Escorpio no se llama Escorpio. Su nombre real no importa. En cuanto pronunció letra a letra su nacionalidad los polis tunecinos le pidieron que subiera al coche. Soy libio, imagino que diría con orgullo, con la misma altivez que le lleva a mantener como salvapantallas del teléfono móvil una foto de Gadafi.
Delante del supermercado Marche Meriem hay una carretera recta que no podría llegar a ninguna parte. Sigue el trazado de la línea de costa que va desde la ciudad de Susa hasta el puerto de Kantaoui con sus hoteles, sus rusos en mangas de tirante, sus campos vacíos de golf, y luego continúa por la displicente Chott Meriem y hasta el pueblecito pesquero de Hergla y quién sabe qué más, después. No podría llegar a ninguna parte, decía, porque, aunque transiten los puntos que une –del trabajo a casa, ir a la farmacia y volver, caminar hasta el café y regresar–, no sirve para nadie de camino. Ni para los tunecinos que viven aquí ni, menos aún, para los cada vez más escasos turistas extranjeros. No ofrece salida, nunca abandonan la carretera recta. Se desplazan, deambulan por la planicie para mitigar la sensación de horizonte intercambiable, para escapar de la conciencia de estar en medio de ninguna parte. Pero en este segmento entre rotondas conocido como Tantana es precisamente lo ordinario del paisaje sin fluctuaciones, la tranquilidad intrascendente que en él se asienta, lo que lo torna circunstancia singular.
Ya se ha puesto el sol y delante del supermercado hay bombonas de gas vacías, los restos de las cajas que descargó un camión por la mañana, invernaderos, olivos, ovejas que cruzan a ciegas, que alternan las dos orillas para pastar entre escombros y desperdicios, esta carretera recta y Ammar charlando con Escorpio.
—Si eres capaz de repetir lo que hace él te doy diez dinares, te damos diez dinares cada uno, wallah –me jura Ammar besándose los dedos.
Escorpio baja hasta el suelo sostenido en una sola pierna, despacio, con los brazos en cruz, y luego sube manteniendo en todo momento la otra pierna paralela a la acera. Como un cosaco de rasgos bereberes, de surcos profundos en las comisuras de ojos y labios que se apuran para demostrarme que puede hacerlo y sonreírme al tiempo. Yo lo intento, llego hasta abajo; a consecuencia de mi lesión crónica en la rodilla derecha el muslo contrario está más desarrollado, creo que puedo. Pero al intentar levantarme la musculatura se queja, debiera estar irguiéndome pero sólo aleteo hasta caerme. Se desternillan de la risa. Ammar devuelve al bolsillo el billete que asomaba por el filo, Escorpio intenta hablarme en inglés, decirme que no soy lo suficientemente fuerte. Golpea sus propios cuádriceps y gruñe. Acojona, más allá de lo que sé de él. O quizás por lo que sé. “Este tío era militar”, me había dicho Ammar: “¿Te acuerdas de la revolución contra Gadafi?, este tío estuvo allí cargándose muyahidines”. No lo dijo así, exactamente; Ammar habla con soltura y una propensión poco plausible a injertar un fuck delante de cada palabra. Su frase estaba repleta de ellos.
—Enséñale las marcas –le pide al libio.
—De verdad que yo no lo noté. Fue un compañero quien me avisó y yo…
Revive la escena de su extraña respuesta automática, del instinto que le obligó –estúpidamente– a detener su huida. Se acerca a un poste de luz y se rasca contra él la espalda, se sacude basculando los hombros hacia ambos lados. Gesticula y grita imitando un timbre de voz más agudo que quebrado por un susto, femenino –creería seguro él, aunque sonara animal–. Repite la comedia de lo que hizo entonces y yo todavía no sé si debo reírme tal como se ríe Ammar o cuál espera que sea mi reacción: conozco la historia, sí, pero aún no la oí tantas veces como para considerarla inocua ni acierto a saber, tampoco, si él toleraría que lo tratase como una broma común, entre ¿amigos? No sé si para mí puede serlo.
