales del reporterismo polaco es que si bien se ocupó de analizar en profundidad las entrañas de su país también se alejó de lo autorreferencial y endogámico. Buscó y continúa buscando historias en todo el mundo, en otros países. Y en las últimas décadas, las mejores muestras de firmas procedentes de este periodismo son libros sobre otros países que no son Polonia.
Después de que el trío Krall, Kapuściński y Kąkolewski recibieran el reconocimiento internacional de futuros premios Nobel como Svetlana Aleksiévich o Gabriel García Márquez, empezaban a aparecer nuevas firmas que se especializaban en una región específica, como Jacek Hugo-Bader, autor de varios libros sobre Siberia o Paweł Smoleński sobre Israel. Maciej Wasielewski escribió dos libros muy reconocidos sobre las Islas Feroe e Islas Pitcairn. Y quizás las últimas dos grandes figuras del reporterismo polaco sean Margo Rejmer, autora de un reportaje sobre Rumania y otro sobre Albania y Witold Szabłowski, autor de un libro sobre Turquía y otro sobre Bulgaria.
La generación más joven de periodistas polacos ya es una generación global, escribe en esa lengua, pero no se siente limitada por ninguna frontera geográfica. Son cronistas que no se olvidan de sus raíces ni de sus orígenes, no tanto por la nacionalidad que les tocó en el pasaporte como por la rica escuela de reporterismo que heredaron de su país. Y siguen dando importancia a los detalles: cómo elegirlos, narrarlos, contextualizarlos y mezclarlos para dar cuenta de la complejidad en la que se manifiesta una realidad. Configurando nuevos mosaicos.
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