Escorpio dice que buscó librarse del escozor, al frotarse contra el tronco de una palmera; como el de una picadura de abeja, dice. A continuación se estira el cuello de la camiseta hasta dejarme ver la cicatriz y me pide que palpe en la espalda el orificio de salida.
—Aprieta fuerte.
En la corva de la pierna derecha tiene otro idéntico. Escorpio, hasta aquella noche delante del supermercado Marche Meriem, había sobrevivido a al menos dos disparos.
* * *
El paso fronterizo de Ras Ajdir es el punto más septentrional de Libia y el lugar de confluencia de los que se agolpan para salir y los que desesperan por entrar. Se encuentra a unos 175 kilómetros de Trípoli, la capital, en las inmediaciones de la localidad tunecina de Ben Gardane –una suerte de duty free repleto de establecimientos de cambio de divisa, tiendas de ropa, surtidores y contrabandistas–, y en parecida latitud que Tataouine, de lomas de arena del Sáhara y casas de adobe rojo.
Es una frontera permeable, de las que ofrece reticencias más que impedimentos, aunque como todo límite entre dos realidades se muestra susceptible a las oscilaciones sociales, económicas o políticas que se produzcan de cada lado, y varía en base a ellas la intensidad de los vejámenes a que pueden llegar a someter a los que cruzan.
Para conocer más detalles acudo al testimonio de Fahmi, un muchacho tunecino de veintitantos con diploma superior criado en el seno de una familia religiosa de Qairuán y recién retornado de Libia.
—He estado tres veces: una antes de la revolución, otra durante la revolución y otra ahora.
Habla desordenadamente porque pretende justo lo contrario: quiere escoger las anécdotas oportunas para ilustrar de manera precisa cómo fue su experiencia, pero narra sin fluidez, entre silencios. No ha logrado todavía asimilar ni las vivencias per se ni las consecuencias derivadas. Me cuenta que invariablemente, en sus tres visitas, tuvo que esperar durante horas en la aduana en colas de más de mil vehículos.
—Es más difícil para los jóvenes.
—¿Pasar? ¿Por qué?
—Por Sicilia y Siria. Hay menos controles; todos saben que desde los puertos libios es más fácil embarcarse a Sicilia o ir a combatir con los rebeldes a Siria. Han muerto muchísimos tunecinos de mi generación allí.
Me describe un lugar contradictorio, absurdo, una criatura híbrida de avenidas amplias salpicadas de rascacielos donde, mientras paseas, no puedes alzar la voz o bromear sin que ello te ocasione problemas; donde el hijab es para las mujeres una imposición, los egipcios son la mano de obra eficiente a la que estafar y los subsaharianos los que sacan brillo a la carrocería de berlinas de lujo importadas de Alemania, Italia y España.
—¿Qué buscáis ahí de veras? ¿Por qué viajáis a Libia?
—Dinero. Tienen mucho dinero y es fácil ganarlo.
—¿Estraperlo?
—Algunos compran oro o ropa, sí, y luego lo venden mucho más caro en Túnez. Pero no sólo eso. Tienen mucho dinero, pero no médicos para sus hospitales, obreros para construir sus edificios; no tienen universidades.
—Me has hablado del trato que, en general, dispensan a los egipcios y los africanos, como decís vosotros; pero, ¿qué hay de los tunecinos?
—En general les gustábamos; vienen aquí de vacaciones y a hacer las cosas que allí no pueden: beber, mujeres… Pero ahora nos culpan del contagio de la revolución. Por esa misma razón puedes ganarte alguna simpatía o…
—¿O?
—Se volvió más difícil la situación mientras estaban en guerra. Mi hermano y yo nos topamos con adolescentes de 16 o 17 años empuñando pistolas. Antes ya era común ir armado, pero gente tan joven… Para protegernos, nos compramos entre los dos un Kaláshnikov. Cuando comenzaron los bombardeos franceses yo decidí que era hora de regresar, pero mi hermano no se resignó. Alcanzó Zauiya, una ciudad marítima adónde Gadafi envió a muchos fieles gratuitamente para ponerlos a salvo, se coló entre ellos y desde allí tomó una zodiac hasta Italia.
Por esa frontera de Ras Ajdir, tal vez mientras fue el infierno de refugiados que obligó a intervenir a ACNUR (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados) durante 2011 o tal vez más tarde, en las postrimerías de 2012; solo o quién sabe si amparado por otros soldados adeptos al dictador –otrora amigo extravagante de gobernantes europeos–, cruzó Escorpio.
No. No nos habla de esos días, no sabemos cuándo llegó ni por qué dio a parar a la provincia de Susa. Se resiste a concedernos alguna explicación de eso que podríamos llamar el principio de su nuevo presente –la carretera recta–. Entró en Túnez, eso es seguro, con un visado de turista que ya expiró; Escorpio es en este país, desde hace demasiado, un inmigrante ilegal. Sobrevive con comodidad gracias al dinero que recibe, pero se niega a aclarar nada sobre su procedencia, por más que sondeemos.
—Zigi-zigi –sonríe mostrando cómo culebrea su mano izquierda mientras la derecha se lleva el cigarro a la boca.
—Le llegan más de mil dinares todos los meses –me dice Ammar–. Yo estoy empeñado en que haga algo, que monte un negocio, ¡es bastante pasta!, pero lo gasta casi todo, casi siempre en bebida. Y lo que no, en traer a invitados libios a casa que luego no sabe cómo echar. No le gustan. Nunca le gustan.
Ammar no lo entiende, ¿cómo podría? Vive bien rodeado por todos sus parientes. Es la soledad del exiliado. Un vacío irreparable: no está en su lugar. Que íntimamente desee atizar ese vínculo latente con su tierra y recobrar la sensación de pertenencia mediante un placebo es un artificio común entre quienes perdieron la noción de hogar. Entre los que no saben si volverán a tenerlo. Acoge en este momento, en dos sofás-cama con bajera blanca y manta, a dos hombres más jóvenes que él. Cuenta que uno, con apenas 21 años, posee una compañía de camiones que le reporta beneficios sustanciosos que, sin embargo, no emplea en sufragar las juergas con su anfitrión –una botella de whisky corriente cuesta unos 35 euros; toman vodkas insípidos hasta que abrasan en la garganta o la marca local de cerveza–. Hace algunas noches, después de beber en casa, sólo Escorpio recuperó la verticalidad y dejó durmiendo a los visitantes. Deambulando por la carretera recta que no lleva a ninguna parte un control policial lo detuvo e interrogó.
—¿Qué haces fuera tan tarde?
—Deambular.
—¿De dónde eres?
Le detuvieron. En cuanto dijo que era libio. Por lo que supimos, comprobaron su situación legal y le abofetearon. A él, un tipo duro como un desierto, un cosaco norteafricano que sobrevivió a dos disparos. Tuvo que sobornarles, para salir libre. Menos alcohol este mes.
* * *
Escorpio. Su nombre real no importa –o tal vez sí que importe, y sea esa la razón de ocultarlo–; en cualquier caso, todos lo conocemos por ese sobrenombre, Escorpio, por el tatuaje de líneas trémulas que luce en el brazo. Se remanga los puños de la camisa y atisbo la curvatura del aguijón: un dibujo sintético, art brut para identificar al hombre que no podrá situarse sino a los márgenes de donde habite. Un hombre tranquilo cuyo presente se extiende como este horizonte invariable.
Son las nueve de una noche que comenzó demasiado pronto. Diciembre. El frío se hace notar en el cambio de estación, se manifiesta el invierno. Estamos sentados, envueltos en humo, en un café de espíritu literal: No Stress, se llama. E4. Escorpio, que juega con blancas, abre la partida moviendo dos casillas el peón del rey. En mi lateral del tablero hay escrita una frase que –o él o Ammar– han dedicado a Kamel, el dueño del supermercado y también de mi apartamento de alquiler: Don’t be sad. La leo una y otra vez y repaso la disposición de las piezas. Hace muchos años que no juego al ajedrez, desde que era un crío –desde que mi antiguo maestro muriera de cáncer de pulmón, creo recordar–. Pienso mucho cada turno y él se impacienta.
—Yo he buscado trucos en internet, pero siempre me gana –prorrumpe Ammar.
—Come on, come on, bitch –dice Escorpio, y aplaude.
Hace ruidos, se mueve continuamente. Acostumbra a ganar porque suda menos que el rival cuando logra un clima tenso. Intimida con su cuerpo y su sonrisa, no con sus jugadas. Propone un intercambio de golpes, sacrifica a su reina por acabar con la mía, aunque eso le vaya a ahogar pronto. Le costará la partida.
—¿Jugabas mucho en el ejército? Un día has de contarme cómo fue aquello.
No me atrevo a concretar qué significa aquello –la revolución, servir a Gadafi, matar– y me doy cuenta de que, en el instante en que le dirigía al libio esas palabras, esquivaba su rostro surcado y miraba a Ammar, para sentirme cómodo y ser capaz de terminar la frase. Escorpio no pretendía ganar: aspiraba a comerse todas las piezas, su victoria había de producirse por aniquilación. Pero una torre cerca en la banda a su rey y un peón está a dos casillas de llegar al fondo: recupero la dama, jaque mate.
—Me debes una revancha –deduzco del tropel de sus palabras mestizas.
Ammar le increpa por su mal inglés, se queja de la frustración que le produce enseñarle. Fuck. Escorpio pliega el tablero, paga la ronda –té con almendras, yo; café, Ammar; Coca-Cola, él– y desaparece por la recta orilla de la carretera. Yo paro en el supermercado Marche Meriem para comprar la cena.
* * *
—¿No le incomodará?
—No. Abre el cuaderno y toma notas. Apunta, que yo traduzco al inglés lo que no entiendas.
Habían cambiado el mobiliario desde la última vez que estuve en el café No Stress. Las mesas, ahora, estaban amuralladas con sillones naranjas sin reposabrazos, de color semejante al entelado de las paredes y con las mismas manchas de polvo y pisadas. Le esperaba inquieto. Durante un par de semanas Escorpio apareció a mi espalda cuando volvía de trabajar o del gimnasio, en cuanto ponía un pie fuera del taxi, con el tablero de ajedrez en la mano. Mi excusa era siempre cierta: estaba muy ocupado; él persistía, más crispado en cada intentona, y yo rechazaba, con menos convicción cada vez. Al despedirnos le decía que pronto, en cuanto tuviera un respiro, le avisaría; y él aceptaba resignado sólo a cambio de palmearme con fuerza, cobrándose golpe a golpe la venganza. Cuando llamé para preguntarle en qué momento estaría libre respondió: ahora.
Ammar le explicó que las noticias, en mi país, habían sido parciales; que la cobertura informativa había logrado homogeneizar lo que dieron en llamar primaveras árabes hasta hacerlas parecer indistinguibles entre sí. Que quería su historia.
—Pero él estuvo del otro lado, ¿entiendes lo que significa?
—Sí.
Las redes sociales tuvieron un papel destacado, fueron el canal accesible, de dominio general y ajenas al control externo –gubernamental o de quien fuere–, todavía, que posibilitó una movilización ágil. ¿Viste lo que hicieron otros? ¿Por qué no nosotros? Escorpio imita con desprecio el gesto de teclear. En Túnez, como en Egipto, detrás de esos mensajes en cadena, de esas maniobras de protesta orquestadas en muros de Facebook, estuvieron o bien jóvenes urbanitas o bien, como denominación más genérica, la clase media (educada y con ingresos regulares). Pero en Libia su aportación no debe magnificarse: aunque, por supuesto, existe un libio de a pie –con conexión a internet– y una porción de la juventud formada y desocupada, buena parte de los trabajadores son originarios de países extranjeros y demasiados niños y adolescentes cambiaron la escuela por réditos más inmediatos. En Libia los factores decisivos fueron otros; Escorpio los mencionará después en un breve lapso. Comenzó su relato por aquí por ser más cómodo, supongo, revisitar lo que se tornó lugar común en todos los discursos que pedazos de tu propia memoria enfangada.
—Los culpables fueron los mismos de siempre: Las qabila (tribus) opuestas a Gadafi. Fue una cuestión de poder. Les engañó en 1992, ¿sabes lo que pasó? En mi país todo el mundo tiene armas, recibimos una instrucción, pero muchas son viejas. Gadafi anunció en el 1992 una campaña de recogida de armamento desfasado y prometió entregar, a cambio del que poseyeras, pistolas y rifles más nuevos. Mejores. ¿Sabes lo que hizo? En Bir Ghanam. Con tanques –y hace el gesto con la mano–. Pasó por encima de ellas, inutilizó todas las armas con tanques. Los Awlad Ali, los Tarhun, muchas tribus han estado siempre contra el régimen.
No sé a cuál pertenece él, Escorpio, ni si creía en los valores de la Jamahiriya, del estado de las masas. Parece que el único consenso posible dictaría que, en realidad, ni la colonización italiana, ni la independencia de 1951, ni la monarquía ni el posterior golpe de Gadafi con su retórica socialista y de democracia directa, consiguieron resquebrajar ese sustrato, esa infraestructura tribal que, con su infinidad de subdivisiones, articuló las sociedades libias. La población actual es de unos 6,2 millones de habitantes y se cuentan más de 140 tribus.
—La guerra empezó en Chwarf el-Qaria. ¿Sabes lo que es un arsenal? En puntos de todo el país el gobierno mantenía varios custodiados por milicias ligadas a Gadafi, éste era uno. Estaban cerrados, eran estancos, pero algunos defensores se aliaron con los insurgentes. Recibieron un ataque y se rindieron. Así fue como consiguieron las armas. Primero en ese arsenal de Chwarf el-Qaria y luego en los de Zitan, Zuara, Zauiya…
La conversación a partir de aquí desfila entre recodos que no logro seguir, se embrolla. Escorpio describe cómo eran los lugares donde se produjo la confrontación, las maniobras, quién claudicó antes. Explica que los rebeldes mantuvieron activos los arsenales de esa red que fuera oficial para suministro propio y redistribuyeron a través de ellos las armas para la resistencia. “Zitan reparte a Zuara y Tajaira y Souk el-Jomaa”, enumera contando con los dedos. Se complica en digresiones sobre los intereses particulares que rigieron el conflicto, en listas larguísimas –balances que parecía haber aprendido a recitar– que ni yo comprendo en árabe ni Ammar sabe traducir. Discuten, tratando de aclararse. ¿Por dónde se extendió antes? ¿Misurata? ¿Bengasi? Por el este, acuerdan. “Aquí atacaron al ejército de Gadafi”, dice haciéndose ajeno en principio; “envió a Bengasi unidades de infantería, mercenarios, blindados y carros de combate que la OTAN interceptó; se abalanzaron sobre nosotros desde la playa, nos atacaron por la espalda y tuvimos que huir”. Nos atacaron. Huimos.
—Pero, ¿tú estabas ahí? –le pregunta Ammar, y Escorpio no contesta.
La camarera se acerca a nuestra mesa y Ammar le ofrece un cigarro, que ésta rechaza. Tras ella, un colega de ambos al que he visto en otras ocasiones pero no conozco se sienta a mi lado y otra chica más –treinta años, de piel oscura y pelo teñido de rubio, pantalones vaqueros ceñidos– pasa a saludar a Escorpio. La interrupción distiende el ambiente.
—¿Hoy no vas a querer?
—No money. No money, no funny –responde el libio alzando las palmas, chascando la lengua, y yo me acuerdo del soborno imprevisto.
Luego continúa su relato a petición mía pero ya sin mirarnos. Coge el móvil, le quita el sonido y empieza una partida. La columna de soldados huida tomó posición en Brega, a sabiendas de que allí estarían a salvo. Intuían que, en Libia, el ejército interviniente respetaría las prioridades que en casos análogos habían demostrado los gobiernos occidentales. ¿Cuál, en concreto? El petróleo. No atacarían directamente la zona de Brega cuyo oleoducto y pozos abastecen a la mayor parte del país. No, si supusiera ponerlos en riesgo, y la frialdad de Escorpio narrando insinúa que habrían estado dispuestos a todo.
—¿Tú estabas ahí? –insiste Ammar.
—No –contesta nervioso, juraría que por levantar la vista y verme escribir–. Yo transportaba munición desde Trípoli a Misurata. Era conductor, sólo eso. Muchos en mi compañía combatieron. Muchos resultaron ser infiltrados y nos traicionaron, los muy perros. Muchos, también, desertaron.
—¿Tú? Tú te largaste. ¿Qué haces si no en Túnez? –le aguijonea de repente el desconocido de mi lado y, antes de darle tiempo a responder o de que se enzarcen, les interrumpo.
—¿Qué diferencias ves con lo que sucedió en Túnez, Ammar?
—Que ellos tenían armas y nosotros no –escupe sin pensar y se corrige luego vacilante–. No, no es eso. Nosotros no nos enteramos de mucho hasta el final. Los canales nacionales habían censurado la noticia y la información nos llegaba por Al Jazeera o por internet. Partieron de las zonas más pobres del país, que hoy lo siguen siendo, y sólo cuando ya habían tomado Qairuán, Sfax, Nabeul… cuando alcanzaron la capital y sólo unos días después se exilió Ben Ali a Arabia Saudí, tomamos más conciencia. El país quedó jodido.
—¿Nostalgia del dictador?
—¡No! Antes no podíamos hablar ni de política ni de religión. Ahora, si le confieso a alguien que no creo en Dios se escandaliza, solamente; pero todos nos quejamos de lo jodido que está el país después de la revolución.
Escorpio se había vertido en la pantalla, había logrado aprovechar ese hueco que le brindé por querer evitar la pelea que venía –o que podría haber llegado– para abstraerse de los que estábamos allí. Zigi-Zigi, diría él. Me mantuve en silencio, observándole. ¿Qué preguntas me quedaban en realidad? ¿A cuáles esperaba que fuera a responder? Lo seguiría viendo a diario, hablaríamos aún de muchas cosas. De nada importante, con toda probabilidad. ¿Qué querría haber oído de sus labios? o, mejor, ¿en qué manera creía que eso podría ayudarme a comprender quién había sido antes, en otro lugar, en su contexto, y quién es hoy, en su largo presente?
Levantó la mirada, entornada, sin ofrecernos un contacto visual completo, y giró el teléfono para enseñarnos las 64 casillas blancas y negras.
—Yes, I win –anuncia apretando los dientes. Me marcho ya a casa. ¿Seguimos otro día?
No jugamos la revancha. Lo veo alejarse con una mano en el bolsillo y, la otra, portando el tablero. Pienso, en ese instante, que tengo la única respuesta que necesito: Escorpio es un hombre cansado que no quiere sino esto: aprender inglés y conocer a los vecinos, pagar rondas, mujeres cómodas, el humo del café No Stress, el ajedrez; su retiro. La carretera recta que no pretende llegar a ninguna parte.
* * *
La uña rosa. Así titularé este pequeño epílogo, este espacio en el que me involucro en un tiempo posterior al de la crónica para contar qué sucedió, la despedida, y lo que hoy sé de lo que vino después. Lo podría haber llamado de otra manera. El teléfono habría sido quizás un título apropiado, mas no resonaría igual: carece de la virtud esencial de esos detalles inverosímiles que te hacen percatarte de que estás ante una historia que sólo puede ser verdadera. Lolita, en la ficción, se hace real por la cicatriz que un patinador le ocasionó de un puntapié. Por el defecto. Al contar hechos veraces me temo que sucede igual, requerimos del elemento discordante que nos alerte. A propósito de la uña rosa:
A mi espalda, de repente, hace exactamente un año, cuando tecleaba el remate a las líneas de encima mirando hacia la carretera recta que no llega a ninguna parte desde una mesa en la terraza del café Bacha, apareció Escorpio. Adherida a su meñique vi una hoja de porcelana de al menos una pulgada. La aprecié cuando alzaba la mano para saludarme. ¿Sabría que la llevaba todavía? Tenía una larguísima uña postiza de color fucsia en el meñique derecho. Escorpio venía, deduje, de uno de sus encuentros con la rubia teñida y de tez morena, la fumadora de vaqueros ceñidos y risa cáustica. La única que con toda probabilidad lo habría visto despojado de su pretendida dignidad de cosaco del desierto. Me hizo gracia, tuve el impulso de reírme, pero al instante me inquietó que se me acercara y curioseara lo que había escrito, lo que estaba escribiendo sobre él. No quería que lo supiera. Yo le había dejado creer que aclararía el relato que se había contado en España sobre la guerra en su país puesta en relación con mis propias apreciaciones sobre lo ocurrido en Túnez y su actualidad. No había hecho hincapié en que le otorgaba un protagonismo absoluto. No hablaba ni leía español, obviamente, pero mi preocupación residía en que llegara a reconocer el sobrenombre que le pusimos, Escorpio, escrito en la pantalla. Era consciente de que Ammar y yo le llamábamos así. Me puse nervioso, así que cerré la tapa de golpe, y él interpretó el gesto como una invitación a sentarse. Yo dejaba de hacer lo que quiera que estuviera haciendo y lo recibía para charlar. Y charlamos, después de que alzara la mano –la de la uña rosa– y llamara a Kais, el camarero, para pedirle otro capuccin para mí y una Coca-Cola para él.
—Me ha dicho Ammar que os marcháis pronto de Túnez, ¿no? ¿Es por vuestros problemas en el trabajo? Yo podría solucionarlos. Si me dejáis acompañaros un día yo me encargo de hablar con ellos.
—¿Pero qué llevas en la mano?
No sé cómo se había enterado, pero ciertamente tuvimos en la última etapa enfrentamientos crudos con la organización para la que trabajábamos. Se lo diría Ammar, supongo, quizás lo hubiera hablado yo con él estando sentados frente al supermercado Marche Meriem alguna tarde. Escorpio enrojeció abruptamente y balbuceó para restarle importancia a su uña rosa, a la vez que escondía las manos bajo la mesa y trataba de arrancársela.
—Si es por vuestros problemas, aguantad. Aquí todo el mundo intenta engañarte pero si aprendes a lidiar se pasa. A mí también me ocurría, no creas. Me oían decir šukran en vez de ‘ayšek cuando daba las gracias y, si valía tanto, me cobraban el doble. Libio: tiene dinero. ¿Cuánto es, 5?, pues dame 10.
Intenté explicarle que se nos agotaba el visado, que el proyecto de la Unión Europea que nos amparaba tocaba a su fin y debíamos retornar. Sin embargo no pareció entender demasiado. Nos replicaba que podríamos encontrar un buen trabajo en Túnez, que para los extranjeros era más fácil ganar dinero. Entonces le dije que nuestras familias nos echaban de menos, que teníamos que retomar lo que dejamos atrás cada uno en su país, y eso el exiliado libio sí lo aceptó. Por un instante dejó de procurar deshacerse del apéndice que la prostituta le había agregado, se olvidó de mantener la mano derecha con la uña rosa oculta.
—Os vais a largar sin que yo haya probado la comida española que cocinabais para esos alumnos vuestros.
La noche en que celebramos nuestra despedida, sumándose a los adolescentes a los que dimos clase, a las familias con las que trabajamos y al resto de compañeros con los que convivimos, jóvenes de Portugal, Turquía y Francia, Escorpio apareció solo en el café y un tanto cabizbajo. Yo había deseado que asistiera, aunque lo considerara improbable; lo había invitado, desde luego. Tan pronto lo vi lo abordé y le ofrecí berenjenas con miel, tostas de pollo con alioli, paella… Probó todo tímidamente, salvo la tortilla. “A esto me refería”, me dijo, “esto era lo que os había visto preparar que quería comer”. Me reí y le di un abrazo, y él tras palmearme con su habitual virulencia me susurró:
—No me saques en fotos en periódicos, ¿vale? Si alguna vez quieres escribir más sobre mi país, sobre Libia, yo podría acompañarte y protegerte. Llámame –y me tendió un papel manuscrito.
Lo sabía. Había intuido que escribía su historia. ¿Confiaba en mi buena intención? ¿Se consideraba a salvo? Mientras viví en Tantana, mientras compartimos vecindario, si quería encontrarme con él debía recurrir a Ammar o pasear por la zona esperando a que surgiera de alguna de las orillas de la carretera. Nunca pude hacerlo de otra forma, contactar directamente. Y el último día me dio su teléfono.
Durante meses guardé ese papel en la cartera, deseaba conservarlo. Cuando el papel comenzó a perder densidad y la tinta azul se aclaró y tornó borrosa, asustado por el deterioro, lo registré en un procesador de textos y guardé el documento. Lo sigo manteniendo a buen recaudo –tan seguro como así pueda estar– en varios discos duros y en la nube. ¿Por qué? ¿Expectativas de volver a toparme con él? No lo creo. ¿Por qué? ¿Como trofeo o emblema que señalaba esa confianza que finalmente depositó en mí? Quizás en parte, aunque tampoco lo creo.
Lo que deseaba más bien era que Escorpio me contradijera. Que igual que obró contrariamente a lo que daba yo por sentado al entregarme su número revocara la validez del título de mi historia, su hipótesis medular, y no fuera sempiterna su condición de exiliado, y volviera a casa.
Hace unos días recibí un mensaje de Ammar en respuesta a mi felicitación de cumpleaños. Estaba bien, todos en su familia estaban bien, todo seguía igual, pero…
Escorpio, que echaba de menos a su familia, había cruzado la frontera con Libia para verlos y lo habían detenido. Está en la cárcel. De vez en cuando telefonea desde la cabina de la prisión a Ammar e, invariablemente, le dice que muy pronto saldrá libre. “Nunca es verdad”, se queja. Pero él es optimista, casi ingenuo, no se ha planteado que pueda ser una mentira piadosa, que pretenda consolarle.
Yo he marcado su número y una voz mecánica me avisa de que ese teléfono no está operativo. Sé que me olvidaba de las balas, los muyahidines y de Gadafi, cuando deseaba que Escorpio encontrara un camino de vuelta a algo más parecido a un hogar, y que vuelvo a obviarlo cuando ahora añoro la carretera recta o espero que vuelva a jugar al ajedrez en el No Stress. ¿Puede entonces aspirar a algo distinto del exilio? ¿De una jaula o la otra? ¿Qué desearle ahora? ¿Que cuando vuelva a marcar su número sosteniendo en mis manos el papel con su caligrafía en unos meses me responda su voz? No lo sé. Buena suerte, tan solo.
Alejandro Narden (Plasencia, 1987) es licenciado en Filología Árabe por la Universidad de Salamanca. Cursó estudios de Filología Hebrea en la misma hasta mudarse a Barcelona, donde obtuvo el grado de Máster en Creación Literaria por la Universidad Pompeu i Fabra. Ha ejercido como librero, lector y corrector editorial, profesor y gestor cultural. Fue seleccionado para formar parte de la 11ª promoción de residentes de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. Ha residido en ciudades como Londres, Rabat, Roma, Barcelona, el Cairo, Santiago de Compostela, Salamanca, Córdoba, Susa o Madrid. En fronterad ha publicado Quinto cumpleaños de fronterad. Esto es agua y Bechir: el periodista sirio que me sirvió la cena. El hombre que quizás haya desaparecido en el mar